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– Lo sé, lo sé -la interrumpió Golder con un escalofrío.

– Más tarde quiso hablar, pero la boca se le llenaba de espuma y sangre. Sólo un poco antes de morir estaba casi relajado. Yo le pregunté: «¿Por qué? ¿Cómo has podido hacerme una cosa así?» Dijo algo, pero apenas lo entendí. Sólo una frase, una frase que repetía: «Cansado… estaba cansado…» Luego murió.

«Cansado… -pensó Golder, y de pronto sintió su vejez como una inmensa lasitud-. Sí.»

Como el día del entierro de Marcus una fuerte tormenta azotaba París, se apresuraron a meter el féretro en la profunda y empapada fosa para poder marcharse de allí cuanto antes.

Golder mantenía el paraguas abierto delante de los ojos, pero cuando el ataúd pasó oscilando sobre los hombros de los porteadores, miró con atención. El paño negro bordado con lágrimas de plata se había movido y dejaba al descubierto la madera barata y las asas de metal deslustrado. Golder se volvió bruscamente.

A su lado, dos hombres hablaban en voz alta. Uno de ellos señaló el hoyo, que estaban acabando de rellenar.

– Vino a verme -le oyó decir Golder-, me propuso pagarme con un cheque del Banco Franco-Americano de Nueva York y yo fui tan estúpido que acepté. Ocurrió justo el día anterior a su muerte, el sábado. En cuanto supe que se había suicidado, mandé un telegrama, pero la respuesta no llegó hasta esta mañana. Naturalmente, me la había jugado. Un cheque sin fondos. Pero esto no quedará así, se lo reclamaré a la viuda…

– ¿Era una suma importante? -preguntó alguien.

– Para usted no, señor Weille, para usted quizá no -respondió con acritud la primera voz-, pero para un pobre hombre como yo, era una suma enorme.

Golder lo miró. Era un viejecillo tembloroso, encorvado y bastante mal vestido, que tiritaba y tosía bajo el temporal. Como nadie le respondía, siguió lamentándose en voz baja. Alguien se echó a reír.

– Reclámaselo mejor a la patrona de la rue Chabanais, que es adonde han ido a parar tus cuartos.

Dos jóvenes cuchicheaban detrás de Golder, al amparo del paraguas abierto.

– Pero qué barbaridad… ¿Sabías que lo encontraron con niñas? De trece o catorce…

– Sí, sí, y además… -Y bajando la voz-: No se le conocían esos gustos…

– Satisfacer una pasión secreta antes de morir, ¿eh?

– Más bien escondía su juego.

– ¿Se sabe por qué se mató?

Golder avanzó unos pasos y volvió a detenerse. Miraba las relucientes tumbas, las coronas sacudidas por el viento y azotadas por la lluvia… Murmuró algo. Su vecino se volvió.

– ¿Decía algo, señor Golder?

– Qué asquerosidad, ¿no? -gruñó con una extraña mezcla de sufrimiento y cólera.

– Sí, un entierro en París, lloviendo, nunca es divertido. Pero a todos nos llegará. El bueno de Marcus… Verá como esta última vez que tenemos tratos con él aquí abajo se las arregla para que pillemos una pulmonía. Si puede vernos chapoteando en el barro, estará disfrutando. No era un blandengue, ¿verdad? Por cierto, Golder, ¿sabe lo que decían ayer?

– No.

– Pues que la Sociedad Alleman va a reflotar la Compañía de Petróleos de Mesopotamia. ¿Ha oído hablar del asunto? A usted debe de interesarle… -Se interrumpió y señaló con satisfacción los paraguas que empezaban a oscilar delante de ellos-. Bueno, se acabó. En fin, ya era hora, nos vamos…

Con el cuello del abrigo levantado, la gente se empujaba bajo la lluvia para marcharse cuanto antes. Algunos corrían sobre las tumbas. Como los demás, Golder sujetaba el paraguas con ambas manos y apretaba el paso. El turbión se ensañaba con los árboles y las tumbas, que azotaba con salvaje y vana violencia.

«Qué contentos parecen todos -pensó Golder-. Uno menos, un enemigo menos… Y aún se alegrarán más cuando me toque a mí.»

Tuvieron que detenerse unos instantes en el paseo central para dejar pasar una comitiva que venía en sentido contrario. Braun, el secretario de Marcus, se acercó a Golder.

