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Noah caminó arriba y abajo, y fue después a la nueva habitación de Jordan. Se quedó a los pies de su cama observándola con las manos en los bolsillos.

Nick entró al cabo de un minuto.

– Caray -susurró-. Tienes peor aspecto que ella.

Ambos la vieron sonreír. Fue un instante, pero ocurrió.

– ¿Nos oyes, Jordan? -preguntó Noah.

Volvió a sonreír, y se durmió de nuevo.

– ¿Cómo está? -preguntó el juez Buchanan desde la puerta.

– Bien -aseguró Noah.

– Me sentaré un rato con ella -dijo el juez, que acercó una silla a la cama sin hacer ruido-. Id a descansar un poco -les ordenó a los dos jóvenes, plenamente consciente de que ninguno de los dos lo haría. Cuando Nick se volvió para seguir a Noah fuera de la habitación, su padre lo llamó.

– Nicholas.

– ¿Sí, padre?

El juez se levantó y salió al pasillo para no molestar a su hija.

– Tu mujer quiere hablar contigo.

– ¿Está despierta? -preguntó Nick, sorprendido. Miró rápidamente qué hora era-. ¿Ya son más de las siete? Creía que eran… -sacudió la cabeza-. Se me han pasado unas cuatro horas sin darme cuenta. ¿Sabe Laurant lo de Jordan?

– Sí. Estaba viendo las noticias cuando tu madre y yo entramos.

– Desenchufé el televisor.

– Al parecer, alguien lo volvió a enchufar. Tu madre está con ella, y las dos quieren saber cómo sigue Jordan. De aquí a un ratito me cambiaré de sitio con tu madre. Querrá estar con Jordan.

Nick se dirigió a las escaleras para ir a ver a Laurant mientras Noah volvía a la sala de espera para llamar a Chaddick. Se ponía en contacto con él cada media hora. Lo más probable era que lo estuviera volviendo loco, pero le daba lo mismo. Dejaría de perseguirlo cuando obtuviera la información que necesitaba.

El doctor Morganstern apareció en el umbral. Noah levantó el dedo índice para pedirle que esperara mientras contestaba a Chaddick.

– Muy bien, ya tengo su nombre -soltó Chaddick.

– ¿Quién es?

– Paul Newton Pruitt. -Noah repitió el nombre a Morganstern-. ¿Sabes algo de él? -preguntó Chaddick.

– No. Cuéntame -le ordenó.

– Para empezar, lleva muerto quince años. Sí, ya sé que no está muerto -se apresuró a decir Chaddick-. Sólo te digo lo que he leído. Pruitt tenía conexiones con un grupo mafioso. Testificó en contra de un capo llamado Chernoff. Ray Chernoff. Seguro que has oído hablar de él. La declaración de Pruitt le valió tres cadenas perpetuas. Pruitt tenía que estar en prisión preventiva y declarar en dos juicios más, y después iban a incluirlo en el programa de protección de testigos.

– ¿Y qué pasó? -inquirió Noah mientras se frotaba la nuca para aliviar la tensión.

– Pruitt desapareció -prosiguió Chaddick-. Eso es lo que pasó. Los agentes que se encargaban de él encontraron sangre en su casa. Mucha sangre, y toda era suya. Pero no había ningún cadáver. Tras una larga investigación, concluyeron que uno de los socios de Chernoff lo había asesinado. También concluyeron que jamás encontrarían su cadáver.

– Fingió su propia muerte y empezó de cero.

– Y le fue muy bien hasta ahora -añadió Chaddick.

– ¿Fue importante el juicio de Chernoff? -preguntó Noah.

– Ya lo creo.

– ¿Y tuvo mucha presencia de cámaras?

– Que yo recuerde, no -comentó Chaddick-. Trataron de alejar a la prensa para proteger a su testigo, pero ya sabes cómo van estas cosas. ¿Por qué?

– Jordan me contó que el profesor MacKenna se había jactado delante de ella de no olvidar nunca una cara. Seguro que vio a Pruitt y lo reconoció. ¡Por supuesto! -soltó Noah.

– Los ingresos en efectivo: MacKenna le hacía chantaje. Malo -murmuró Chaddick-. Me parece que J.D. hacía chantaje a medio Serenity. No conseguía imaginar qué llevaba entre manos el profesor, pero da la impresión de que también tenía una lucrativa actividad adicional.

