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– ¿Cómo?

– Con Big Bob Jenkins.

Daisy recordaba al dueño del restaurante, pero no sabía que nadie le llamase Big Bob.

– ¿Se acostaba con Big Bob?

Louella negó con la cabeza y entreabrió la boca.

– Gratificación oral en el almacén.

– ¿En serio? Eso es poco menos que un delito.

– Sí. Es una forma de prostitución.

– Yo me refería más bien a algo parecido a la esclavitud. Verna se la chupaba a Big Bob por algo así como… ¿unos ochenta centavos al día? Eso no es justo.

– Daisy -exclamó su madre mientras sacaba la tostadora del armario-. No digas palabras soeces.

– ¡Tú eres la que ha sacado el tema! -Nunca entendería a su madre. «Gratificación oral» le parecía bien, pero «chuparla» era para ella una palabra soez.

– Has pasado demasiado tiempo en el norte.

Tal vez tenía razón, porque no lograba ver cuál era la diferencia. Aunque lo cierto es que hubo una época en la que nunca se le habría ocurrido utilizar esa palabra en semejante contexto.

Louella cortó una rebanada de pan.

– ¿Quieres una tostada?

– No como nada por las mañanas. -Daisy bebió un trago de café y se colocó junto a la mesa rinconera. La brillante luz de la mañana se colaba por entre los visillos de la ventana e iluminaba la mesa amarilla.

– ¿Saliste anoche? -le preguntó su madre mientras tostaba una rebanada de pan.

Lo que quería decir si había tenido arrestos para ir a ver a Jack.

– Sí. Pasé por su casa.

– ¿Se lo contaste?

Daisy se sentó en uno de los bancos y fijó la mirada en sus manos: se le había desprendido un poco de esmalte rojo de una de las uñas.

– No. Tenía compañía. Su novia estaba con él, así que no era el momento adecuado.

– Tal vez sea una señal de que debes dejarle en paz.

A su madre siempre le había gustado más Steven que Jack, aunque éste también le gustaba. Cuando los tres se metían en problemas, Jack solía ser el que se llevaba la bronca. Y mientras él solía aceptar la reprimenda, Daisy y Steven intentaban librarse por todos los medios.

– No puedo hacerlo -dijo Daisy-. Tengo que contárselo.

– Sigo sin entender por qué. -La tostada saltó y Louella la colocó en un pequeño plato.

– Ya sabes por qué. -Daisy no tenía intención de volver a discutir con su madre los motivos que la habían llevado hasta allí. Abrió el frasco de esmalte de uñas que había dejado sobre la mesa el día anterior y reparó la rasgadura.

– Bien, si lo tienes tan claro no tenías por qué ir anoche. -Louella sacó la mantequilla de la nevera y extendió un poco sobre su tostada-. La gente enseguida chismorrea sobre las viudas. Dirán que estás desesperada.

El padre de Daisy había muerto cuando ella tenía siete años, pero nunca había oído decir a nadie que su madre estuviese desesperada.

– No me importa. -Cubrió la uña del índice con esmalte rojo y después volvió a cerrar el frasco.

– Pues debería importarte. -Louella cogió el plato con la tostada y la taza de café y se sentó en la mesa, frente a su hija-. No creo que te guste la idea de que la gente piense que andas buscando plan.

Daisy se sopló la uña para evitar echarse a reír. Hacía dos años que no mantenía relación alguna con nadie, y ya ni siquiera estaba segura de saber cómo se hacía. Tras el diagnóstico de Steven y la primera operación, intentaron mantener una vida marital normal, pero al cabo de unos pocos meses todo se complicó demasiado. Al principio echó de menos hacer el amor con su marido. Pero a medida que fue transcurriendo el tiempo se fueron pasando las ganas. Y lo cierto es que ahora prácticamente no pensaba en ello.

– ¿Cómo se te ha ocurrido poner esos flamencos en el jardín? -preguntó Daisy para cambiar de tema.

– Me parecieron bonitos -respondió su madre. En el pasado, a Louella le había gustado todo lo relacionado con Walt Disney. Blancanieves y los Siete Enanitos y unos cuantos personajes de Alicia en el país de las maravillas habían ocupado durante un tiempo su jardín-. El flamenco grande con el libro de bolsillo en el pico es de la tienda de Kitty Fae Young. Su nieta los hace por encargo. Te acuerdas de Amanda, ¿verdad?

