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Accedí, contenta de tener algo que hacer que me mantuviera lejos de casa por más tiempo.

La mañana parecía más del mes de marzo (del mes de marzo en el sur, claro está) que de octubre. Cuando al llegar a la iglesia metodista salí del coche, levanté la cara para recibir el impacto de la suave brisa. El ambiente tenía un toque de invierno, un leve sabor a invierno. Las ventanas de la modesta iglesia estaban abiertas. Cuando nos pusimos a cantar, el coro de nuestras voces flotó por encima de la hierba y los árboles. Mientras el pastor predicaba, vi pasar volando unas cuantas hojas.

Francamente, no siempre escucho el sermón. A veces, la hora que paso en la iglesia se convierte en un rato para pensar, un rato para reflexionar hacia dónde va mi vida. Pero, al menos, esos pensamientos están dentro de un contexto. Y cuando observas cómo caen las hojas de los árboles, el contexto se estrecha.

Aquel día me dediqué a escuchar. El reverendo Collins habló sobre darle a Dios lo que es de Dios, igual que aquello de darle al César lo que es del César. Me pareció un sermón típico del quince de abril y me sorprendí preguntándome si el reverendo Collins pagaría trimestralmente sus impuestos. Al cabo de un rato, sin embargo, comprendí que estaba hablando sobre las leyes que quebrantamos constantemente sin sentirnos culpables (como superar el límite de velocidad, o poner una carta junto con los regalos de una caja que envías por correo sin pagar el franqueo adicional de dicha carta).

Al salir de la iglesia sonreí al reverendo Collins. Cuando me ve, siempre parece preocupado.

En el aparcamiento, saludé a Maxine Fortenberry y a su marido Ed. Maxine era grande y estupenda y Ed era tan tímido y callado que resultaba prácticamente invisible. Su hijo, Hoyt, era el mejor amigo de mi hermano Jason. Hoyt caminaba detrás de su madre. Iba vestido con un buen traje y se había peinado. Muy interesante.

– ¡Dame un abrazo, cariño! -dijo Maxine, y por supuesto que lo hice. Maxine había sido buena amiga de mi abuela, aun siendo más de la edad que mi padre tendría en la actualidad. Sonreí a Ed y saludé a Hoyt con la mano.

– Estás muy guapo -le dije, y me sonrió. Me parece que nunca había visto a Hoyt sonreír de aquella manera y miré de reojo a Maxine. Estaba radiante.

– Hoyt está saliendo con Holly, la de tu trabajo -dijo Maxine-. Ella tiene un hijo pequeño, un tema en el que hay que pensar, pero a Hoyt siempre le han gustado los niños.

– No lo sabía -dije. La verdad es que últimamente estaba desconectada-. Es estupendo, Hoyt. Holly es una chica encantadora.

No estoy muy segura de que hubiese dicho lo mismo de haber tenido más tiempo para pensarlo, pero tal vez fue una suerte que no lo tuviera. Holly tenía muchas cosas positivas (estaba absolutamente entregada a su hijo, Cody, era una persona fiel a sus amigos, trabajadora). Se había divorciado hacía ya varios años, de modo que no salía con Hoyt por despecho. Me pregunté si Holly le habría contado a Hoyt que era wiccana. No, no lo había hecho; de haber sido así, Maxine no estaría tan risueña.

– Vamos a comer a Sizzler para conocerla -dijo, refiriéndose al restaurante especializado en carnes a la parrilla que había junto a la carretera interestatal-. Holly no es de ir a la iglesia, pero estamos intentando animarla para que venga con nosotros y traiga con ella a Cody. Mejor nos vamos yendo o no llegaremos a tiempo.

– ¡Bien hecho, Hoyt! -dije, dándole unos golpecitos en el brazo cuando pasó por mi lado. Me miró satisfecho.

Todo el mundo se casaba o se enamoraba. Me sentía feliz por ellos. Feliz, feliz, feliz. Con una sonrisa dibujada en la cara, me dirigí a Piggly Wiggly. Busqué la lista de Amelia en el bolso. Era larga y estaba segura de que aún se le habrían ocurrido más cosas. La llamé por el teléfono móvil y, efectivamente, ya había pensado en un par de artículos más que añadir, de modo que pasé un buen rato en la tienda.

