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Suspiró, dio unos golpecitos en el cristal que había detrás de él, llamó al jefe de comedor, que estaba preparando la mesa, y le indicó que recogiera los toldos. El sol resplandecía en el jardín y sobre el mar.

– ¡Hola, Golder! -oyó gritar.

Reconoció la voz de Fischl y se volvió lentamente sin responder. Pero ¿que necesidad tenía Gloria de invitarlo? Se había detenido en el umbral. Golder lo contempló casi con odio, como a una caricatura crueclass="underline" un judío rechoncho, pelirrojo y sonrosado de aspecto cómico, innoble y un tanto siniestro, con aquellos ojos chispeantes de inteligencia tras unas gafas de montura dorada, aquella barriga, aquellas piernecillas endebles, cortas y torcidas, y aquellas manos de asesino que sostenían tranquilamente un bote de porcelana con caviar a la altura de su corazón.

– ¡Golder, muchacho! ¿Vas a quedarte muchos días? -Fischl se acercó, cogió una silla y dejó el bote medio vacío en el suelo-. ¿Estabas durmiendo?

– No -gruñó Golder.

– ¿Cómo van los negocios?

– Mal.

– Pues a mí, de maravilla -dijo Fischl cruzando los brazos sobre el vientre con dificultad-. Estoy muy contento.

– Ya. Las perlas que cultivabas en la rada de Mónaco -rezongó Golder-. Creía que te habían metido en chirona.

Fischl rió de buena gana.

– Bah, sin problemas. Sí, pasé por los juzgados… Pero, como puedes ver, no me fue peor que otras veces -Fischl enumeró con los dedos-. Austria, Rusia, Francia. He estado en la cárcel en tres países. Espero que se haya acabado y me dejen en paz. Que se vayan al infierno. No quiero ganar más dinero, ya soy viejo… ¿Cómo estaba la Bolsa ayer? -preguntó tras encender un cigarrillo.

– Mal.

– ¿Sabes a cómo se pagaron las Huanchaca?

– A mil trescientos sesenta y cinco -respondió Golder frotándose las manos-. Te lanzaste de cabeza, ¿eh? -Y de pronto se preguntó por qué se alegraba tanto de que Fischl perdiera dinero. Nunca le había hecho nada. «Es curioso, pero no lo soporto», pensó.

Fischl se limitó a encogerse de hombros.

– Iddische Glick-dijo.

«Debe de estar nadando otra vez entre millones, el muy cerdo -pensó Golder, que sabía reconocer el leve estremecimiento, inconfundible y espontáneo, ese acento sordo y entre cortado que tiñe las frases despreocupadas y revela al hombre afectado tanto como un suspiro o una maldición; no lo percibió en Fischl-. Le trae sin cuidado.»

– ¿Qué haces aquí? -gruñó.

– Me ha invitado tu mujer… Oye… -Fischl se acercó y bajó la voz-. Muchacho, tengo un asunto que te interesará. ¿Has oído hablar de las minas de plata del Paso?

– Gracias a Dios, no -respondió Golder.

– Ahí hay miles de millones.

– Millones hay en todas partes, la cuestión es poder cogerlos.

– Haces mal negándote a que nos asociemos. Tú y yo hemos nacido para entendernos. Eres inteligente pero te falta audacia, afición al riesgo… Le tienes miedo al juez, ¿eh? -Fischl rió regocijado-. A mí no me gustan los negocios banales, vender, comprar… Prefiero crear, lanzar algo, emprender… Una mina en Perú, por ejemplo, que ni sabes dónde está… Mira, hace dos años me embarqué en algo parecido. Todavía no se había removido un palmo de tierra y las acciones ya estaban suscritas, por supuesto. Bueno, pues va y entran en escena los especuladores americanos… No me creas si no quieres, pero, chico, a los quince días los terrenos valían diez veces más. Vendí con unos beneficios enormes. Negocios así son pura poesía.

Golder se encogió de hombros.