– Todavía tengo documentos sobre los rusos y la Amrum que podrían interesarle -le susurró-. En este asunto, parece que todos se han robado entre ellos. No es muy ejemplar que digamos, señor Golder.

– ¿Usted cree, joven? -respondió Golder con una mueca irónica-. Está bien, llévemelo todo a la estación a las seis. Al tren de Biarritz.

– ¿Se va usted, señor Golder?

Este sacó un cigarrillo y le dio vueltas entre los dedos.

– ¿Es que vamos a estar aquí hasta la noche, Dios santo? -Los coches negros se sucedían, implacables y lentos, cerrando el paso-. Sí, me voy.

– Va a disfrutar de un tiempo estupendo. ¿Cómo está la señorita Joyce? Cada vez más guapa, seguro… Ahora podrá descansar. Parece usted cansado y nervioso.

– ¿Nervioso? -refunfuñó Golder-. ¡A Dios gracias, no! ¿De dónde se ha sacado esa estupidez? Eso Marcus, que era nervioso como una mujer… ¿Y ha visto adónde lo ha llevado?

Bruscamente, con el hombro pasó entre dos sepultureros parados en medio del paseo con los relucientes sombreros chorreando agua, y, cortando en dos el cortejo fúnebre, se precipitó hacia las puertas del cementerio.

Ya en el coche, se acordó de que no le había dado el pésame a la viuda. «¡Bah! ¡Que se vaya al infierno!» Intentó en vano encender el cigarrillo, que se había mojado con la lluvia; lo destrozó entre los dientes y lo escupió por la ventanilla. Luego, cuando el coche se puso en marcha, se acurrucó en el asiento y cerró los ojos.

Cenó deprisa, bebió un borgoña generoso que le gustaba y fumó un rato en el pasillo. Una mujer topó con él al pasar y le sonrió, pero él volvió la cara con indiferencia. Era una pelandusca de Biarritz. La mujer desapareció. Golder se encerró en su compartimiento.

«Esta noche voy a dormir bien», pensó. De repente se sentía agotado, las piernas le pesaban y dolían. Apartó la cortina y contempló la lluvia, que chorreaba por el negro cristal. Agitadas por el viento, las gotas se deslizaban rápidamente y se mezclaban como lágrimas. Se desnudó, se acostó y hundió la cara en la almohada. Nunca había experimentado semejante cansancio. Estiró los brazos con dificultad; los tenía rígidos, pesados. La cama era muy estrecha, más de lo habitual, al parecer. «Claro, me han dado una mala plaza, los muy imbéciles», pensó vagamente. Sentía las ruedas bajo su cuerpo; saltaban sobre las juntas con un chirrido desgarrador. Hacía un calor asfixiante. Volvió la almohada una, dos veces… Estaba ardiendo. La aplastó de un puñetazo, colérico. Qué calor. Era mejor bajar el cristal. Pero soplaba viento de tormenta; en un segundo, los papeles y los periódicos volaron de la mesa. Golder soltó una maldición, volvió a cerrar, corrió la cortina, apagó la luz…

En el aire viciado, el mareante tufo del carbón se mezclaba con las emanaciones del retrete. Instintivamente, Golder se esforzaba en respirar hondo, como para hacer pasar aquel aire pesado que los pulmones rechazaban y devolvían, que se quedaba en la garganta y la obstruía, como quien se obliga a tragar un alimento que el estómago enfermo ha dejado de aceptar. Empezó a toser. Era exasperante, y sobre todo no le dejaba dormir…

– Con lo cansado que estoy -murmuró como si se quejara a alguien invisible.

Se volvió despacio, se puso boca arriba, luego otra vez de lado, después se apoyó en un codo… Tosió de nuevo, esta vez adrede, fuerte, tratando de librarse de aquella insoportable opresión en el pecho y la garganta. Nada, no se iba, al contrario. Bostezó penosamente, pero los espasmos detuvieron el bostezo, lo transformaron en un breve y doloroso ahogo. Estiró el cuello, movió los labios… Tal vez estuviera demasiado bajo. Alargó la mano, cogió el abrigo, lo enrolló y lo metió debajo de la almohada; luego se incorporó, se sentó… Fue peor. Parecía como si tuviera los pulmones obstruidos. Y qué extraño… Le dolía. Sí, le dolía el pecho… el hombro… la zona del corazón… Un súbito escalofrío le recorrió la nuca y la espalda.