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Y al decir «no cree» sonreía con ternura y su rostro adoptaba una llamativa expresión de bondad que, misteriosamente, parecía legítima. Como si, a fuerza de mirar sin pasión, Modesto se hubiera convertido en una cosa que podía conocerse por completo sólo con mirarla desapasionadamente. Tenía que esforzarme en pensar que no era así, que aquella tranquila cazurrería poseía más de dos dimensiones. No hay alma que se muestre desnuda a disposición de unos ojos: esto lo sabía yo a pesar de mi amnesia. En sus guiños, en su lenguaje aparentemente improvisado, aquella Salomé tenía que reservarse, al menos, un pequeño velo. Pero sus tiernas sonrisas me provocaban a resumirlo. Y escribí, mientras él no miraba, en «Personas»:

5. Modesto: miope, «abuelo bondadoso».

La única concesión que hice al escepticismo fueron las comillas. Entre tanto, un camarero había traído una carpeta similar a la mía pero con el adhesivo: «Modesto Fárrago. 13 de abril. Noche».

– Lea lo que usted quiera, hombre -dijo el anciano, pasándomela-. Si esa mujer estuvo aquí, estará ahí.

Eran unas treinta cuartillas escritas por ambas caras. La letra era legible pero monótona, fruto de una intensa aunque rutinaria experiencia, como la del chapucero que coloca siempre los tornillos de la misma forma, a la vez irregular y perfecta. Las descripciones estaban encabezadas por el número de mesa, desde la primera hasta la última. Cada comensal merecía un solo párrafo. Si otro cliente había ocupado el mismo lugar, se le otorgaba un nuevo párrafo bajo idéntico epígrafe. Como es natural, había mesas dedicadas a los asiduos (como el propio Modesto, que ocupaba la 2, la única que no describía), y Fárrago los despachaba con breves líneas. En ocasiones, incluso sabía sus nombres. Por ejemplo, en la 5:

Mesa 5

Otra vez el desagradable de Gaspar Parra viene a practicar su deporte favorito. Ahí lo veo: pide sus cuartillas y aguarda la llegada de su primera presa.

La mesa 5 se hallaba cerca de la nuestra. Un individuo calvo y demacrado se erguía detrás, escribiendo con parsimonia mientras paladeaba una copa de pacharán. Quizá fuera Gaspar Parra, aunque yo ignoraba cuál era el «deporte favorito» al que aludía Modesto. Pasé la página, postergando adrede el descubrimiento de la mesa 15. Mientras tanto, castigaba con el pulgar la punta de mi nariz y mi pierna derecha desataba su seísmo particular.

En la 7:

Mesa 7

El mismo individuo de la cara fofa de ayer y anteayer. Sólo hace mirar y mirar. De vez en cuando, muy de vez en cuando, escribe.

Creí identificarlo en el sujeto de esa noche. Tenía que ser él, porque el rostro, en efecto, parecía derretírsele en rasgos blandos, como una bolsa vacía, apenas sostenidos por la grapa de un gran bigote negro. Vestía de gris, con chaleco y corbata. En aquel momento torcía la cabeza en nuestra dirección, y, aunque la distancia y las luces me impedían saberlo con absoluta certeza, estaba casi seguro de que nos miraba (o me miraba). Pero dejé de prestarle atención. Me aproximaba a la mesa-meta con lenta rapidez, con ese ritmo incesante, y a la vez moroso, de quien no desea, y al mismo tiempo anhela, encontrar lo que busca. En la 9, el texto era sumamente parco.

Mesa 9

Grisardo, el poeta.

El noveno velador quedaba en una esquina, invadido de sombras, pero logré distinguir, agazapado, a un joven de largos cabellos. ¿Grisardo? Daba igual. Pasé otra página. Sentía las palmas de las manos húmedas de sudor. Me exasperaba la posibilidad de no encontrar la descripción de aquella mujer. Sin embargo, también me irritaba la posibilidad opuesta. En el primer caso, ella no existiría; en el segundo, debido a la posición de las mesas, Modesto habría visto su rostro. Pero el anciano, con ser buen observador, carecía por completo de imaginación. La belleza (ahora me percataba) no puede describirse: es preciso inventarla. La posición y tamaño de una nariz o la geometría de unos ojos son datos inútiles; sólo adjetivando se logra narrar la hermosura. Y Fárrago empleaba los adjetivos con desconfianza, como si no le gustaran, y únicamente para descalificar. Si ella estaba (o existía, porque, dada la índole de la situación, estar, en este caso, equivalía a ser), yo leería su descripción. Pero no sabía qué prefería: si enfrentarme a su inexistencia o a la enumeración cruda e inclemente de su aspecto.

De repente, en la mesa 12, hube de detenerme de nuevo, frenado esta vez por la misma tentación que nos inmoviliza ante un espejo.

Mesa 12

La ocupa, a las 21:30, un tipo bajo y delgado, cargado de espaldas, con pelo castaño claro y una cara rarísima, casi una máscara: nariz gorda, ojos saltones, barba de cualidades postizas, labios gruesos y gafas redondas. Felipe lo saluda con mucha efusión. Al sentarse a la mesa, el tipo se golpea la punta de la nariz con el pulgar, gesto que repite con frecuencia.

Al leer la última frase, me percaté de que me estaba golpeando la punta de la nariz con el pulgar. Fue como verme reflejado en un espejo que sostuvieran manos ajenas. Como si entre aquellas palabras y mi gesto existiera un puente del grosor de un papel. Un súbito delirio me llevó a realizar la siguiente tontería: extendí los dedos y toqué la suave caligrafía de Modesto. Creí sentir que palpaba un objeto no muy diferente de mis propios dedos o de la punta de mi nariz: un extremo de mí mismo, todo lo alejado que se quiera, pero que también me pertenecía. Fárrago añadía:

Se quita las gafas para limpiárselas, y observo que sus ojos no son del todo feos.

No creo que pueda imaginar quien lea esto (tú, lector, si es que estás ahí, a la mínima distancia del papel) el efecto que provocó en mí aquella última y definitiva línea. Hasta ese momento había estado pensando que la descripción de Modesto era correcta «desde su punto de vista». Al leer que mi cara era una «máscara», no me ofendía (me mostraba de acuerdo) pero añadía mentalmente: «Desde su punto de vista». Sin embargo, cuando llegué a «sus ojos no son del todo feos», dejé de recitar aquella coletilla mental y asumí la frase como una verdad evidente, una declaración profundamente imparcial, ajena al «punto de vista» de su autor. «Si este hombre lo dice, será por algo», pensé. Y casi sentí la tentación de agradecérselo.

Al fin, logré pasar la página.

Mesa 13, un hombre solitario. Mesa 14, una pareja.

Mesa 15…

Apenas 6 líneas. Nadie ha leído jamás 6 líneas con tanto fervor.

Mesa 15

¡Oh, me he quedado boquiabierto al verla! ¡Qué belleza, qué esbeltez, qué líneas, qué armonía! Es redonda, como las demás, con su adorno de laureles de papel, pero ¡qué mesa! Ha estado vacía toda la noche, y ello me ha permitido contemplarla a gusto. ¡Qué mesa más hermosa! ¡Vacía, pero repleta de fantasía!

La broma ya me parecía excesiva.

– ¡No puede ser!

Saqué la cuartilla de la carpeta y se la mostré a Modesto, exasperado.

– ¡Que no, hombre! ¿A qué viene esto de la mesa? ¡No puede ser, caramba!