– ¿Y el niño? Elias. ¿Está…?
– Está con su padre.
– Ya, ya. Por supuesto. De un lado a otro. Así que estáis sólo la chica y tú, entonces. Está bien. -Aronsson miró de reojo hacia los asientos de atrás, que estaban llenos de bolsas del supermercado Flygfyren de Norrtälje.
– ¿Os vais a quedar muchos días?
– Ya veremos. Oye, tengo…
– Lo comprendo. -Aronsson sacudió la cabeza señalando hacia la parte de arriba del camino, y adoptó un tono quejumbroso-. Los Siwert tienen cáncer, ¿lo sabías? Los dos. Les dieron el diagnóstico con sólo un mes de diferencia. Es lo que puede pasar.
– Sí. Tengo… -Mahler aceleró en punto muerto y Aronsson se alejó un paso del coche.
– Claro -dijo Aronsson-, que volver con la chica. A lo mejor me paso a hacerte una visita un día de éstos.
A Mahler no se le ocurrió en ese momento ningún buen pretexto para decir que no, así que asintió y condujo hasta casa.
Aronsson. No sabía cómo, pero había conseguido olvidar que vivían otras personas en esa zona. Sólo había visto la casa, el bosque, el mar. No había reparado en las narices largas dispuestas a meterse donde nadie les llamaba.
¿Quién era el que llamaba a la policía en cuanto había un coche aparcado demasiado tiempo en la zona? Aronsson. ¿Quién llamó a la Seguridad Social diciendo que Olle Stark, que estaba de baja por enfermedad, trabajaba en el bosque? Nadie lo sabía y todos estaban al corriente. Aronsson.
¿Y qué había querido decir con ese «de verdad piensas eso»?
Ya podían tener cuidado. Qué mala pata. Aronsson era uno de los Justos y, ¿por qué no podía hacer algo alguien y quemarle la casa, preferiblemente cuando él estuviera durmiendo dentro?
Gustav apretó los dientes. Como si no tuvieran ya bastantes problemas.
Estaba cabreado cuando se bajó del coche y empezó a sacar las cosas. Y cuando se le rompió el asa de una de las bolsas de papel y se le cayeron al suelo unos cuantos kilos de fruta y verdura, le entraron ganas de dar una patada y mandarlo todo a la mierda, y de soltar más de un taco. Se contuvo, pensando en Aronsson. Sólo por una cosa así. Eso le cabreó aún más.
Caminó hacia la casa con la bolsa en brazos y, no pudo evitarlo, miró de reojo por encima del hombro, para comprobar si su vecino estaba mirando detrás del recodo. No estaba.
Mahler dejó la bolsa encima de la mesa de la cocina.
– Hola -gritó, y fue hasta el dormitorio al no obtener respuesta.
El pequeño estaba en la cama tal como le había dejado, aunque ahora tenía las manos sobre el pecho. Mahler tragó. ¿Se acostumbraría alguna vez al aspecto de Elias?
En el suelo, al lado de la cama, yacía tumbada Anna. Estaba como muerta, con los ojos abiertos de par en par mirando fijamente al techo.
– ¿Anna?
– Sí -contestó ella con voz apagada, sin levantar la cabeza.
Había un biberón junto a la almohada de Elias. Se había caído un poco de líquido en la sábana. Mahler cogió el biberón y lo puso encima de la mesilla.
– ¿Qué pasa?
Seguía cabreado. Había sido un suplicio andar dando vueltas con las bolsas por Norrtälje bajo aquel calor sofocante, llevar las cosas y hacer bien los encargos. Había contado con volver a casa y poder descansar un poco. Pero ahora había pasado algo más. Anna no contestaba. Tuvo ganas de darle un golpecito con el pie, pero se abstuvo.
– Oye, ¿qué pasa?
Anna tenía los ojos hinchados, rojos de llorar. Su voz, apenas un susurro a través de capas de viejas lágrimas.
– Está vivo.
– Sí. Ya lo sé. -Mahler cogió el biberón, lo agitó. Quedaban los posos del azúcar que no se había disuelto bien-. ¿Le has dado esto?
Anna asintió sin palabras.
– Ha bebido.
