Cayó en la alfombra, extenuada. La imagen comenzó a perfilarse primero en una nebulosa de inseguridades y, poco a poco, se fue aderezando con pequeñas constataciones que transformaban aquella sospecha en una verdad: las llegadas tarde, el exceso de ropa nueva, el frasco de perfume en la gaveta del auto, los besos fugaces, el sexo obligado. Anduvo días deambulando en un tránsito mantecoso que la llevaba como autómata de la casa al trabajo sin más deseo que cumplir con los deberes y dormir todo lo que fuera posible. Se cuestionaba dónde había estado la falla, en qué eslabón suelto se rompía aquella cadena que había creído eterna. Buscó culpables, odió, quiso matar, a veces; y otras, apenas encontró la energía indispensable para levantarse de la cama. Si hubiera podido ver con la claridad que otorgan tiempo y distancia, habría caído en la cuenta de que no era Nando lo que más le dolía, sino sentirse sustituida. Pensó que estaba fea, que la otra, por definición, tenía que ser mejor, más joven, más linda. Y, como no podía ser de otra manera, quiso conocer a Victoria, otra forma de echar vinagre sobre las heridas.
Fueron semanas de sensaciones ambiguas en las que su universo se pulverizó en una nada de indiferencias. Daba lo mismo que la heladera estuviera vacía, que Tomás terminara la tarea, que perdieran el turno del dentista o que el color de su pelo asomara en las raíces con desvergüenza. Seguía los movimientos de Nando con una indiscreción elocuente, lo miraba fijo durante la cena o le hacía preguntas demasiado obvias que lo ponían en actitud de defensa anticipada. Pero jamás pudo verlos juntos ni encontrar el menor indicio material que le permitiera dar rienda suelta a la ira que la estaba consumiendo.
Hasta que una noche, justo antes de dormir, en ese instante que debería estar prohibido para cualquier confesión, le espetó a bocajarro la certeza de que tenía otra. Y Nando, que ya había olido esta inquietud en el aire espeso de su casa, negó con la rotundidad que venía preparando desde hacía tiempo y que le aseguró, al menos, el beneficio de la duda. Estaba convencido de que no se debía admitir una infidelidad aunque lo encontraran a uno en la misma cama. Aquella fue una noche para olvidar. Diana se debatía en un llanto furioso desde el que apenas lograba articular alguna amenaza incoherente. Nando, con una cuota de cinismo que estimó el menor de los males, la consolaba diciendo que era pura fantasía. Los dos recorrían un camino doloroso en el que la dignidad se resquebrajaba y quedaban deudas pendientes que siempre alguien terminaría pagando.
No volvieron a hablar del asunto, aunque sobrevolaba entre ambos, como un espectro tenaz, la paradójica situación de fingir que se ignora que el otro sabe. Hicieron lo que tantas parejas que siguen su curso con la convicción precaria de que es preferible no enterarse, de que cerrar los ojos hará desaparecer el problema y recuperarán esa endeble tranquilidad que da el orden. Nando se esmeró en cuidar los detalles delatores y Diana aprendió a buscar excusas. De alguna manera, renovaron su contrato y aceptaron la farsa de que el amor se puede inventar con buena voluntad.
Tantas veces, masticando lapiceras en la soledad de su despacho, Nando se frustraba en el intento de encontrar la fórmula para que nadie saliera lastimado. Maldecía no saber hablar de sus sentimientos con la facilidad con que lo hacían Diana y Victoria, y maldecía el momento en que alguien le había enseñado a esconder el llanto. Trataba de recordar a su padre manifestando siquiera alguna tristeza, pero apenas lograba traer la imagen de un titán que se fortalecía con el sacrificio. Aquella equivocación cultural tomaba en su vida la dimensión de una tragedia.
Cuando se permitía esos momentos de introspección, volvía a los primeros tiempos y sentía que su relación con Diana no había estado tan mal. Parecía claro que no existía más razón para aquel desgaste que el tedio o quizá la necesidad de ser querido con ojos nuevos, descubrirse capaz de seducir como hacía veinte años; quién podía saberlo. A veces, creía que su matrimonio había empezado a desmoronarse desde el primer día, imperceptiblemente, grano a grano, como un castillito de arena.
