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– No, y está escrito que sabía nadar, pero empezó a llover, y hubo una gran conmoción en el lago. De repente, se oyó un grito, y uno de los MacKenna dirigió la vista hacia la orilla opuesta, justo a tiempo para ver cómo un guerrero Buchanan sacaba a Freya del agua. La muchacha seguía viva, porque agitaba los brazos.

– Bueno, pues resulta una historia buena sobre los Buchanan -indicó Jordan-. Acaba de decirme que un guerrero Buchanan le salvó la vida a esa mujer.

– Nunca volvió a saberse nada de la joven Freya -aclaró el profesor con el ceño fruncido.

– ¿Qué le pasó?

– Los Buchanan se la llevaron. Eso es lo que le pasó. La vio, la quiso y se la llevó.

Le pareció que el profesor esperaba que se horrorizase, y sabía que no le gustaría nada que se riera.

– ¿Sólo hubo un testigo de ese… secuestro?

– Un testigo fiable.

– Un MacKenna.

– Sí.

– Entonces, estará de acuerdo conmigo en que puede que se exagerara la historia para culpar a los Buchanan. -Antes de que el profesor pudiese rebatir su conclusión, Jordan preguntó-: ¿Puede darme otro ejemplo… con pruebas documentadas?

– Estaré encantado de hacerlo -aseguró el profesor. Por desgracia, le llegó la ensalada y empezó la historia mientras atacaba el plato. Jordan bajó la vista hacia la mesa para no tener que verlo-. Consulte los libros de historia -dijo mientras clavaba el tenedor en la lechuga-, y verá que en 1691, el rey Guillermo iii ordenó a los jefes de todos los clanes que firmaran un juramento de lealtad antes del 1 de enero de 1692.

»El clan MacKenna era el más respetado de toda Escocia. William MacKenna, como jefe, se dirigió a Inveraray el mes de noviembre con un grupo de miembros de su clan para firmarlo. Por el camino, los interceptó un mensajero que les indicó que el rey estaba introduciendo cambios en el juramento y que debían regresar a casa hasta que los mandara llamar. Cuando llegaron a sus propiedades, se encontraron con que alguien había dispersado sus ganados y quemado muchos de sus edificios. Cuando lograron restablecer el orden, se había rebasado la fecha límite.

»Entonces se enteraron de que el mensajero les había mentido y que no lo había enviado el rey. El juramento de lealtad no se había pospuesto.

Jordan soportó otra de las miradas ceñudas del profesor. Vaya por Dios. Ya sabía a dónde iría a parar esa historia.

– ¿Y? -Jordan lo instó a seguir-. ¿Qué ocurrió después?

– Le diré lo que ocurrió. -Soltó el tenedor y se inclinó hacia delante-. El rey Guillermo estaba furioso con los MacKenna por haber desobedecido su orden. Para castigarlos, les hizo pagar una cantidad enorme y ceder buena parte de sus tierras. Y lo que fue peor aún, perdieron el favor de la monarquía por varias décadas -explicó y, tras asentir, recogió el tenedor y pinchó con él un trozo de tomate-. No hay ninguna duda de quién envió el mensajero e hizo estragos en los MacKenna.

– Déjeme adivinar. ¿Los Buchanan?

– Exacto, corazón. Los despreciables Buchanan.

Había levantado la voz y prácticamente gritado las palabras «despreciables Buchanan». Otros comensales del restaurante los observaban y escuchaban. A Jordan le daba lo mismo que hiciera una escena. Aguantaría el tipo.

– ¿Hubo alguna prueba de que los Buchanan enviaran el mensajero o atacaran las tierras de los MacKenna?

– No fue necesario -replicó el profesor.

– Sin ninguna prueba documentada, son sólo habladurías y cuentos -dijo Jordan.

– El clan Buchanan era el único lo bastante solapado como para querer desacreditar a los venerados MacKenna.

– Eso es lo que dice un MacKenna. ¿Se le ocurrió alguna vez que tal vez se hubiese invertido la historia y que fueran los MacKenna quienes en algún momento habían atacado a los Buchanan?

La horrorosa expresión que adoptó la cara del profesor le indicó que le había dado donde más le dolía.

– Sé de lo que hablo -soltó con un puñetazo en la mesa-. No olvide que los Buchanan lo empezaron todo al robar el tesoro de los MacKenna.

