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Claudia Amengual

Desde las cenizas

© 2005, Claudia Amengual

A mamá y a Carlos.

En memoria de papá.

“…serán cenizas, mas tendrán sentido…”

Francisco de Quevedo

I

Al principio, fue el miedo.

* * *

A las nueve de la mañana, Diana encendió el primer cigarrillo y se buscó en el reflejo azul de la pantalla. Descubrió la punta roja de la brasita y más atrás sus ojos igualmente brillantes, como anhelando. Y ya no se vio más, porque entró en el universo virtual desplegado ante sí, una promesa de algo que podía ser o no, pero que le daba una razón para salir de la cama.

Diana sentía desde hacía tiempo que el miedo anestesiaba su voluntad. Se agazapaba en la penumbra de la razón, disfrazado de sensatez, como una araña que teje una tela de hilos imperceptibles y espera. Sabía que, al final, el miedo siempre mata; pero esta vez el aire estaba volviéndose irrespirable y la desesperación hizo que el miedo se transformara en un manotazo al vacío, hacia cualquier cosa mejor que aquella abulia en la que transcurrían los días.

Cuando llegó el segundo mensaje, se estremeció con una alegría que la arrancó de su cuerpo por unos minutos. Tiempo atrás había renunciado a la juventud y, con ella, al entusiasmo que ilumina una mañana cualquiera o hace nacer ganas de mirarse al espejo. Y así se convenció de que la madurez pasaba por dejarse marchitar sin dar pelea, como si el destino fuera nada más que una vejez que gotea anticipada en una piel todavía joven. Ahora, le daba una cierta vergüenza reconocerse en el desasosiego de esta mujer a la espera del mensaje de un desconocido. Sentía una corriente de emociones olvidadas lanzarse como rayos por sus venas y estallar en pulsos acelerados, ínfimos orgasmos deshechos en polvo de estrellas. Cada tanto, sin embargo, si era demasiado evidente que su cuerpo respondía como vigía de una posible felicidad, el sentido del propio ridículo se transformaba en antídoto contra aquel erotismo incipiente, y la paralizaba.

Cuando Nando trajo la computadora, Diana la había mirado con desconfianza, como se mira una bolsa de leche sin fecha de vencimiento. Se refería a ella como “la máquina”, casi siempre para quejarse porque ocupaba demasiado lugar en el cuarto. La habían puesto en un rincón junto a la ventana, sobre una mesita metálica que nada tenía que ver con el roble tallado de la cama. A Diana tampoco le gustaba la luz blanca que Nando se había empecinado en instalar. Un día, sin aviso, su dormitorio empezó a parecerle un quirófano.

Tocó la tierra de la tuna y vio que todavía conservaba algo de humedad. En alguna revista había leído que las tunas absorben la radiación, y no dudó en comprar la más grande que encontró en el vivero. Parecía un pepino enorme cubierto de espinas, y un botón rojo en la punta amenazaba con ser flor en cualquier momento. Sabía de sobra que una tuna en el dormitorio era un detalle hostil, pero se divertía con una dosis de crueldad cuando pensaba que la decoración de aquel cuarto le importaba cada vez menos. El pimpollo llevaba demasiado tiempo siendo promesa de flor y Diana empezaba a creer que se marchitaría sin haber abierto.

Si no hubiera sido por su hermana, jamás habría cedido a la tentación de prenderla. Pero Gabriela consiguió aquella beca en Lima y todo empezó a cambiar. Le dio la excusa para perderle respeto a “la máquina” odiosa. Aquel pulpo metido en su cuarto. Aunque desde hacía poco más de un mes ya no eran las noticias de Gabriela las que buscaba cada día. Estaba ansiosa. Vivía ansiosa. Abría su casilla esperando encontrar algo de lo que no estaba segura, algo que le diera vuelta las horas, que le removiera la rutina de un zarpazo. Algo como aquel mensaje que encontró un mes atrás y que tuvo el efecto de una dulzura recuperada en apenas unas torpes líneas. Tantos años de seguridad, tanto orden y ahora necesitaba de esa incertidumbre con la que empezaba cada día.