Daisy sintió que la invadía la oleada de aburrimiento de la que tantas veces había sido víctima de pequeña. Su madre siempre había tenido la costumbre de divagar sin descanso sobre gente a la que Daisy no conocía, que nunca había conocido, y que no le importaba lo más mínimo. En el pasado, ella y Lily habían sido víctimas involuntarias de esa tendencia, obligadas a escuchar cotilleos picantes relacionados con el restaurante, que habitualmente acababan por no ser tan picantes. De poco servía que tanto ella como su hermana declarasen de vez en cuando lo poco que les importaba quién se había comprado un Buick, quién tenía artritis o quién preparaba unas galletas malísimas; Louella era como un disco rayado y no podía parar de hablar hasta que consideraba que había llegado al final.

Daisy negó con la cabeza y respondió en voz baja:

– No.

– Seguro que sí -dijo su madre-. Tenia los dientes muy grandes. Parecía un castor.

– Ah, sí -rectificó Daisy; seguía sin tener ni idea de quién era, pero al oeste de Tejas había unas cuantas muchachas con los dientes grandes.

Daisy se fue deslizando por el banco y se puso en pie. Mientras su madre le hablaba de Amanda y sus ideas sobre decoración de jardines, Daisy se acercó al fregadero y enjuagó su taza. Levantó los ojos hacia los cristales emplomados verdes y rojos que formaban destellos de colores sobre el alféizar. Se fijó en una foto enmarcada y la cogió. En ella aparecían Steven y Nathan en su cuarto cumpleaños. Daisy había utilizado un gran angular para distorsionar el enfoque corto. Ambos llevaban sombreros de fiesta y reían como lunáticos escapados de un manicomio, con los ojos muy abiertos. Daisy hizo aquella foto cuando empezó el curso de fotografía; todavía estaba experimentando. Todos eran muy felices por aquel entonces.

Empezó a fruncir el ceño y acabó apartando la vista. No quería pensar en el pasado. No quería verse atrapada por una marea de emociones. Dejó la taza en el lavaplatos y posó la mirada en la lista de la compra que colgaba de una pinza del recetario.

– … Pero entonces tu ya no vivías aquí -prosiguió su madre-. Fue el año en que un tornado se llevó el tráiler de Red Cooley.

– ¿Vas a ir a comprar? -preguntó Daisy interrumpiendo a su madre.

– Necesito algunas cosas -respondió mientras se levantaba de la mesa y guardaba el pan-. Lily Belle y Pippen vendrán a comer mañana después de misa. Pensé que necesitamos algo de jamón.

Lily era tres años menor que Daisy, y Pippen era su hijo de dos años. El marido de Lily se había fugado con una vaquera, por lo que estaban sumidos en un desagradable proceso de divorcio. Estaba pasando una mala época, de ahí que Lily tuviese a los hombres, a todos los hombres, en el punto de mira.

– Ya iré yo a comprar a Albertsons -se ofreció Daisy. De ese modo, podría escoger algo más que jamón. Nunca le había apasionado el cerdo y, después del funeral de Steven, un montón de gente bienintencionada le había obsequiado con jamón cocido. Todavía le quedaba un poco en la nevera, en Seattle.

Se dio una ducha y se puso unos vaqueros y una camiseta azul. Se secó el pelo y se maquilló un poco. Con la lista de la compra en el bolsillo trasero del pantalón, montó en el Cadillac de su madre. El coche tenía varios rasguños a ambos lados, todos debidos a lo mismo: la miopía de su madre. Un ambientador con forma de flamenco colgaba del retrovisor, y al coche le chirriaban las ruedas cuando tomaba las curvas.

En el hilo musical del supermercado Albertsons sonaba la canción Mandy, de Barry Manilow, una aberración en cualquier estado del país, pero especialmente en Tejas. Daisy metió una caja de bolsitas de té y una lata de café en el carrito, y se dirigió a la sección de las carnes. Le apetecía algo para asar, así que cogió un paquete de costillas.