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– Herido de gravedad -repitió Lovat-Smith-. ¿No dijo que estuviese muerto?

– Creo que estaba demasiado horrorizado para examinarlo de cerca -respondió Louise-. Supongo que deseaba que Charles acudiera lo antes posible. Es lo que yo hubiera hecho.

– Por supuesto. Entonces ¿examinó el doctor Hargrave al general?

– Sí. Al cabo de unos minutos regresó para informarnos de que Thaddeus estaba muerto y debíamos avisar a la policía, porque se trataba de un accidente que requería una explicación, no porque sospecháramos que había sido un asesinato.

– Claro -convino Lovat-Smith-. Gracias, señora Furnival. Tenga la amabilidad de permanecer aquí por si mi distinguido colega desea hacerle alguna pregunta. -Tras una discreta reverencia se volvió hacia Rathbone.

Éste se puso en pie, dedicó una inclinación de la cabeza al abogado de la acusación y avanzó hacia el banco de los testigos. Su actitud era la apropiada, aunque no deferente, y miró a Louisa a la cara.

– Gracias por su clara descripción de los eventos ocurridos en esa trágica velada, señora Furnival -declaró con voz serena y bien modulada. En cuanto ella sonrió, agregó con solemnidad-: Sin embargo, quizás haya omitido dos o tres detalles que podrían resultar relevantes. No debemos pasar nada por alto, ¿verdad? -Le dirigió una sonrisa fugaz y carente de humor-. ¿Visitó alguien más a su hijo Valentine?

– Yo… -Louisa vaciló.

– La señora Erskine, por ejemplo.

Lovat-Smith se removió en su asiento, hizo ademán de levantarse para protestar, pero cambió de idea.

– Creo que sí -reconoció Louisa al tiempo que adoptaba una expresión que ponía de manifiesto que consideraba el dato irrelevante.

– ¿Cómo se comportó cuando bajó? -preguntó Rathbone con voz queda.

Louisa titubeó antes de contestar:

– Parecía… disgustada.

– ¿Sólo disgustada? -inquirió Rathbone en tono de sorpresa-. ¿No la notó trastornada, incapaz de mantener una conversación?

– Bueno, sí. -Louisa levantó un hombro-. Su estado de ánimo era muy extraño. Pensé que no se encontraba bien.

– ¿Dio alguna explicación de su repentino cambio de actitud y de su trastorno, de su conducta ofensiva, casi delirante?

Lovat-Smith se puso en pie.

– ¡Protesto, Su Señoría! La testigo no ha dicho que la señora Erskine se comportara de forma ofensiva o casi delirante. Sólo ha reconocido que estaba disgustada y que le costaba centrarse en la conversación.

El juez miró a Rathbone.

– El señor Lovat-Smith está en lo cierto. ¿Adonde quiere llegar, señor Rathbone? Confieso que no entiendo qué se propone.

– Ya se verá más adelante, Su Señoría -afirmó Rathbone. Hester tuvo la certeza de que el abogado pretendía que, cuando Damaris compareciera, todos supieran ya qué había descubierto ésta. Sin duda debía de ser algo relacionado con el general.

– Muy bien. Continúe -ordenó el juez.

– ¿Descubrió la razón del trastorno de la señora Erskine, señora Furnival? -preguntó Rathbone.

– No.

– ¿Y tampoco del malestar de la señora Carlyon? ¿La posibilidad de que se debiera a su relación con el general es una mera conjetura?

Louisa frunció el entrecejo.

– ¿No es así, señora Furnival? -añadió Rathbone-. ¿Le dijo la señora Carlyon en algún momento, u oyó usted algo que sugiriera que estaba afligida porque sentía celos de usted y de su amistad con su esposo? Por favor, sea lo más concreta posible.

Louisa respiró hondo, con el semblante sombrío. Seguía sin mirar hacia el banquillo de los acusados ni a la mujer impertérrita que en él se sentaba.

– No.

Rathbone esbozó una sonrisa.