– ¿En qué consistía exactamente ese tesoro? -indagó Jordan. Ése era el tema que había despertado su interés para empezar.

– Algo muy valioso que pertenecía legítimamente a los MacKenna -contestó el hombre. De repente, se irguió en la silla y frunció el ceño-. Eso es lo que quiere en realidad, ¿verdad? Cree que encontrará el tesoro… puede que para quedárselo. Bueno, le aseguro que los siglos lo han ocultado bien, y si yo no lo he encontrado, es imposible que usted dé con él. Todas las atrocidades que han cometido los Buchanan generación tras generación han ensombrecido el origen de la enemistad. Es probable que nadie lo descubra jamás.

No sabía por qué le irritaba tanto, pero de repente estaba resuelta a defender el buen nombre de su familia.

– ¿Conoce la diferencia entre hechos y fantasías, profesor?

Su conversación era cada vez más acalorada. Ninguno de los dos lograba a duras penas contener los gritos, y Jordan se dejó llevar y soltó algún que otro insulto al clan del profesor.

La conversación terminó en cuanto llegó la cena. Jordan no podía creerse el pedazo descomunal de carne casi cruda acompañado de una enorme cantidad de patata hervida que colocaron frente al profesor. En comparación, su platito de pollo parecía una ración infantil. El profesor agachó la cabeza y no volvió a levantarla hasta que hubo devorado hasta el último bocado. No le quedó ni un gramo de cartílago o de grasa en el plato.

– ¿Le apetece más pan? -le preguntó Jordan con calma.

A modo de respuesta, le pasó la cesta vacía. Jordan logró captar la atención de la camarera y pidió educadamente más pan. Por la expresión recelosa de la mujer, supuso que había oído la discusión, y le sonrió para asegurarle que todo iba bien.

– Vive su trabajo con mucha pasión -le obsequió Jordan al profesor. Había decidido que si no empezaba a complacerlo, podía marcharse sin permitirle ver su investigación, y el viaje habría sido totalmente en balde.

– Y admira mi dedicación -respondió el hombre, que a continuación empezó otro relato sobre los viles Buchanan. Se detuvo el rato suficiente para pedir el postre, y cuando éste llegó, había retrocedido hasta el siglo xiv.

Todo en Tejas era grande, incluida la comida. Se quedó mirando la cabeza del profesor mientras éste se zampaba un pedazo monumental de tarta de manzana con dos cucharadas de helado de vainilla.

A un camarero se le cayó un vaso. El profesor echó un vistazo a su alrededor y vio lo concurrido que estaba entonces el comedor. Pareció encogerse en la silla mientras observaba con atención quién iba y venía.

– ¿Pasa algo? -preguntó Jordan.

– No me gustan las multitudes -explicó antes de tomar un sorbo de café y añadir-: He almacenado unos cuantos datos en un lápiz de memoria. Está en una de las cajas para Isabel. ¿Sabe qué es un lápiz de memoria? -Antes de que Jordan pudiera responder, el profesor siguió hablando-. Lo único que tiene que hacer Isabel es poner el lápiz de memoria en su ordenador. Es como un disquete, y puede contener muchísimos datos.

Su tono condescendiente la irritó infinitamente.

– Me aseguraré de que lo reciba -dijo.

El profesor MacKenna le indicó entonces el precio del lápiz de memoria.

– Supongo que usted o la señorita MacKenna me lo reembolsarán -comentó.

– Sí. Yo misma se lo pagaré.

– ¿Ahora?

Se sacó un recibo del bolsillo y la miró expectante. Era evidente que esperaba el dinero en ese mismo momento, así que Jordan sacó el billetero y se lo pagó. Como era de los que no se fían de nadie, contó el dinero antes de guardárselo en la cartera.

– En cuanto a mi investigación… Tengo tres cajas grandes. He hablado mucho con Isabel, y muy a pesar mío, he decidido dejar que se las lleve para hacer fotocopias. Me ha asegurado de que se hace totalmente responsable, así que confiaré en la integridad de una MacKenna. Sabré si falta algo. Tengo una memoria fotográfica. Cuando he leído algo, lo recuerdo. -Se dio unos golpecitos con el índice en la frente-. Recuerdo los nombres y las caras de personas que conocí hace diez o veinte años. Está todo aquí. Lo que es importante y lo que no lo es.