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Puso incluso un pequeño espantapájaros entre sus bancales, porque creía que tal vez una noche volverían todos los pájaros, y con ellos los demás animales que habían desaparecido. También con ese espantapájaros discute a veces largo y tendido. Se enfada, le suplica, le regaña y se desespera completamente. Luego va a por una vieja silla, se sienta frente al espantapájaros y, con una paciencia infinita, intenta convencerle o al menos hacer que cambie un poco sus tercas opiniones.

Al atardecer, en los días despejados, Almón el pescador suele sentarse en su silla al borde del río, ponerse unas viejas gafas que le resbalan por la nariz hacia su canoso y espeso bigote y leer libros. O se sienta y escribe y tacha líneas y líneas en su cuaderno mientras murmura todo tipo de quejas, opiniones y razonamientos. A lo largo de los años ha aprendido a tallar en madera, por las noches, a la luz de una lámpara, multitud de formas de preciosos animales, así como de criaturas desconocidas imaginadas por él o que se le han aparecido en sueños. Almón reparte esas criaturas talladas en madera entre los niños del pueblo: Mati recibió de él una gata hecha con una piña y unas crías labradas en madera de nogal. Al pequeño Nimi le talló una ardilla, y a Maya le hizo dos golondrinas con el cuello estirado y las alas desplegadas y listas para volar.

Sólo por esas figurillas, así como por los dibujos que hacía la maestra Emmanuela en la pizarra, sabían los niños cómo era un perro, un gato, una mariposa, un pez, un pollo, una cabra o un ternero. La maestra Emmanuela también enseñó a algunos de los niños a imitar los sonidos de los animales, unos sonidos que los adultos del pueblo seguro que aún recordaban de cuando eran pequeños, de antes de que las criaturas desapareciesen, pero que los niños no habían oído jamás en la vida.

Maya y Mati casi sabían algo que les estaba prohibido saber. Y los dos tenían mucho cuidado de que nadie sospechase que tal vez sabían o que casi sabían. A veces se encontraban a escondidas detrás de un establo abandonado, y allí hablaban en voz baja un cuarto de hora más o menos y luego se alejaban por caminos diferentes. De todos los adultos del pueblo había sólo uno en quien tal vez podían confiar. O no: Mati y Maya habían estado a punto varias veces de contarle su secreto a Danir el tejero (el que arregla tejados), que en ocasiones, al atardecer, bromeaba en voz alta con sus jóvenes amigos en la plaza del pueblo sobre cosas que los niños no podían oír. Y cuando bebía vino con sus amigos, incluso hablaba entre risas de un caballo, de una cabra y de un perro que tenía intención de traer desde alguno de los pueblos del valle.

¿Qué pasaría si le contasen su secreto a Danir el tejero? ¿O si se lo contasen al viejo Almón? ¿Y qué ocurriría si un día se atreviesen a adentrarse un poco en la oscuridad del bosque para intentar comprobar hasta qué punto su secreto era real o una mera fantasía, un sueño fugaz propio quizás de Nimi el potro pero no de ellos?

Mientras tanto esperaron, sin saber en realidad a qué esperaban. Un día, al atardecer, Mati se atrevió a preguntar a su padre por qué habían desaparecido los animales. El padre no contestó enseguida. Se levantó del banco de la cocina, caminó un rato de una pared a otra y a continuación se detuvo y puso las manos sobre los hombros de Mati. Pero en lugar de mirar a su hijo, el padre clavó la vista en una calva oscura de la pared, encima de la puerta, en el lugar donde se había caído el yeso por la humedad, y dijo lo siguiente:

– Mira, Mati. El asunto es el siguiente. Una vez ocurrieron aquí todo tipo de cosas de las que no podemos sentirnos orgullosos. Pero no todos somos culpables. Lo cierto es que no todos somos culpables en la misma medida. Además, ¿quién eres tú para juzgarnos? Aún eres pequeño. No debes juzgarnos. No tienes ningún derecho a juzgar a los adultos. Y además, ¿quién te ha contado que aquí hubo alguna vez animales? Tal vez los hubo. Y tal vez no los hubo nunca. Ha pasado mucho tiempo. Lo hemos olvidado, Mati. Lo hemos olvidado y punto. Déjalo ya. ¿A quién le quedan fuerzas para recordar? Ahora baja al sótano, trae unas pocas patatas y deja ya de hablar sin parar.