Ahora, todo era Victoria, amor Victoria, vida Victoria, aire Victoria, luz Victoria, ternura Victoria, risa Victoria, universo Victoria, pasión Victoria, deseo Victoria, Victoria, Victoria, Victoria, Victoria, Victoria clavada en el pecho como esa puntada dolorosa que sentía algunas tardes justo en el lado izquierdo, naciéndole desde el brazo, y que se consumía en unos segundos. Aquella rara mezcla de culpa y felicidad lo estaba matando.
– Estoy jodido -pensaba, y encendía un cigarrillo con la colilla del anterior.
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: jueves 24 de julio de 2003, 23:56
Asunto: “pero el amor… esa palabra”
Cortazar sabia de estas cosas:
“Creo que soy porque te invento alquimia de aguila en el viento desde la arena y las penumbras y tu en esa vigilia alientas la sombra con la que alumbras y el murmurar con que me inventas”
G.
XIV
Como cada sábado, Mercedes inauguró la mañana poniendo la casa en orden. Ya no estiraba el brazo; ni siquiera le importaba que Lucio estuviera o no del otro lado de la cama. Abría los ojos, sentía que el día se le desplomaba encima y sólo lograba vencer la pereza cuando revolvía en su memoria hasta encontrar algún detalle casero pendiente. Entonces le venía un desasosiego que, a veces, terminaba en taquicardia, y que lograba levantarla para solucionar aquel desastre que amenazaba su mundo de seguridades. Jamás llegaba la sangre al río, porque el tal detalle no era más que alguna prenda por planchar o un vaso abandonado por Lucio en la pileta.
Estaba limpiando las gotas en la mampara del baño cuando cayó en la cuenta de que no le había preguntado a Diana qué llevar. “El postre”, pensó, y con la dulzura vino a su mente la idea de que esa noche, aunque fuera de mentira, podría jugar a arreglarse para otro hombre. Era curioso, pero desde su ocurrencia en el bar no había hecho otra cosa que pensar en Bruno, y el motivo inicial de la reunión empezaba a parecerle una tontería. ¿Qué hombre soportaría a una engreída como Gabriela? “Pobrecito”, se dijo, “¿cómo vamos a hacerle eso?”. Y en el mismo instante en que sonreía con malicia, decidió que aquella reunión no tenía más razón de ser que probar si todavía podía seducir a un hombre.
Nando tomó su yogur de cada mañana, preparó un par de tostadas y salió a trotar por el parque. Era una hora que se regalaba los sábados, temprano, antes de que los autos atestaran las calles y el aire se enrareciera en una mezcla de ruidos y olores que ni siquiera la arboleda podía mitigar. Le gustaba correr; experimentar esa sensación de libertad metida en las piernas y que el viento le azotara la cara. Le gustaba también el cansancio saludable después del ejercicio y la comprobación semanal de que, rozando los cincuenta, aún se mantenía joven. Corría con la mente sintonizada en Victoria. Repasaba la textura de su piel y sentía los músculos ponerse a tono. Esa mañana, mientras corría y la desnudaba en su mente, se dio cuenta de que no llevaba reloj.
Lucio comenzaba su sábado un poco más tarde. Se tomaba su tiempo para estirarse en la cama, escuchar las noticias con la atención puesta especialmente en los deportes. Después, se duchaba y salía sin desayunar. En el quiosco lo esperaban con un cortado largo y dos medialunas rellenas, el mismo menú que venía repitiendo desde la infancia. No había mucho para hacer allí. Los empleados tenían idoneidad suficiente, más el estímulo de las comisiones, y se desenvolvían como si fueran los dueños. Lucio apenas hacía un simbólico acto de presencia y aprovechaba para hojear los diarios mientras desayunaba. Era un placer inmenso apoyar los pies en cualquier silla y comer sin preocuparse por dejar migas o la marca de un vaso en la mesa.