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– El viejo… a mí no me gustaba. Cuando yo era pequeño, él solía…

La mujer le tiró del brazo para hacerle callar, y sonrió como disculpándose ante Flora, que vio inmediatamente todo su matrimonio, la infancia de aquel hombre, y lo que vio hizo que sintiera un escalofrío y dejara de mirarlos.

– Eva Zetterberg -dijo el individuo situado delante de ella, el hombre acompañado por el niño.

– ¿Y quiénes sois? -le preguntó el vigilante que tenía las listas.

– Yo soy su marido -contestó el hombre, y señalando al niño y al señor mayor, agregó-: Ellos, nuestro hijo y su padre.

El vigilante asintió, pasó las hojas hasta llegar a una de las últimas listas y la recorrió con el dedo.

«El conejo, el conejo…»

El castor Bruno y un conejo. Un conejo dentro de un bolsillo. También el niño, el hijo de Eva Zetterberg, estaba pensando en un conejo. En el mismo conejo. Aquélla era su familia. Y todos sus miembros estaban pensando en un conejo.

– 17 C -indicó el vigilante señalando dentro del recinto-. Seguid los carteles.

La familia de Zetterberg cruzó enseguida dentro de la verja. Flora captó una sensación de alivio y se grabó en la memoria el 17 C. Era su turno. El vigilante la miró con severidad.

– Tore Lundberg -dijo Flora.

– ¿Y tú eres…?

– Su nieta.

El vigilante la miró, observó la ropa que llevaba, sus ojos pintados de negro, su pelo cardado, y Flora comprendió que no le iba a dejar pasar.

– ¿Puedes demostrarlo?

– No -dijo Flora-. Claro que no puedo.

No valía la pena discutir; el vigilante estaba pensando en adoquines, en jóvenes que quitaban los adoquines.

Flora se alejó de la puerta y fue siguiendo el perímetro de la alambrada, recorriendo la malla con los dedos. El caudal de pensamientos iba disminuyendo a medida que se alejaba, y fue como volver a casa después de haber permanecido a la intemperie en mitad de una tormenta. Siguió alejándose hasta que dejó de oír los pensamientos de los demás y se sentó en la hierba, suspirando mentalmente.

Cuando volvió a sentirse en condiciones, siguió el trazado de la valla hasta llegar a un ángulo donde los edificios la ocultaban de la vista de los vigilantes de la entrada. La alambrada parecía siniestra, distanciaba a las personas que excluía y a las que encerraba. Era una neurosis militar.

No parecía difícil trepar por ella; el problema estribaba en el espacio abierto existente entre la valla y los edificios. Le sorprendió la ausencia de vigilantes apostados alrededor de la valla; si se hubiera tratado, por ejemplo, de un concierto, habría habido uno cada veinte metros. Quizá no contaran con que la gente quisiera colarse.

«Entonces, ¿por qué ponen la valla?».

Lanzó la mochila por encima de la alambrada y dio gracias a que sus deportivas favoritas se habían caído a cachos y se había visto obligada a ponerse las botas, cuyas puntas afiladas eran perfectas para apoyarse en los huecos de la alambrada. Llegó arriba en diez segundos. Cuando ya se encontraba al otro lado, se agachó en balde, pues era tan visible como un cisne encima de un cable del teléfono, y constató que su incursión parecía haber pasado inadvertida. Se echó al hombro la mochila y se dirigió hacia los edificios.

Koholma, 12:30

Mahler se había preparado para la situación actual. Tenía el bote en el embarcadero, sin agua pero con el depósito lleno. Dejó a Elias con cuidado y saltó dentro de la barca para coger el equipaje y la cesta frigorífica que le llevaba Anna.

– Faltan los chalecos salvavidas -dijo ésta.

– No tenemos tiempo.

El periodista vio los chalecos colgados de un gancho dentro de la caseta y a simple vista pudo advertir que a Elias se le había quedado pequeño el suyo.

– Elias pesa menos ahora -dijo Anna.