Y cuando Mati se levantó y se dispuso a abandonar la habitación, su padre añadió:

– Escucha una cosa, nunca hemos tenido esta conversación. Jamás hemos hablado de esto. ¿De acuerdo?

Casi todos los demás padres preferían negarlo. O evitar ese tema en silencio. No hablar nunca de ello. Sobre todo no hacerlo en presencia de los niños.

4

Silencioso y triste vivía el pueblo su sencilla vida: cada día los hombres y las mujeres iban a trabajar al campo, a los viñedos y a las plantaciones de frutales, y al atardecer volvían cansados a sus pequeñas casas. Los niños del pueblo iban cada mañana a estudiar al colegio. Por la tarde jugaban en los patios vacíos, deambulaban por los establos abandonados y los gallineros desolados, trepaban a los palomares desiertos o a las ramas de los árboles en las que no anidaba ningún pájaro.

Cada día, al atardecer, si no llovía, Solina la modista sacaba a su marido inválido a dar un paseo por las callejuelas del pueblo. Guinom, el inválido, había encogido tanto con los años que Solina podía acostar a su marido sin ninguna dificultad en un viejo carrito de niño y llevarlo hasta la ribera del río.

Durante todo el camino, a la ida y a la vuelta, Guinom emitía entre sus pañales un ligero balido lloroso, porque la enfermedad del olvido le hacía creer que era una cabra. Solina se inclinaba sobre él y le cantaba con su voz turbia y cálida: «Duérmete niño, duérmete ya, duérmete niño, duérmete ya».

A veces, el pequeño Nimi, con el pelo revuelto y sucio, la ropa hecha jirones, la nariz moqueando y el ojo lloroso, pasaba por delante de ellos corriendo, resoplando, les saludaba desde lejos con la mano y les lanzaba dos o tres relinchos largos y desenfrenados. El inválido dejaba al instante de balar, sonreía con placer infantil y volvía la cabeza para escuchar.

Solina acariciaba suavemente con una mano el poco pelo canoso que aún quedaba en la cabeza de su marido, y con la otra seguía empujando el carrito de niño, cuyas antiguas ruedas chirriaban camino abajo.

A veces, en las largas tardes de verano, Danir el tejero, el que construía y arreglaba tejados, y sus dos ayudantes se sentaban a descansar después de su jornada de trabajo en la balaustrada de piedra que estaba en la plaza del pueblo, bebían cerveza en gruesos vasos de cristal y comenzaban a cantar. Otros chicos y chicas se reunían en la plaza de piedra y cantaban con ellos, jugaban a juegos de ingenio, o conversaban y discutían en voz baja. A menudo se echaban a reír. Los niños del pueblo les escuchaban y observaban a hurtadillas desde detrás de las tapias, porque a veces los chicos y las chicas hablaban y hasta bromeaban de cosas que los niños no podían oír, como, por ejemplo, de otros pueblos que estaban lejos, abajo, en el valle, o de cómo era la vida amorosa de los conejos y los maullidos de los gatos en celo. A veces Danir el tejero lanzaba una carcajada tan profunda y ronca como una avalancha de piedras y de repente prometía que pronto, la semana siguiente, el mes siguiente, bajaría con sus ayudantes a los valles lejanos y no volverían de allí a pie, sino en una caravana de carros tirados por caballos y cargados con cien especies de aves, peces, insectos y demás animales, e irían repartiéndolos por las casas y los patios y liberarían peces vivos en las aguas de nuestro río, para que todo volviera a ser como antes de aquella noche maldita, y se acabó. Al oír esas palabras, todo el grupo se callaba y se quedaba pasmado: lo que decía Danir no divertía al grupo, sino que hacía caer una súbita sombra sobre la plaza.

Esos encuentros al atardecer, las reuniones del grupo de Danir el tejero al final del día en la plaza empedrada con viejos adoquines, eran de hecho los únicos momentos de alegría en la vida del pueblo. Pues, poco después de que se pusiese el sol, el grupo se dispersaba rápidamente y cada uno se iba a su casa. En un instante la plaza se quedaba vacía y sólo la sombra permanecía allí.