Fue sin querer. Gabriela insistió en que se comunicaran de ese modo y, aunque ella trató de mantenerse firme y hablar por teléfono, las facturas a fin de mes la dejaron sin opción. Un día, a escondidas y maldiciéndose, le mandó el primer mensaje electrónico; breve, una especie de telegrama, sin el menor gusto, como para dejar claro que le molestaba tener que hacerlo. Pero cuando Gabriela respondió, minutos más tarde, diciendo que no podía creer que se hubiera producido el milagro, tuvo que reconocer que algo se le apretó en la garganta. Después, vino la disciplina, el hábito de abrir al menos una vez al día su casilla y contestar lo que hubiera, desechar las ofertas de productos, desconfiar de remitentes desconocidos, buscar en un cigarrillo la paciencia para esperar que bajaran las imágenes de paisajes y las frasecitas estúpidas con saldos de filosofía en liquidación. Todo un mundo con sus reglas y una nueva ansiedad descontrolada en la que apenas se reconocía. La mujer predecible que parecía tener dominio sobre sus impulsos corría como loca a sumergirse en el cristal líquido de una pantalla fría que a veces se llenaba de tibieza, donde podía entrar libre de ataduras mientras dejaba quemar la comida sin el menor remordimiento.

Gabriela tiraba el primer naipe de algún mensaje provocador y Diana seguía el juego con respuestas escuetas; pero pronto descubrió el placer de expresarse con tiempo. Escribía largas cartas, cuidaba la forma, le pedía a Gabriela que fuera más atenta, que escribir rápido no significaba hacerlo mal, que a ver si se iba al diablo la educación, que dónde estaban tildes y comas. Y Gabriela le respondía a borbotones, sin una segunda lectura, sin tiempo para correcciones ni ortografías. Le contaba de la estimulante vida en la universidad, de las ventajas de tener la piel blanca y los ojos claros, de un limeño que le mandaba flores amarillas, de un restaurante construido sobre el agua en un muelle que se adentraba en el Pacífico, de una estatua enorme con una pareja enlazada en un beso eterno, de una playa de estacionamiento junto al océano adonde iban a hacer el amor; y de una mujer arrugada que vendía preservativos y papel a la entrada.

A Nando lo divirtió esa pequeña victoria, pero nada dijo. La miraba desde la cama, escondido tras el libro de turno o el diario del domingo que nunca terminaba de leer. La miraba como descubriendo, aunque hacía tiempo que no se sorprendían, y guardaban de los primeros asombros nada más que una nostalgia hecha cenizas. Tuvieron una etapa en la que hasta el sonido esmerilado de las medias de seda ya era motivo para hacer de la noche una fiesta; pero desde hacía un tiempo podían repetir mentalmente los gestos del otro y predecir con exactitud las reacciones a las preguntas de siempre. También por eso hablaban menos y, cada tanto, cuando necesitaban aferrarse a la tabla suelta de aquel naufragio, se engañaban repitiéndose que les bastaba una mirada para entenderse.

Ahora había alguien para quien todo significaba el prodigio de un descubrimiento y que, además, se mostraba interesado en la insignificancia de sus días grises de mujer casada. Desde aquella noche de hacía poco más de un mes cuando Diana estuvo a punto de borrar un mensaje que venía pegado al de Gabriela y no traía asunto. Era un mensaje enviado por error. Diana lo reenvió al remitente con una pequeña nota donde aclaraba la equivocación. Recibió una contestación en la que le agradecían la buena voluntad. Y ella, sin saber por qué cedía al impulso, volvió a responder amabilidad con cortesía y dejó una hendija abierta para una comunicación que, inexplicablemente, fue creciendo hasta convertirse en droga.

Apenas Nando le daba el beso de despedida, Diana saltaba de la cama e inauguraba el ritual del día con una ansiedad de niña caprichosa que disfrutaba de aquel placer demorado. En eso consistía el juego: la espera diluida en incógnitas que eran como un infinito de espejos enfrentados abiertos hacia posibilidades locas; toda la fantasía proyectada en la ilusión de una vida nueva. Diana rogaba que fueran mensajes largos para prolongar algunos segundos el disfrute, y se quedaba contemplando, la mirada en blanco, las letras convertidas en hormiguitas zigzagueantes sin decidirse a hacer foco sobre las palabras, temerosa de que aquello fuera una decepción, angustiada porque el goce de la lectura se consumiera en sí mismo y abriera una brecha en la rutina que entraba implacable y se instalaba hasta el mensaje siguiente.