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Tendría que ser un tonto para no creer en él.

Teniendo en cuenta lo siguiente:

A su hermano mayor, Anthony.

A su hermana mayor, Daphne.

A sus otros hermanos, Benedict y Colin, sin mencionar a sus hermanas, Eloise, Francesca, y (aunque no lo crean) Hyacinth, todos -absolutamente todos- estaban completamente enamorados de sus respectivas parejas.

A la mayoría de los hombres, ese tipo de cosas solo les produciría un ataque de bilis, pero para Gregory, quien había nacido con una alegría incomparable, que de vez en cuando (según su hermana menor) era irritante, eso sencillamente significaba que no tenía otra opción, más que creer en lo obvio:

El amor existía.

Y no era una completa invención de la imaginación, diseñada para evitar que los poetas murieran de hambre. Podría ser algo que no se podía ver, oler o tocar, pero estaba allí, y era solo cuestión de tiempo antes de que él, también, encontrara a la mujer de sus sueños y se estableciera para ser fructífero, se multiplicara y asumiera aficiones como el papel maché y la colección de ralladores de nuez moscada.

Aunque, si quería ser claro en un punto, que parecía ser bastante necesario para ese concepto tan abstracto, sus sueños no incluían exactamente a una mujer. Bueno, no a una con atributos específicos e identificables. No sabía nada de la mujer que iba a ser suya, la única que supuestamente transformaría su vida completamente, convirtiéndolo en un pilar feliz de aburrimiento y respetabilidad. No sabía si sería bajita o alta, o morena o rubia. Le gustaba pensar que podría ser inteligente y poseer un gran sentido del humor, pero más allá de eso, ¿Cómo iba a saberlo? Ella podía ser tímida o franca. Tal vez le podría gustar cantar. O quizás no. Quizás era una amazona, con un cutis sonrosado por estar demasiado tiempo bajo el sol.

No lo sabía. Cuando esa mujer llegara, esa imposible, maravillosa y actualmente inexistente mujer, todo lo que en realidad sabía era que cuando la encontrara…

Lo sabría.

No sabía como lo sabría; solo sabía que lo sabría. Ocurriría algo muy importante, su mundo se estremecería, y la vida se alteraría… bueno, en realidad, no iba a llegar susurrando su paso por su existencia. Vendría pleno y poderoso, como una tonelada proverbial de ladrillos. La única pregunta era cuando.

Y mientras tanto, no veía ninguna razón para no pasarla bien mientras se anticipaba a su llegada. Después de todo, uno no tenía que comportarse como un monje mientras esperaba al verdadero amor.

Gregory era, según todos, un típico hombre londinense, con una cómoda -pero no extravagante- asignación, tenía muchos amigos, y el suficiente sentido común para saber cuando debía alejarse de una mesa de juegos. Era considerado lo suficientemente decente para ser tenido en cuenta en el Mercado Matrimonial, puede que no estuviera precisamente a la cabeza (los cuartos hijos nunca llamaban mucho la atención) y siempre estaba en demanda cuando las matronas de la sociedad, necesitaban a un hombre que llenara los requisitos para ser invitado a un buen número de fiestas.

Lo que hacía que su anteriormente mencionada asignación, se estirara un poco más, convirtiéndose en un beneficio.

Quizás debió haber tenido un poco más de propósito en su vida. Alguna clase de dirección, o incluso una tarea insignificante que realizar. Pero eso podría esperar, ¿no es verdad? Pronto, estaba seguro, todo se aclararía. Sabía que era lo que deseaba hacer, y con quien deseaba hacerlo, y mientras tanto, él tenía…

No tenía tiempo. Por lo menos, no en ese preciso momento.

Para explicar:

Actualmente Gregory estaba sentado en una silla de cuero, una muy cómoda por cierto, y no era que realmente tuviera que pensar en el asunto, más que en el hecho de que la falta de incomodidad conducía a las personas a soñar despiertas, lo que a su vez conducía a no escuchar a su hermano que, debe anotarse, estaba de pie, aproximadamente a un metro de distancia, hablando sobre algo o alguna cosa, casi seguramente relacionada con alguna variación de las palabras deber y responsabilidad.

