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«Peludearon» en un hondón barroso. Reventaron una cubierta y una gran piedra desprendida de un faldeo, a la vuelta de un recodo, hizo al vehículo saltar bruscamente de costado; el golpe aplastó el guardabarro delantero, pero nada los detuvo.

En el hito 45, límite, mojón y señal convencional entre dos territorios que la cordillera zanja con poderosos brazos, se detuvieron.

– Pasaremos la noche aquí.

Entrenado para enfrentar contingencias similares, el Siútico no demoró mucho en armar la tienda de lona en un abrigo, acarrear ramas de ñire y alistar el fuego y la comida. Iluminándose con una linterna de mano, el coronel Montoya procedía a realizar una minuciosa inspección en el vehículo. Sometida a dura prueba la camioneta mostraba algunos desgarrones, pero ninguna herida importante. En la creciente oscuridad las lenguas de fuego de la hoguera se elevaban alegremente, caldeando el seco ambiente circundante.

Comieron después, sumido cada uno en sus íntimas cavilaciones, mientras la noche y el silencio insólito y meditativo crecían al unísono, rodeando la gruta de luz generada por la hoguera, dentro de cuyo ámbito el vehículo, los dos hombres y sus enseres, creaban un mundo singular, único signo viviente en la noche de piedra y sombra.

Se acostaron y durmieron y la paz descendió sobre ellos.

Habían cruzado la frontera sin volverse a mirar el país que dejaban a sus espaldas.

El coronel Montoya apretaba los dientes y sus labios formaban una línea cerrada y dura.

El Siútico no se hubiera atrevido a quebrar su mutismo y se entretenía inconscientemente en adivinar el momento preciso de los cambios de marcha. Freno, embrague, segunda, aceleración. Tercera y otra vez freno y rebaje en los descensos vertiginosos. Árboles, rocas, árboles y rocas, sucediéndose siempre iguales y diferentes…

Corrían ahora hacia abajo, siempre descendiendo por el camino serpenteante, cruzando hendiduras abismales sobre puentes colgantes, contemplando el bosque de coníferas que tenazmente se alargaban para vencer el asedio del sotobosque. Hilos de agua y cascadas semiheladas semejaban hebras canosas en la cabellera pétrea de la montaña. Sólo una mano firme, un pulso seguro y un gran conocimiento de tales rutas, permitían tomar las espirales interminables donde el mismo paisaje se ofrecía a las miradas una y otra vez desde distintos ángulos, hasta que todo se confundía, se invertían los planos y ya no se podía distinguir si el vehículo se movía o el paisaje giraba y se inclinaba como un trompo enloquecido alrededor del ojo múltiple de una hormiga inmóvil.

Era imposible ignorar la presencia de Dios ante tanta majestad y los dos hombres la sentían, pero los rudos caballos de acero y nafta de la camioneta continuaban tosiendo de coraje, llevados con mano firme por el auriga hacia un destino confuso. Una vacilación imperceptible, una fugaz distracción del conductor bastaría para que toda aquella rodante energía mecánica se hundiera en el profundo abismo. Y la loca espiral invitaba al vértigo. Como una borrachera de colores esenciales y rayos luminosos, el paisaje se movía, hundiéndose y emergiendo del abismo… En algún rincón de la memoria, en el absoluto infinito de lo soñado, hemos trastocado el tiempo y el espacio y contemplado desde el universo de la conciencia la conciencia del Universo… ALLÍ LOS ÁRBOLES SUBÍAN VERTICALMENTE COMO espadas desnudas y centelleantes para alcanzar la luz del sol, pero inútilmente. Porque siempre había que enfrentar el borde audaz de una nueva montaña opaca y ciega.

Se podía andar entre ellas como una cosa viva y movible de tanta vehemencia vital que encerraban. Los líquenes flotaban como hilos plateados y estorbaban las miradas. Abajo, donde nacen los troncos crecían el musgo y los gérmenes y las raíces y la tierra.

TODO.

Girando en caracol se acercaron a Coyhayque. Sobrepasaron sin detenerse los bosques quemados, donde los campesinos, aferrados a la tierra escasa, arrancan un fruto indócil. Sobre los planos inclinados de los cerros, caídos los gigantes del bosque bajo el hacha y el fuego, mostraban sus torsos desgajados y ennegrecidos. Alrededor de los troncos verdeaba la gramilla y los tímidos renuevos se balanceaban a impulsos de la brisa. Líquenes y hongos se nutrían de la descomposición vegetal. Como oscuras banderas húmedas prendidas en los altos picachos, se hinchaban las nubes premonitorias de la lluvia. Otra tierra, otro clima, otros hombres, pero para el coronel Montoya y para el Siútico, apenas una distinta etapa de su éxodo.

Al atravesar el segundo río que, con el Simpson, encierran a Coyhayque, el caserío se les presentó de improviso.

– Ahí está el pueblo, mi coronel -'dijo el Siútico, utilizando el obvio pretexto para quebrar la casi permanente mudez a que estaba condenado.

Montoya detuvo el vehículo.

– Lo estoy viendo -respondió.

Después de muchas horas de conflicto interior, parecía más sereno. Los viajes de la botella hasta su boca se habían espaciado. Algo pugnaba siempre por irrumpir fuera de sí; una voz, un grito, un fantasma o una sorda queja muriendo entre sus dientes. Pero también una nueva claridad, imprecisa y vacilante, atemperaba su forzada impavidez. Aspiró el aire húmedo y fresco de la tarde.

– No sé cuánto tiempo estaré aquí… Por última vez te lo advierto y no lo volveré a repetir. Nadie te obliga a seguir conmigo. Todavía puedes volver a tu tierra… ¡No! No me interrumpas…; puedes volver a tu tierra o a la estancia, donde mis parientes te recibirán, eso creo al menos…

– No lo dejaré, mi coronel…, usted lo sabe bien.

– ¡Demonios! Lo sé muy bien. Eres como mi espejo, sospecho que eso quisiste significar antes de ahora. Puedo pasarme sin espejo, pero, amiguito, sospecho también que eres algo más… ¿Quién dijo algo sobre la imagen de la culpa? ¡Eh! Preferiría que me dejaras solo.

El Siútico torció la cara:

– No lo dejaré solo…

– Así parece. Pero si te quedas, vamos a poner algo en claro… No hay más coronel Montoya. Eso es definitivo. No lo olvides. Soy un tal Montoya, retirado de la circulación, con su socio, ayudante… lo que se te ocurra. O un vago, jugador ventajero, hachero, contrabandista, cualquier cosa menos lo que sabes… ¿está claro ahora?

– Sí, señor.

– A Coyhayque, entonces -dijo el flamante señor Montoya, y puso el motor en marcha.

Viendo el vehículo lleno de barro, abolladuras, lonas flotantes y viendo la traza de los dos hombres que descendieron frente al inmerecidamente titulado hotel El bosque alegre: un hombrón de ropas fuertes, pero ajadas, y cara barbuda y el pequeño, enjuto y sinuoso personaje que lo acompañaba, cualquiera de los oficios enumerados podían adecuárseles sin riesgo de equivocarse.

En El bosque alegre sobraba en algarabía lo que podía faltarle en comodidades.

Una barahúnda indescriptible reinaba en el enorme recinto, construido enteramente con maderas apenas devastadas. Hasta un desprevenido forastero podía asegurar a primera vista que El bosque alegre constituía una de las máximas instituciones de Coyhayque.

El patrón vino al encuentro de los recién llegados. Contrastando con la amplitud del local y la desmesura de las voces, la figura del patrón aparentaba ser aún más pequeña de lo que en realidad era. Delgado, pero no enjuto, casi gitano de tan moreno, la cabellera ensortijada y abundante, las manos inquietas de jugador o escamoteador. La nariz fina, la boca delicada. La hermosa planta varonil estropeada por la tremenda cicatriz que le recorría la mejilla derecha desde la sien hasta la barbilla.

Su voz delataba el cálido acento de los españoles del Sur.

– Estoy con ustedes, bienvenidos los caballeros argentinos… Oí llegar a la camioneta, y me dije: «Ahí viene alguien sediento, cansado y con sueño». Todo eso será pronto un recuerdo si honran mi casa… Adelante…