– No.

– Como quieras… pero luego te arrepentirás. Aquello era legal. -Fischl fumó en silencio durante un instante-. Oye…

– ¿Qué?

Fischl lo miró entornando los ojos.

– ¿Marcus…?

El viejo rostro de Golder permaneció impasible; sólo un músculo tembló súbitamente en una comisura de sus labios.

– ¿Marcus? Ha muerto.

– Ya lo sé -dijo Fischl bajando la voz-. Pero ¿por qué? -preguntó bajándola aún más-. ¿Qué le hiciste, viejo Caín?

– ¿Que qué le hice? Pretendió timar al viejo Golder -respondió con súbita brusquedad, y sus chupadas y cenicientas mejillas enrojecieron de golpe-. Eso es peligroso…

Fischl rió.

– Viejo Caín… -repitió regocijado-. Pero tienes razón. Yo soy demasiado bueno. -Se interrumpió y aguzó el oído-. Ahí viene tu hija, Golder.

– ¿Está dad? -gorjeó Joyce.

Golder la oyó reír e, involuntariamente, cerró los ojos, como para oírla más rato. Qué chiquilla… Qué voz, qué risa tan resplandeciente tenía… «Como el oro», se dijo con una difusa sensación placentera.

Sin embargo, no se movió, no hizo amago de ir a su encuentro, y cuando ella irrumpió en la terraza trotando con su paso ágil y vivo, que le dejaba al descubierto las rodillas bajo el corto vestido, se limitó a murmurar con ironía:

– ¿Ya estás aquí? No te esperaba tan pronto, hija…

Ella se le echó encima, le dio un beso y luego se dejó caer de espaldas en la hamaca y se tumbó con los brazos cruzados detrás de la cabeza, sonriendo y mirándolo con los ojos entrecerrados a través de sus largas pestañas.

Como a disgusto, Golder estiró lentamente la mano para posarla en sus cabellos dorados, húmedos y enmarañados por el agua del mar. Apenas parecía mirarla, pero sus penetrantes ojos percibían hasta la menor alteración de sus facciones, cada línea, cada movimiento de su rostro. Cómo había crecido… En cuatro meses se había hecho aún más hermosa, más mujer. Le desagradó advertir que se maquillaba mucho. Dios sabía que no lo necesitaba, con sus dieciocho años, su maravillosa piel de rubia, sus labios, tan delicados como pétalos, que ella teñía de una sanguina sombra púrpura. Qué pena… Suspiró, gruñó un «tonta» y murmuró:

– Estás más alta…

– Y más guapa, espero -replicó ella, incorporándose de golpe para sentarse con las piernas dobladas y los brazos alrededor de las rodillas.

Lo observaba con sus grandes y brillantes ojos negros, con esa mirada imperiosa e insolente propia de una mujer amada y deseada desde la infancia que Golder detestaba. Era increíble que, pese a eso, y pese al maquillaje y las joyas, hubiera conservado aquella risa escandalosa de niña pequeña, aquellos gestos impetuosos, demasiado bruscos, casi violentos, aquella gracia alada, radiante, jubilosa, de la extrema juventud. «No le durará mucho», se dijo, y murmuró:

– Baja, Joyce, no cabemos.

Ella le acarició la mano.

– Estoy muy contenta de verte, dad.

– ¿Necesitas dinero?

Joyce vio que su padre sonreía y asintió con la cabeza.

– Eso siempre. No sé cómo me las arreglo. Se me escurre entre los dedos -dijo Joyce separándolos-. Como el agua… No es culpa mía.

Por el jardín se acercaban dos hombres. Hoyos y un veinteañero muy atractivo, de rostro delgado y pálido, al que Golder no conocía.

– Es el príncipe Alexis de… -le susurró rápidamente al oído su hija-. Hay que llamarlo su alteza imperial.

Joyce se levantó de un brinco, se subió a horcajadas sobre la balaustrada de la terraza y gritó: