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– Ya nos veremos. -Daisy recorrió la casa a oscuras y salió por la puerta. Había dejado de llover, pero tuvo que esquivar los charcos hasta llegar al Cadillac de su madre, que había aparcado junto al taller. Sin lugar a dudas, la próxima vez telefonearía antes.

Cuando llegó a la altura del coche sintió que la agarraban del brazo. Daisy se volvió y se encontró con el rostro de Jack. Las luces de la calle lo iluminaban desde arriba y dejaban en la penumbra la expresión severa de su boca. La miró fijamente. Ya no era una mirada fría sino iracunda.

– No sé qué has venido a buscar aquí, si lo que quieres es la absolución o el perdón -dijo con un acento sureño más marcado que nunca-. Pero no vas a tener ninguna de las dos cosas. -Bajó la mano como si le incomodase el mero hecho de tocarla.

– Sí, ya lo sé.

– Muy bien. Pues mantente alejada de mí, Daisy Lee -espetó-, o me ocuparé de que tu vida sea un infierno.

Ella observó su rostro, tocado por una pasión y una rabia que no habían disminuido en quince años.

– Aléjate de mí -repitió una última vez antes de volverse y desaparecer entre las sombras.

Daisy sabía que la opción más inteligente era hacerle caso. Lo malo era que no tenía más remedio que desobedecerle.

Aunque él todavía no lo sabía.

Capítulo 2

Daisy sopló el café para enfriarlo un poco y se llevó la taza a los labios. El sol estaba a punto de salir y su madre aún dormía en la habitación del fondo del pasillo. Aparte de algunos pequeños electrodomésticos nuevos, pocas cosas habían cambiado en la cocina de su madre. El suelo y las encimeras seguían teniendo el mismo tono azulado de siempre, y las campanillas azules tan típicas de Tejas que antaño se habían pintado en los muebles blancos todavía se distinguían.

Intentando hacer el menor ruido posible, Daisy se puso el chubasquero que colgaba de la puerta desde la noche anterior. Muy lentamente, metió primero un brazo y luego el otro; una vez puesto, le cubría por completo el corto pantalón del pijama que llevaba debajo. Se colocó los zuecos que su madre utilizaba para trabajar en el jardín y se sumergió en las profundas sombras de la madrugada. El aire frío le acarició el rostro y las piernas desnudas, y la ligera brisa liberó de su cola de caballo algunos mechones de pelo. El aire de Tejas llenó sus pulmones y le arrancó una sonrisa. No sabía por qué, ni tampoco cómo explicarlo, pero en esta parte del mundo el aire era diferente. Era como si lo tuviera en el interior de su pecho y desde allí irradiase hacia el exterior. Sentía cómo susurraba por toda su piel dando respuesta a un anhelo que, sin ni siquiera saberlo, guardaba oculto en lo más profundo de su alma.

Estaba en casa. Aunque fuese por poco tiempo.

Vivía en Seattle, en el estado de Washington, desde hacía quince años. Había acabado por gustarle. Le encantaban el verde paisaje, las montañas, la bahía. Le gustaba esquiar, tanto en la nieve como en el agua, y los Mariners. Y muchas cosas más.

Pero Daisy Lee era de Tejas. Lo llevaba grabado en el corazón y en la sangre. Formaba parte de su ADN, como el hecho de ser rubia. Era como la marca de nacimiento parecida a un chupetón que tenía en la parte superior de su pecho izquierdo. Y, al igual que esa marca, Lovett tampoco había cambiado en esos quince años. La población había aumentado en unos cuantos cientos de personas; había algunas tiendas nuevas y una nueva escuela primaria. Recientemente se había añadido al paisaje del pueblo un campo de golf de dieciocho hoyos y un club de campo, pero, al contrario de lo que sucedía en el resto del país, o en las grandes ciudades de Tejas, Lovett seguía fiel a su ritmo pausado.

Daisy contempló las sombras que se formaban en el jardín de su madre. La silueta de un molino de viento de metro y medio de altura, una estatua de Annie Oakley y una docena de flamencos se destacaban en la oscuridad. Durante la adolescencia, tanto a ella como a Lily, su hermana pequeña, el peculiar gusto de su madre por la decoración exterior les había hecho subir los colores en más de una ocasión. Ahora, al contemplar el desfile de flamencos, no pudo evitar sonreír.