– Señora Furnival -dijo-, usted ha declarado que no tenía ningún motivo para estar celosa. Su amistad con el general era correcta, y cualquier mujer sensata quizás hubiera envidiado esa relación, pero es improbable que produjera tal angustia y mucho menos unos celos o un odio tan profundos. Además no estaban fundados, ¿verdad?

– No.

No era una descripción halagadora ni sofisticada de la imagen que Hester había visto proyectar a Louisa. Hester rió para sus adentros y miró a Monk, que observaba con expresión absorta a los miembros del jurado.

– ¿Cuánto tiempo hacía que el general y usted cultivaban era amistad, ¿unos trece o catorce años?

– Sí.

– ¿Con un conocimiento y consentimiento plenos por parte de su esposo?

– Por supuesto.

– ¿Y de la señora Carlyon?

– Sí.

– ¿En algún momento le habló ella sobre esa relación, o le dio a entender que le desagradaba?

– No. -Louisa enarcó las cejas-. No me esperaba todo esto.

– ¿A qué se refiere con «todo esto», señora Furnival?

– Pues… al asesinato, por supuesto. -Louisa estaba un tanto desconcertada, pues no acertaba a determinar si Rathbone era muy ingenuo o muy inteligente.

El letrado curvó un poco los labios en una leve sonrisa.

– Entonces ¿en qué se basa para suponer que la causa fueron los celos?

Louisa inspiró despacio y adoptó una expresión más severa.

– Yo… no lo había pensado hasta que ella dijo que ése había sido el motivo. Como ya he provocado celos infundados en otras ocasiones, no me costó creerlo. ¿Por qué iba a mentir al respecto? No es algo que a nadie le agrade reconocer, no resulta demasiado digno.

– Es una cuestión que reviste una gran seriedad, señora Furnival, y responderé a su debido tiempo. Gracias. Esto es todo lo que tengo que preguntarle. Tenga la amabilidad de permanecer ahí por si mi distinguido colega tiene alguna pregunta más que plantearle.

Lovat-Smith se levantó con una sonrisa de satisfacción.

– No, gracias. Creo que basta con ver el aspecto de la señora Furnival para comprender que despierte celos. Louisa se ruborizó, a todas luces a causa del placer que le había proporcionado el comentario del abogado. Lanzó una mirada severa a Rathbone mientras bajaba con cautela por las escaleras manejando los amplios aros de los faldones con una desenvoltura rayana en la arrogancia. Luego recorrió el estrecho pasillo.

Se produjo un pequeño revuelo entre los asistentes y se oyeron varias exclamaciones de admiración y aprobación. Louisa se marchó de la sala con la cabeza bien alta y con una expresión de satisfacción en el rostro.

Hester advirtió que se le tensaban los músculos y que una ira inexplicable se apoderaba de ella. Era sumamente injusto. Louisa ignoraba la verdad y con toda probabilidad consideraba que Alexandra había matado al general en un arrebato de celos, pero este argumento no sirvió para aplacar su rabia.

Levantó la mirada hacia el banquillo de los acusados y observó el rostro pálido de Alexandra; no reflejaba odio o desprecio, sólo cansancio y temor.

A continuación compareció Maxim Furnival, que subió al estrado con cara muy seria y blanca como el papel. Era más corpulento de lo que Hester recordaba, con unos rasgos más graves y enérgicos, que transmitían una emoción sincera. Hester se sintió predispuesta a su favor. Volvió a mirar a Alexandra y advirtió que por un instante perdía el autocontrol y se relajaba, como si ciertos recuerdos, o tal vez cierta dulzura, hubieran emergido. Sin embargo en seguida el presente pareció reafirmarse.

Maxim prestó juramento y Lovat-Smith se levantó para interrogarlo.

– Usted también estaba presente en la fatídica cena, ¿no es así, señor Furnival? -preguntó.

Maxim parecía abatido. Carecía de la desenvoltura y la facilidad de Louisa para hablar en público. Su postura y su mirada daban a entender que aún tenía frescos en la memoria los recuerdos de la tragedia, que aún se sentía apesadumbrado. Había dirigido a Alexandra una mirada de dolor, sin ira ni reproches. Fuera lo que fuese lo que pensara o creyera de ella, no se trataba de nada desagradable.