– Sí, sí, Edith me lo contó -respondió ella-. No obstante, Maxim no pensaba hacer nada al respecto, pues posee un elevado sentido moral y cree profundamente en los votos matrimoniales, a pesar de las emociones que pueda sentir.
– Exacto -concedió Monk-. Alexandra debía de saberlo ya, que ésa era una de sus mayores preocupaciones. Louisa jamás renunciaría al dinero, el honor, el hogar o la aceptación social por el amor de un hombre, sobre todo de uno que sabía que nunca se casaría con ella. Asimismo, el general tampoco estaba dispuesto a perder su reputación, por no mencionar al hijo que tanto quería. Alexandra conocía bien a Louisa y su situación. Si se hubiese descubierto que ésta tenía una aventura con el general, Maxim le habría hecho la vida imposible. Al fin y al cabo, se había sacrificado para salvar su matrimonio, de modo que es lógico que esperara lo mismo de ella. Y Alexandra sabía todo esto… -Monk se interrumpió y los observó con expresión sombría.
Rathbone se reclinó. Estaba un tanto perplejo y tenía la sensación de que faltaba algo. Podían haber ocurrido tantas cosas que ni siquiera habían imaginado. Contaban con varias piezas del rompecabezas, pero no la más importante de todas.
– Carece de sentido -afirmó con cautela. Miró a Hester preguntándose qué pensaría y se sintió aliviado al percibir una expresión de incredulidad en su rostro. Es más, se percató de que sus ojos reflejaban un enorme interés por lo que Monk explicaba. No le había desanimado que las pesquisas del detective no hubiesen aportado solución alguna y, además, señalasen a la culpable con claridad-. ¿No tiene idea de cuál fue el móvil? -preguntó a Monk al tiempo que lo observaba con la esperanza de que ofreciese otra sorpresa, la pieza final guardada hasta el momento para producir un último efecto dramático. Sin embargo el rostro de Monk no delataba nada, sólo honestidad.
– He intentado averiguarlo -reconoció-, pero no hay indicios de que el general la maltratase y nadie ha mencionado nada al respecto. -Miró a Hester.
Rathbone se volvió hacia Hester.
– Si usted estuviese en el lugar de Alexandra, ¿qué la llevaría a asesinar a su esposo? -le preguntó.
– Varios motivos -admitió ella con una sonrisa. De inmediato se mordió el labio al percatarse de lo que pensarían a tenor de su respuesta.
Rathbone sonrió.
– ¿Por ejemplo? -inquirió.
– Lo primero que se me ocurre es que lo haría si yo amase a otra persona.
– ¿Y lo segundo?
– Si él amase a otra mujer. -Hester enarcó las cejas-. Si he de ser sincera, preferiría que se fuese. Por lo que nos han contado era tan… tan limitado. Sin embargo, si me viera incapaz de soportar la presión social, los chismorreos de mis amigos o enemigos, las risas a mis espaldas y, sobre todo, la pena que me embargaría y la victoria de mi rival…
– Le recuerdo que el general no mantenía relaciones con Louisa -señaló Monk-. Oh, ¿se refiere a otra mujer? ¿Alguien en quien no hayamos pensado? Entonces, ¿por qué esa noche?
Hester se encogió de hombros.
– ¿Por qué no? Quizás el general la provocase. Quizás él se lo contó todo esa noche. Me temo que nunca sabremos qué se dijeron.
– ¿Qué otros motivos…?
El mayordomo entró con discreción y preguntó si necesitaban algo más. Tras consultar a sus invitados, Rathbone le dio las gracias y luego las buenas noches. Hester suspiró.
– ¿Dinero? -aventuró mientras se cerraba la puerta-. Tal vez gastase más de la cuenta o jugase y el general se negase a pagar sus deudas. Tal vez temiera que sus acreedores la pusieran en evidencia. Lo único… -Hester frunció el entrecejo y observó a los dos hombres. Un perro ladró en el exterior. Comenzaba a anochecer-. ¿Por qué declaró que lo había asesinado porque tenía celos de Louisa? Los celos son terribles, pero jamás una excusa para un asesinato, ¿no es cierto? -Se volvió hacia Rathbone-. ¿Lo tendrá en cuenta el jurado?