Noah se dejó caer en el sofá y se inclinó hacia delante.

– Pues sí.

– Te aseguro que todo el mundo perseguirá a este individuo. Habrá muchísimos agentes que querrán participar en este asunto. Y si la banda de Chernoff se entera de que Pruitt ha aparecido, también intentará encontrarlo. Espero que todavía no se haya escondido.

– No -replicó Noah-. Sigue aquí.

– ¿Estás seguro? -Chaddick no esperó a que se lo confirmara-. Tomaré el próximo vuelo a Boston. Yo también quiero participar. Hablé con Trumbo. Quiero decir, con Pruitt. Hasta le di la mano, coño.

– ¿Lo dices en serio? ¿Vienes para acá? -preguntó Noah.

– Ya lo creo. Espera a matarlo, ¿de acuerdo?

En realidad, tenía gracia que Chaddick supusiera que Noah encontraría a Pruitt y también que supusiera que lo mataría. Pero, de hecho, era exactamente lo que pensaba hacer.

Capítulo 41

¿Lo había logrado o no? ¿Iba a sobrevivir o a morir Jordan Buchanan? Irónicamente, la vida de Pruitt también estaba en juego. Si ella sobrevivía, tendría que regresar para terminar el trabajo, pero si moría, podría volver con su familia y a su trabajo.

La muchacha seguía en estado crítico. Pruitt había llamado dos veces al hospital esa noche para informarse. En la segunda ocasión lo habían pasado a la UCI, donde una enfermera eficiente pero agobiada, le había dicho que Jordan Buchanan no había recobrado el conocimiento.

Pruitt se había registrado en un motel venido a menos que había cerca del aeropuerto para esperar el resultado. Sólo había dormido un par de horas, pegado a las noticias de la televisión. El informativo de primera hora de la mañana de Channel 7 emitía un reportaje sobre el juez Buchanan y su impresionante carrera en los tribunales. En otra cadena local, ofrecían una entrevista grabada a una mujer madura y corpulenta con el pelo rubio oxigenado y las cejas pintadas que juraba haber visto el tiroteo y describía, muy animada, lo que había sucedido. Acababa de salir del hospital cuando se oyó el primer disparo. Insistía en que si hubiese salido un minuto después, habría sido ella la víctima inocente en lugar de la pobre hija del juez federal. Le explicó al entrevistador que cuando empezaron los tiros, estaba rodeando una ambulancia para dirigirse a su coche.

Todo lo que contó del tiroteo estaba mal. Afirmaba haber visto cómo dos hombres disparaban al juez, uno de ellos desde la ventanilla del copiloto de un sedán Chevy último modelo. Tanto el conductor como el pasajero abrieron fuego cuando el coche doblaba a toda velocidad la esquina. Lo que afirmaba no tenía ninguna lógica. Si hubiese habido dos hombres y ambos hubiesen disparado sus armas a la vez, uno de ellos habría estado apuntando a los coches estacionados.

El periodista de la televisión que hacía la entrevista no captó la incoherencia.

– Debió de ser aterrador -dijo con una voz que rezumaba falsa compasión-. ¿Vio cómo caía la hija del juez Buchanan? ¿Recuerda cuántos disparos hubo? ¿Vio a los agresores? ¿Podría identificarlos?

– No -contestó. Fue el único momento de toda la entrevista en que la mujer pareció nerviosa-. No, no podría identificar a ninguno de los dos hombres. Tenían la cara tapada, y llevaban capuchas.

Y así prosiguió. Cuanta más compasión e interés mostraba el locutor, más impresionante y más estrambótica se volvía la historia. La mujer, patéticamente, estaba sacando el máximo partido de su momento de gloria. Ansiosa por complacer e impresionar, sonreía a la cámara y seguía adornando su relato.

La buena noticia para Pruitt era que todos los informativos empezaban con la misma introducción: el intento de asesinato de un juez federal.

Era una suposición automática, y no tenían ninguna duda al respecto. ¿Por qué deberían tenerla? El juez había recibido amenazas de muerte. Él era el objetivo, claro, y su hija, alguien inocente que pasaba por allí.