Cargada con bolsas de plástico, subí las escaleras del porche trasero. Amelia salió corriendo hacia el coche para coger las demás bolsas.

– ¿Dónde estabas? -me preguntó, como si me hubiera estado esperando con impaciencia.

Miré el reloj.

– Salí de la iglesia y fui a comprar -dije a la defensiva-. Es sólo la una.

Amelia me adelantó, cargadísima. Movió la cabeza con exasperación, emitiendo un sonido que sólo puede describirse como «Urrrrg».

El resto de la tarde transcurrió igual, como si Amelia estuviera preparándose para la cita de su vida.

No soy mala cocinera, pero Amelia únicamente me dejó realizar las tareas más sencillas durante la preparación de la cena. Me tocó cortar cebollas y tomates. Ah, sí, y me dejó lavar los platos que íbamos a utilizar. Siempre me había preguntado si Amelia sería capaz de lavar los platos como las hadas madrinas de La Bella Durmiente, pero se limitó a resoplar cuando saqué el tema a relucir.

La casa estaba limpia como una patena, y aunque intenté no darle importancia, me di cuenta de que Amelia le había dado un repaso incluso al suelo de mi habitación. Como norma, nunca invadimos el territorio de la otra.

– Siento haber entrado en tu habitación -dijo Amelia de repente, y me sobresaltó…, a mí, que era la telépata. Amelia me había derrotado en mi propio terreno-. Fue uno de esos impulsos locos que me dan. Estaba pasando el aspirador y pensé en hacerlo también en tu habitación. Y antes de darme cuenta, ya lo había hecho. Te he dejado las zapatillas debajo de la cama.

– De acuerdo -dije, tratando de mantener un tono de voz neutro.

– Oye, que lo siento.

Moví afirmativamente la cabeza y continué secando los platos y amontonándolos. El menú decidido por Amelia consistía en ensalada verde variada con tomates y zanahoria rallada, lasaña, pan de ajo caliente y verduras al vapor. No tengo ni idea de cómo se preparan las verduras al vapor, pero había dispuesto todo el material en crudo: calabacines, pimientos, champiñones y coliflor.

A última hora de la tarde, fui considerada capaz de remover la ensalada y de poner el mantel, el ramito de flores y los platos en la mesa para cuatro personas.

Me ofrecí para llevarme al señor Marley al salón conmigo, y comer en bandejas mientras veíamos la televisión, pero debió de ser como si me hubiera ofrecido a lavarle los pies, a juzgar por lo horrorizada que se quedó Amelia.

– No, tú te quedarás conmigo -dijo.

– Bien, pero tú tendrás que hablar con tu padre -dije-. En algún momento, tendré que dejaros solos.

Respiró hondo y soltó el aire.

– De acuerdo, soy una mujer adulta -murmuró.

– Y asustadiza como un gato -dije.

– Aún no lo conoces.

A las cuatro y cuarto Amelia subió a su habitación para prepararse. Yo estaba sentada en el salón leyendo un libro de la biblioteca cuando oí un coche avanzar por la gravilla del camino de acceso. Miré el reloj de la repisa de la chimenea. Eran las cuatro cuarenta y ocho. Grité por el hueco de la escalera y me quedé mirando por la ventana. Empezaba a oscurecer, pero como no habíamos cambiado aún de hora, me resultó fácil ver el Lincoln Town Car aparcado delante de casa. Del asiento del conductor salió un hombre de pelo corto y oscuro, vestido de traje. Debía de ser Marley. Para mi frustración, no llevaba la típica gorra de chófer. Abrió la puerta trasera. Y apareció Copley Carmichael.

El padre de Amelia no era muy alto y tenía un pelo corto, grueso y canoso que recordaba a una alfombra de buena calidad, densa, suave y perfectamente nivelada. Estaba muy moreno y sus cejas seguían siendo oscuras. No llevaba gafas. No tenía labios. Bueno, claro está, todo el mundo tiene labios, pero los suyos eran increíblemente finos, dando a su boca el aspecto de una trampa.

El señor Carmichael miró a su alrededor como si estuviera realizando una valoración fiscal.

Oí a Amelia bajar las escaleras detrás de mí; yo seguía observando cómo aquel hombre realizaba su inspección. Marley, el chófer, estaba de frente a la casa. Vio mi cara en la ventana.