Le dio un sorbo al café y se sentó en el escalón de cemento, junto a un armadillo de piedra con varios cachorrillos pegados a la espalda. Daisy no había dormido bien la noche anterior. Tenía los ojos hinchados y la cabeza le funcionaba más despacio. Sintió un escalofrío y dejó reposar la taza sobre la rodilla. Antes de ver a Jack sabía muy bien lo que iba a hacer. Había vuelto a Lovett, por un lado, para visitar a su madre y a su hermana y pasar con ellas unos días, y, por otro, para hablar con Jack y contarle lo de Nathan. En un principio, había pensado quedarse doce días, y hasta que habló con Jack la noche anterior le había parecido tiempo de sobra.

Siempre había sabido que no sería tarea fácil, pero tenía muy claro todo lo que debía decirle. Con Steven, había hablado de ello largo y tendido antes de su muerte. En el bolsillo seguía llevando la carta que Steven había escrito antes de perder definitivamente la capacidad de leer y escribir. Cuando aceptó que iba a morir, que su enfermedad no tenía cura, que no quedaban más medicamentos experimentales ni operaciones por probar, quiso aclarar algunas cuestiones con las personas a las que había hecho daño a lo largo de su vida. Una de esas personas era Jack. En un principio pensó en mandar la carta por correo, pero, después de hablarlo con Daisy, decidieron que lo mejor sería entregársela en persona. Y que lo hiciese Daisy. Porque, al fin y al cabo, era ella la que tenía que aclarar las cosas con Jack Parrish, era ella la que más daño le había hecho.

Nunca habían pretendido ocultarle a Jack lo de Nathan. Su madre lo sabía. Y su hermana. Nathan también estaba al corriente. Siempre había sabido que su padre biológico se llamaba Jackson y que vivía en Tejas. Se lo dijeron en cuanto consideraron que era capaz de entenderlo, pero nunca expresó el menor interés por conocerlo. A todos los efectos, Steven había sido un padre para él.

Ya empezaba a ser hora de que se conocieran. Tal vez después de contarle a Jack que tenía un hijo. Daisy dejó escapar un leve gemido y se llevó la taza de café a los labios. Un hijo de quince años con una cresta teñida de verde, un piercing en el labio y un montón de cadenas en su vestuario, tantas que parecía haber asaltado la perrera municipal.

Nathan no lo había pasado nada bien los últimos dos años y medio. Cuando le diagnosticaron la enfermedad a Steven, aseguraron que le quedaban tan sólo cinco meses de vida. No murió hasta al cabo de dos años, pero no fueron dos años fáciles. A Daisy le resultó muy duro ser testigo de la lucha de Steven por seguir vivo, pero para Nathan fue un auténtico calvario. Además, aunque no le gustaba admitirlo, tenía que reconocer que en ciertos momentos no se había mostrado muy considerada con su hijo. Hubo incluso noches en las que no se dio cuenta de que el muchacho no estaba en casa hasta que regresó. En cuento le vio entrar por la puerta, le echó una soberana bronca por no haberle dicho adónde había ido. Él la miró con esos ojos azul claro y le dijo: «Te pregunté si podía ir a casa de Pete y me dijiste que sí.» Y ella no tuvo más remedio que admitir que posiblemente habían hablado del asunto y, como estaba totalmente centrada en el cuidado de Steven, lo había olvidado: puede que estuviese pendiente de sus medicinas, o de la siguiente operación, o quizá se trataba del día en que Steven había perdido la capacidad de usar la calculadora, de conducir o de atarse los zapatos. Observar los esfuerzos de su marido por mantener su dignidad al tiempo que intentaba recordar cómo hacer cosas que llevaba haciendo desde los cuatro o cinco años resultaba descorazonador. En muchas ocasiones, Daisy se olvidada por completo de conversaciones que había mantenido con Nathan.

El día en que Nathan se presentó en casa con aquella cresta, Daisy se dijo que las cosas se le estaban escapando de las manos. De repente comprendió que su hijo ya no era un niño dispuesto a jugar a fútbol y ver el canal de dibujos animados tumbado en el sofá agarrado a su manta preferida. Aunque no fue el color de su pelo lo que más le llamó la atención, sino la mirada perdida que encerraban sus ojos. El vacío de esa mirada la obligó a salir del estado de depresión y dolor en el que había estado sumida durante los siete meses posteriores a la muerte de Steven.