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Mercedes ya iba por su cuarta copa de vino y la cabeza empezaba a zumbarle. Cortó una rebanada de pan, la untó con una salsa verde y puso encima una feta de jamón. Pensó que apenas comiera algo se le iría ese malestar de los primeros vinos.

– Decime, nena, ¿tu hermana no piensa aparecer?

– ¿Qué hora es?

– Diez y veinte.

– Voy a ver qué está haciendo. Debe de estar probándose esas porquerías que compró hoy. Seguro que no se decide por ninguna y termina con cualquier cosa. No sería la primera vez -se secó las manos en el repasador.

Mercedes le acomodó el pelo y pensó que a su amiga le hacían falta unas clases de sensualidad. Y un poco de alegría, también. Diana agradeció y salió de la cocina mientras la otra descorchaba una botella y se decía en voz baja que la ingrata de Gabriela no merecía el baile que le habían montado ni mucho menos quedarse con el premio mayor.

– Voy a ver qué le pasa a Gaby -dijo Diana cuando pasó por delante de los hombres. Se inclinó para besar a Lucio-. ¿Cómo estás?

– Aquí andamos, tirando. -No quiso contestar más porque se le atropellaban las palabras cuando se ponía nervioso, y terminaba diciendo una tontería.

Nando vio una oportunidad para intercalar uno de esos chistes obligados.

– Ya saben lo que dicen en Venezuela de los rioplatenses. Que somos muy machos porque siempre estamos tirando.

La risa colectiva apagó un ¡ja! que vino desde la cocina y que Lucio, entrenado en esos menesteres, conocedor de su esposa, fue el único que oyó, quizá porque lo estaba esperando. En lo que siguió de la noche, el chiste se volvió una válvula de escape cuando los silencios espesaron el aire, y más de una vez hubo sonrisas forzadas para disimular la incomodidad que produce la estupidez. Parecía una cita ineludible contar un chiste cada diez o veinte minutos, como si fuera necesario mantener a la fuerza el aire festivo que justificara aquella reunión. Más tarde, cuando Gabriela se les unió, rivalizaba con Nando en sus historias; una puja para ver quién lograba hacer reír más, quién resultaba más seductor o decía la obscenidad más provocadora. En el fondo, coqueteaban. Lo hacían con descaro frente a Diana, que percibía que algo no andaba bien en aquella camaradería exagerada, aunque lejos estaba de imaginar que detrás de cada provocación latía el recuerdo todavía caliente de una tarde de locura, tantos años atrás.

XVIII

Cuando Diana entró en el dormitorio de servicio, encontró a Gabriela envuelta en dos toallas blancas: una alrededor del cuerpo y la otra a modo de turbante. Estaba tendida en la cama boca arriba, con unas rodajas de pepino cubriéndole los ojos y una pasta amarronada esparcida por la cara, que le dejaba libre tan solo la línea roja de los labios. Diana la zamarreó y la otra, rescatada del más encantador de los sueños, despertó de un salto con la duda de no saber en qué país estaba.

– ¡¿Qué pasó?!

– ¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué pasó?! -la voz de Diana sonaba furibunda-. Hace más de una hora que está la gente y vos durmiendo. No tenés remedio, Gaby. Siempre la misma egoísta. Y yo que no aprendo más.

Gabriela ya estaba de pie y se quitaba la máscara con trapos húmedos. Diana recogió las rodajas de pepino y un par de algodones sucios perdidos bajo la cama. El cuarto era un verdadero estropicio de ropa tirada por cualquier parte, medias colgando de los pestillos, potes abiertos y un olor a esmalte de uñas que, entibiado por la calefacción, hacía difícil respirar.

Solamente la cajita, tan inerte, tan sola, parecía ajena al caos.

– Vas a intoxicarte. -Diana abrió una ventana y el aire helado entró a raudales.

– No estaría mal -respondió Gabriela, con tanta seriedad que su hermana detuvo su recolección de objetos; pero fue un segundo al cabo del cual hizo como que no había oído.

– ¿Cuánto demorás?

– Me visto, me hago un brushing rapidito, un poco de pintura y lista.

– ¡Cuánto! -repitió Diana exasperada.

– Media hora. ¿Qué tal está?

– ¿Qué cosa?

– El fulano.