Gustav meneó la cabeza y apretujó el equipaje. Entre los dos acostaron al redivivo en el suelo envuelto en una manta. Anna fue a soltar el amarre mientras Mahler intentaba poner el motor en marcha. Era un Penta-Volvo antiguo, de veinte caballos, y Mahler, mientras tiraba del cable, se preguntaba si habría alguna estadística fiable de cuántos infartos había provocado a lo largo de la historia aquella pelea con los motores fueraborda.

«U… no… enes irón… tío… elker…».

Debió tomarse un respiro tras ocho intentos fallidos de arrancar el motor. Se sentó en la bancada de popa y dejó descansar las manos sobre las rodillas.

– ¿Anna? ¿Acabas de decir «Tú no tienes el tirón adecuado, tío Melker [13]»?

– No -dijo Anna-, pero lo he pensado.

– ¿Ah, sí?

Mahler miró a Elias; tenía la cara arrugada e inmóvil, y sus entornados ojos negros miraban al cielo. En el paseo hasta el embarcadero, Mahler había comprobado lo que antes sólo era una sospecha: Elias pesaba menos, mucho menos que cuando salió de su tumba cuatro días antes.

No había lugar a cavilaciones. ¿Cuánto tiempo podía pasar antes de que Aronsson llamara, antes de que se presentara alguien? Mahler se frotó los ojos; se le estaba empezando a levantar un ligero dolor de cabeza.

– Tranquilo -repuso Anna-. Menos de media hora no pueden tardar.

– ¿Puedes dejarlo ya? -dijo Mahler.

– ¿Dejar qué?

– Dejar… de estar dentro de mi cabeza. Lo he entendido. No tienes que demostrármelo.

Ella se levantó de la bancada y se sentó en la manta junto a Elias sin decir nada. A Mahler le escocían los ojos, irritados a causa del sudor. Se volvió hacia el motor y tiró con tanta fuerza que creyó que se iba a partir el cable, pero en vez de eso empezó a rugir; bajó las revoluciones del motor, dio marcha atrás y empezaron a deslizarse.

Anna estaba sentada con la mejilla ligeramente inclinada sobre la cabeza de su hijo. Ella movía los labios. Mahler se secó el sudor de los ojos y fue consciente de que había un secreto del cual no era partícipe. Había leído algo sobre los fenómenos de telepatía alrededor de los redivivos, pero ¿por qué no podía él leer lo que pensaba Anna, si sus pensamientos eran para ella como un libro abierto?

Soplaba lo que en los partes meteorológicos llamaban vientos «de suaves a moderados» y las olas chapoteaban contra el casco de plástico cuando dejaron atrás el estrecho. En la bahía se veía alguna ola aislada.

– ¿Adónde vamos? -gritó Anna.

Mahler no contestó, sólo pensó «al islote de Labbskäret», para fastidiar.

Anna asintió. Él aceleró a tope.

Sólo cuando llegó a la ruta marítima frecuentada por los ferries que hacían el trayecto hasta Finlandia y constató que no había ninguno cerca, sólo entonces, cayó Mahler en la cuenta de que se había olvidado el mapa de navegación costera. Cerró los ojos y trató de recordar la ruta.

«Fejan… El islote de Sundskär… Remmargrundet…».

No habría ningún problema mientras pudieran seguir la derrota de los transbordadores, además recordaba que la torre de la antena de radio de Manskär debía verse justo de frente hasta que tuvieran que girar hacia el sur. Después iba a ser más complicado, pues las aguas que rodeaban el islote de Hamnskär eran traicioneras y estaban llenas de escollos.

Observó a Anna y ésta le respondió con una mirada inescrutable. Ella sabía que no llevaban mapa y que corrían el riesgo de perderse, y seguramente también vería el mapa provisional que él había intentado trazar en su mente. Aquello era insufrible, como si alguien le observara detrás de un espejo a través del cual él no podía ver nada. A él no le gustaba que ella pudiera leerle los pensamientos; a él no le gustaba que ella pudiera leerle… a él no le gustaba… a él no le gustaba que…

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[13] Melker Melkerson, más conocido como Farbror Melker, es un personaje de Vi på Saltkråkan, de la escritora sueca Astrid Lindgren (1907-2002).