En realidad, Gregory no le estaba prestando la debida atención. Raramente lo hacía.

Bueno, no, ocasionalmente lo hacía, pero…

– ¿Gregory? ¡Gregory!

Levantó la mirada, pestañeando. Anthony tenía los brazos cruzados, esa nunca era una buena señal. Anthony era el vizconde Bridgerton, y lo había sido durante más de veinte años. Y mientras que era -Gregory era el primero en insistir- el mejor de los hermanos, también hubiera podido ser un excelente señor feudal.

– Perdóname por entrometerme en tus pensamientos, de esta manera -dijo Anthony en una voz seca-, pero tú has, quizás -solo quizás- ¿escuchado algo de lo que te he dicho?

– Diligencia -repitió Gregory como un loro, mientras asentía con lo que juzgaba era un gesto de suficiente gravedad-. Dirección.

– En efecto -replicó Anthony, y Gregory se felicitó a sí mismo por lo que claramente había sido una excelente actuación-. Es tú última oportunidad de que le busques alguna dirección a tu vida.

– Por supuesto -murmuró Gregory, principalmente porque no había cenado, y tenía hambre, y había escuchado que su cuñada estaba sirviendo refrescos en el jardín. Además, nunca tenía sentido discutir con Anthony. Nunca.

– Debes hacer un cambio. Escoger un nuevo camino.

– Claro. -Quizás había bocadillos. Podía comerse cuarenta de esas ridiculeces cortadas por la mitad.

– Gregory.

La voz de Anthony tenía ese tono. Aquel que era imposible de describir, pero lo suficientemente fácil de reconocer. Y Gregory sabía que era el momento de prestar atención.

– Correcto -dijo, porque de verdad, era notable como una sola sílaba podría borrar a una frase apropiada-. Espero unirme al clero.

Eso hizo que Anthony se congelara. Muerto, helado, frío. Gregory hizo una pausa para saborear el momento. No le importaba que para ello, hubiera tenido que convertirse en un condenado vicario.

– ¿Discúlpame? -murmuró Anthony finalmente.

– No es que tenga muchas opciones -dijo Gregory. Y cuando esas palabras emergieron, comprendió que era la primera vez que las había dicho. Las hacía más reales, de algún modo, más permanentes-. Es el ejército o el clero -continuó-, y bueno, debo decir esto: Soy una bestia para disparar.

Anthony no dijo nada. Todos sabían que tenía razón.

Después de un momento de incómodo silencio, Anthony murmuró:

– Hay espadas.

– Sí, pero con mi suerte, me enviarían a Sudan. -Gregory se estremeció-. No debe ser demasiado terrible, pero en realidad, hace mucho calor. ¿Querrías ir?

Anthony objetó inmediatamente.

– No, claro que no.

– Y -agregó Gregory, empezando a disfrutarlo-, está Madre.

Se hizo una pausa. Entonces:

– Ella sabe algo de Sudan… ¿verdad?

– No le gustaría mucho mi partida, y entonces tú, sabes, serás el único que deberá sostener su mano cada vez que se preocupe, o tenga alguna pesadilla horrible sobre…

– No digas más -le interrumpió Anthony.

Gregory se permitió reír internamente. Realmente no era justo para su madre, quien, solo para señalar, nunca había dicho alguna vez que pronosticara el futuro con algo tan tonto como un sueño. Pero si odiaría que él se marchara a Sudan, y Anthony tendría que escucharla cuando se preocupara por eso.

Y como Gregory no estaba particularmente deseoso de partir de las orillas nubladas de Inglaterra, el argumento era muy discutible, de cualquier forma.

– Correcto -dijo Anthony-. Bien. Estoy feliz, entonces, de que finalmente hayamos podido tener esta conversación.

Gregory le echó un vistazo a su reloj.

Anthony se aclaró la garganta, y cuando habló, se escuchaba un filo de impaciencia en su voz.