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El Siútico asumió la representación de los dos. -Sin demora entonces, amigo; primero, una pieza…, no, dos piezas… Luego mándenos una «cabrita» con agua caliente, jabón, toallas… El… don Luciano, y yo, necesitamos un buen remojón.

– Entendido,… Dejen el resto por mi cuenta -terminó el español, que adivinaba el buen cliente con sabiduría ancestral.

Ya se alejaba cuando Montoya lo aferró por el hombro. Los ojos gitanos relampaguearon de cólera. Evaristo Linares poseía una sensibilidad casi enfermiza ante cualquier contacto ajeno.

– Afuera queda la camioneta… Usted me responde por ella, y por toda la carga…

Evaristo pretendió sostener la mirada de Montoya. En seguida se rindió.

– Sí, señor; guardaré su vehículo en el galpón -zafó su hombro y se escurrió entre los parroquianos.

Iba calculando que un tipo que exigía una pieza exclusiva para él en aquellas latitudes era muy señorón o muy quisquilloso.

«Si pagas, amigo, tendrás piezas y "cabras" hasta que te hartes», reflexionó.

Al día siguiente y siguiendo las indicaciones de Montoya, el Siútico alquiló una casa de madera, en la misma calle, cuadras abajo, y los dos viajeros se convirtieron en los nuevos vecinos de la ruidosa, pintoresca, abigarrada, bulliciosa y heterogénea Coyhayque.

IV

Coyhayque albergaba, dentro de sus irregulares límites, una población de perfiles bastante singulares. Aparte de los inevitables funcionarios de Gobierno y Policía, el muestrario incluía todos los tipos: madereros, traficantes, contrabandistas, aventureros. Algún dueño de «fundos» en bancarrota; algunos argentinos desconfiados de sus congéneres y especialmente fugitivos de sí mismos, mientras escondían las páginas más oprobiosas del pasado. Muchas mujeres de todo pelo y laya, apurando el último «concho» de la copa alegre del vino y los amores.

Y para no desentonar de sus habitantes, el pueblo lucía una arquitectura nada convencional, donde la madera, abundante y barata, imperaba sin oposición. Para protegerlas de las frecuentes crecidas y aluviones, los coyhayquinos construían sus casas apoyándolas sobre grandes plataformas y galerías sostenidas por durísimos pilotes enterrados hondamente y asegurados con piedras. Subían hasta la entrada por anchas escalinatas de variadas especies de maderas regionales, pacientemente alijadas por las suelas de las botas claveteadas de los cazadores y las alpargatas de los «rotos». Privados del ladrillo y la argamasa, aquellas casas se asemejaban más a enormes jaulas semiaéreas que a verdaderos edificios, pero, en conjunto, presentaban un aspecto colorido y atrayente. Algunas moradoras habían inclusive obtenido, con ingenio de jardineras, cercos florales que embellecían las maderas muertas.

Las calles desafiaban cualquier tentativa de simetría. Se adaptaban al terreno irregular que encerraban los dos ríos, uno de los cuales, el Simpson, se precipitaba alocadamente sobre Puerto Aysén. De esta especial configuración recibía el nombre araucano, que equivalía literalmente a «entre ríos». Vinerías, casas de comida y de juego; ruido y dolor; muerte y alegría, alternándose sin fin.

Humedad, nubes pesadas tapando el cielo encubado por las altas cumbres de la cordillera.

Una patética religiosidad primitiva, a ratos infantil, a ratos feroz.

Y por encima de aquella movible humanidad primordial, paciente y comprensiva, rígida y temida, la Ley. La Ley en Coyhayque se llamaba comisario Godoy y su dotación de carabineros. Apenas si se lo notaba, pero lo sabían omnipresente.

Nadie molestó a Montoya ni al Siútico. Tras una visita rutinaria, el comisario pareció olvidarse de los forasteros. Pero tenía en su poder el parte de Evaristo Linares, recibido a la mañana siguiente de la entrada de ambos en «El bosque alegre»; los datos de filiación se habían enriquecido con una descripción de sus personas, del vehículo y hasta de la carga, pues si bien Evaristo «respondió» por ella, nada pudo impedirle realizar un prolijo inventario. Quedó admirado: la «carga» resultó ser realmente lo que aparentaba. Al comisario lo intrigó bastante el inocente detalle; ¿esperaba acaso que los forasteros acarrearan con ellos el tesoro de los Incas o los millones del Banco de la Nación de Comodoro Rivadavia?

Por cualquier contingente imprevisible, o quizá por pura corazonada, al informe usual remitido a la Prefectura de Puerto Aysén, agregó él también un informe especial sobre Luciano Montoya y Artemio Suquía, argentinos, con estada sin objeto declarado o manifiesto.

Y puesta a rodar la aceitada rueda de la Ley, sólo el diablo puede adivinar dónde se detendrán sus truculentos engranajes.

Porque, según el refrán de un viejo pícaro, asiduo concurrente de las borracherías, si la rueda de la Ley no se empantanaba, era muy capaz de acabar con los ángeles.

En tanto, pasaba el tiempo y el invierno cedía lentamente. En aquellos aquietados meses de rigurosas nevazones, Montoya, siempre hundido en sus pensamientos, encontró, sin buscarla, una paz inesperada. Solía realizar largos paseos internándose por sendas escarpadas y de difícil acceso, solo o seguido, ya que no acompañado, por el Siútico. En las largas caminatas contemplaba los abismos y las cumbres, como interrogándolas en busca de respuesta a la secreta pregunta, implacablemente alojada en su cerebro.

Se perdía a veces en los airosos bosques de lengas y araucarias, viendo cómo la Naturaleza se animaba ante la proximidad de la primavera. Un renovado verdor, fortalecido y vivificado, parecía colorear la gramilla y las ramas arqueadas todavía por la nieve. En ocasiones era la lluvia cayendo sobre sus hombros. El se dejaba estar, apenas protegido por una saliente rocosa o un árbol solitario. Los días se alargaban y se estiraban los tallos del trigo y la cebada en las vegas.

En el pueblo eludía, con relativa suerte, los intentos de trabar relaciones amistosas, práctica que constituía casi una segunda naturaleza en sus habitantes. Como no iniciaba ningún negocio ni demostraba interés en actividad alguna, sin que por eso le faltara dinero ni retaceara los convites en las tertulias alrededor de la estufa o en las casas de las cortesanas, suscitaba alternativamente recelo, curiosidad, envidia y, como le ocurría en todas partes, se ganaba la fervorosa adhesión de las mujeres.

Si se cruzaba con el comisario Godoy, recibía del carabinero un medido saludo, algo envarado, pues el hombre dudaba entre franquearse con el argentino o mantenerlo distanciado. De Puerto Aysén nada le comunicaban y aquel silencio alimentaba sus dudas.

Su informante, el agitanado Evaristo Linares, no le servía de mucho.

– ¿Y por dónde anda el señorón? -la pregunta y el calificativo los repetía infatigablemente.

– Ojalá lo supiera -respondía Evaristo-; fíjese que hasta le he propuesto asociarlo conmigo en el hotel…, porque lo que es plata chilena no le falta… ¡y en buena moneda, le aseguro! Pero gasta su plata, se liquida su whisky y ahí termina todo.

– Supe que no se achica en ninguna «remolienda»… Guapo el hombre -insistía el comisario, con tozuda perseverancia.

– Las «cabras» son capaces de todo con tal de ganarse una noche con ese «gallo» -afirmaba el hotelero.

– ¿Y el otro?

– Bueno, ése no cuenta, comisario. ¡Qué va a ser socio o capataz! Sirviente y gracias.

– ¿En qué c… andará este sujeto? -se repetía el comisario, pero seguía en ayunas.

Entretanto, Montoya fatigaba su cuerpo en las caminatas, los placeres del vino y las mujeres. Buscaba exaltarse y, sin embargo, su alma continuaba girando sin cesar en el torbellino.

El mayor de carabineros, Pitaut, tenía una modalidad muy versallesca de expresarse; demoraba sus palabras con tantos y tan graciosos ademanes y empleaba un lenguaje tan florido que más que hablar dibujaba en el aire sus ideas.

Odiaba decididamente a esos individuos «dispuestos a comerciar con todo menos con las palabras».

Para el comisario Godoy constituía un verdadero tormento sus visitas a Coyhayque; se confundía ante él, lo desmoronaba tanto sutil razonamiento. Ahora lo escuchaba muy atentamente, procurando desbrozar del discurso del mayor Pitaut cuantos adornos ocultaban su sentido literal. Desconfiaba de aquella miel parlante.