– ¿Ah, sí? Qué bien.
– Ha chupado.
– Ya.
Mahler sabía que debería estar más entusiasmado con la noticia de lo que era capaz de mostrar; tenía la cabeza embotada por la falta de sueño, el cansancio y el calor.
– ¿Puedes ayudarme a descargar el coche?
Anna levantó la cabeza y lo miró. Un buen rato. Lo observó como si él fuera un ser de otro planeta y ella estuviera tratando de entender cómo funcionaba. Él se pasó la manga de la camisa por la frente y dijo de mal humor:
– Traigo cosas congeladas que se van a deshacer si no…
– Yo lo descargaré. -Anna se levantó-. Yo descargaré las cosas congeladas.
Era necesario aclarar las cosas. Algo no iba bien. Él ya no era capaz de pensar. Cuando Anna fue al coche, él se encerró en su habitación y se tumbó en la cama. Advirtió, agotado, que la habitación había sido limpiada mientras él estaba fuera. Sólo la cantidad de telarañas que había en los ángulos entre las paredes y el techo indicaban que no había vivido nadie allí desde hacía tiempo. Medio amodorrado, oyó la entrada de Anna y el crujir de las bolsas de papel cuando sacaba las cosas en la cocina.
«La bolsa grande lo dice todo…» [10].
No estaba dormido, pero su cuerpo se fue hundiendo lentamente hasta llegar a un punto en el que algo arrancó dentro de él, un clic, y entonces abrió los ojos, se sentía bastante más despierto de lo que lo había estado en todo el día. Se quedó un rato en la cama, disfrutando de que ya no sentía como si tuviera arena debajo los párpados. Luego se levantó y fue a la cocina.
Anna estaba sentada a la mesa leyendo uno de los libros que él había traído de la biblioteca.
– Hola -dijo él-. ¿Qué estás leyendo?
Anna le enseñó la cubierta, Autismo y juego, y retomó la lectura.
Él permaneció indeciso unos instantes, luego fue al cuarto de Elias y se llevó una sorpresa. El pequeño estaba tumbado en la cama con un biberón que él mismo sujetaba con la mano. Mahler parpadeó, se acercó.
Probablemente eran imaginaciones suyas, motivadas por el hecho de que Elias hacía algo que cualquier niño puede hacer, pero tuvo la impresión de que la cara de Elias parecía un poco más… sana. No tan absolutamente rígida y áspera, de viejo. Como si se hubiera posado un poco de luz y de alivio sobre aquella piel reseca.
Tenía aún los ojos cerrados y con el biberón en la boca parecía casi como si… disfrutara. Gustav cayó de rodillas al lado de la cama.
– ¿Elias?
No hubo respuesta ni gesto que indicara que Elias oía o veía. Pero sus labios se movían, succionando poco a poco, y la garganta tragaba.
Mahler estiró la mano y le acarició con cuidado el cabello rizado. Era fino y suave bajo su mano.
Anna había dejado el libro y estaba sentada mirando por la ventana, el muro del bosque de abetos y el álamo alto y solitario en el que habían empezado a construir una cabaña; había algunas tablas de madera y contrachapados clavadas entre las ramas. Elias y ella habían empezado a construirla el verano pasado; Mahler no era hombre de andar subiendo escaleras.
Mahler se puso detrás de ella y dijo:
– Fantástico.
– ¿El qué? ¿La cabaña?
– No. Que beba él solo.
– Sí.
Mahler respiró profundamente, soltó de nuevo el aire. Dijo luego:
– Perdón.
– ¿Por qué?
– Porque… no sé. Por todo.
Anna sacudió la cabeza.
– Las cosas son como son.
– Sí. ¿Quieres un whisky?
– Sí.
Mahler echó un chorrito de whisky en dos vasos, los puso en la mesa y levantó el suyo delante de Anna.
– ¿Paz? -propuso-. ¿De momento?
– Paz. De momento.
Después de beber cada uno su trago, suspiraron ambos al mismo tiempo, lo cual hizo sonreír a los dos. Anna le contó que había masajeado la mano y los dedos de Elias un buen rato hasta que se le pusieron más suaves y que después le había puesto el biberón en la mano.