Diana pareció llegar al colmo de la paciencia. Cerró la ventana con una violencia que hizo peligrar el vidrio y antes de salir mintió:

– Ni lo miré, pero si no te apurás, Mercedes te madruga.

Tal cual lo anunció, media hora más tarde Gabriela emergía del cuarto transformada en una muñeca. A Diana le nacieron sensaciones ambiguas, que iban desde la admiración a un cierto recelo que atribuyó al enojo por la desconsideración de su hermana. No era eso, sino que Gabriela estaba escandalosamente bella y a su lado, ella y Mercedes palidecían. Lucio quiso jugar al caballero y le extendió una mano, pero Nando, con la oculta idea de que todo lo que se movía en su casa le pertenecía de algún modo, se antepuso a la mano extendida y le ofreció un brazo que su cuñada aceptó. Las mujeres, acomodadas en los almohadones, se preguntaban si no era hora ya de ir al baño para retocarse un poco y criticaban en silencio el desparpajo de aquel pantalón demasiado ajustado; los hombres admiraban el ejemplar precioso que venía a estropearles la armonía.

Gabriela los saludó de a uno. Se detuvo apenas con Bruno para darle el tiempo a que oliera su perfume en el instante breve del beso, y abrazó a Mercedes, que correspondió el abrazo y le dijo qué gusto le daba verla, lo linda que estaba, un poco más gordita, pero le quedaba bien. Agregó que seguramente había dejado algún corazoncito roto en Lima y luego se relamió las gotas de su veneno. Diana ya estaba en la cocina, donde parecía encontrar un refugio a su falta de gracia para comportarse en situaciones como esa. Miró sus uñas y se avergonzó de no haberlas arreglado. Poco importaba. Gabriela estaba en escena y las cartas, jugadas. No había que preocuparse por nada más que servir las empanadas y el vino, que del resto se encargaría su hermana. Cuando volvió con la fuente humeante, los otros estaban enfrascados en la primera discusión de la noche y no le prestaron atención mientras avisaba que una muesca, carne; dos muescas, humita; tres, jamón y queso.

– Sesenta años. Se casaron en un campo de concentración. Y no saben la fiesta que hicieron. Parecían dos tortolitos. Una historia de amor de esas… -contó Lucio con una cierta ingenuidad que a Mercedes le resultó insufrible.

– Lucio se compra todos los buzones -lo miró-. ¿Qué hablas de historia de amor? ¿Qué sabés? Si te invitaron a la fiesta por casualidad.

– Casualidad, no. Son clientes. A mí me gustó, fue emocionante. Los dos viejos rodeados por la familia…

Mercedes pidió a Bruno que le llenara la copa y elevó los ojos al techo en señal de fastidio, como pidiendo disculpas por su marido.

– En Lima supe de una pareja que llevaba casi setenta años -dijo Gabriela-. No puedo decir si eran tortolitos porque él tenía un Alzheimer galopante y no conocía a nadie. Ella estaba postrada, enferma, también. Gente de mucho dinero. Allá cuando se tiene, se tiene. Y los cuidaba un ejército de enfermeras y médicos. La casa parecía una clínica. La cuestión es que llevaban todo ese tiempo juntos.

– ¿Qué importa si son dos o cien años, si no se dan cuenta? -volvió a la carga Mercedes.

– Bueno, no siempre estuvieron enfermos -terció Diana.

Mercedes parecía obstinada en romper cualquier ilusión.

– ¿Y qué sabemos si antes funcionaban bien, si se querían? De pronto, fue un desastre. Todos conocemos gente que está junta toda una vida y se lleva como el culo.

A Nando le daba una pereza tremenda entrar en discusiones acerca de vidas ajenas. La incipiente borrachera de Mercedes iba a volver tediosa la charla, así que mejor sería alcoholizarla de una buena vez, a ver si se dormía y dejaba de hostigar al pobre Lucio. Pensó en Victoria y se preguntó cómo era posible que hubiera mujeres tan diferentes. El no habría aguantado ni un segundo al lado de esta serpiente empecinada en fortalecer su autoestima sobre los despojos de su marido. Le llenó la copa con una sonrisa de hiena mientras Victoria venía a instalársele en el pensamiento, y fue tan poderosa su presencia que temió que se le notara. Nada le pareció más atinado para desviar la discusión hacia cornisas menos peligrosas que hacer mención a los vinos que Bruno había elegido.