– No -respondió él con determinación-. Si la declaran culpable, la condenarán a la horca y, dadas las circunstancias, no les quedará otra elección.
– Entonces ¿qué podemos hacer? -El rostro de Hester reflejaba angustia. Miró a Rathbone, que se preguntó a qué obedecía su pesadumbre. Era la única de los tres que no había conocido a la señora Carlyon. Rathbone comprendía su propia tristeza porque había hablado con ella. Alexandra era un ser humano, tan real como él mismo. Rathbone había percibido su impotencia y su miedo. Su muerte sería el fin de alguien que él conocía. Para Monk sería una experiencia similar y, a pesar de su implacabilidad, sabía que experimentaría tanta pena como él.
En cambio para Hester, Alexandra era un producto de su imaginación, un nombre y un conjunto de circunstancias, nada más.
– ¿Qué haremos? -repitió Hester.
– No lo sé -respondió Rathbone-. Si ella se niega a contar la verdad, no sé qué podemos hacer.
– Entonces, pregúntele -propuso Hester-. Vaya, explíquele lo que sabe y pídale que diga la verdad. Sería lo mejor. Podría ofrecer algún… algún atenuante -añadió sin convicción.
– Nada de lo que diga servirá de atenuante -repuso Monk-. La ahorcarán de todas formas.
– ¿Qué quiere hacer? ¿Rendirse? -le espetó Hester con brusquedad.
– Lo que yo quiera hacer es irrelevante -repuso Monk-. No puedo permitirme el lujo de entremeterme en la vida de los demás por pura diversión.
– Iré a verla -anunció Rathbone-. Al menos se lo preguntaré.
Alexandra levantó la vista cuando Rathbone entró en la celda. Por unos instantes se sintió esperanzada, pero enseguida el discernimiento se impuso y el miedo regresó a su rostro.
– ¿Señor Rathbone? -Tragó con dificultad, como si tuviese un nudo en la garganta-. ¿Qué ocurre?
La puerta se cerró tras Rathbone, ambos oyeron el cerrojo y luego se hizo el silencio. El abogado deseaba ayudarla y mostrarse amable, pero carecía de tiempo.
– No debería haber dudado de usted, señora Carlyon. Pensé que quizá se había declarado culpable para proteger a su hija, pero Monk ha demostrado que fue usted quien asesinó a su esposo. Sin embargo, no lo hizo porque mantuviese relaciones con Louisa Furnival. El general no tenía una aventura con ella, y usted lo sabe.
Alexandra palideció, y Rathbone tuvo la sensación de que sus palabras la habían afectado, por más que ella no se estremeció. Era una mujer extraordinaria, y Rathbone sintió que debía averiguar la verdad que se escondía detrás de los hechos más superficiales. ¿Por qué demonios había recurrido a la violencia? ¿Acaso había pensado que lograría salir indemne?
– ¿Por qué lo asesinó, señora Carlyon? -dijo mientras se inclinaba hacia ella. Llovía en el exterior, por lo que la celda estaba sombría y el aire era húmedo.
Alexandra no apartó la vista, pero cerró los ojos para no ver a Rathbone.
– Ya se lo he explicado. ¡Estaba celosa de Louisa!
– ¡Eso no es cierto!
– Sí lo es -replicó sin levantar los párpados.
– La ahorcarán -vaticinó Rathbone con toda intención. Advirtió que se asustaba, pero no abrió los ojos- Si no encontramos una razón que explique su decisión, la colgarán, señora Carlyon. ¡Por el amor de Dios, dígame por qué lo hizo! -exclamó con voz estridente. ¿Cómo lograría romper ese escudo protector?
¿Qué tenía que decir para que Alexandra comprendiese lo que le ocurriría? Deseaba tocarla, cogerla de los delgados brazos y hacerla entrar en razón, pero eso constituiría una grave transgresión de las normas de conducta social y, en ese momento, se convertiría en algo más importante que la explicación que podría salvar su vida-. ¿Por qué lo asesinó? -repitió con desesperación-. Diga lo que diga, no va a empeorar su situación.