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Por supuesto, Rosa Klebb tenía una poderosa voluntad de supervivencia, o no se habría convertido en una de las mujeres más poderosas del Estado, y ciertamente era la más temida. Su ascenso, según recordaba Kronsteen, había comenzado con la guerra civil española. En esa época, como agente doble dentro del POUM -es decir, trabajando para el OGPU de Moscú además de para la Inteligencia comunista en España-, había sido la mano derecha, y decían que una especie de amante, de su jefe, el famoso Andreu Nin. Había trabajado con él desde 1935 a 1937. Luego, por orden de Moscú, él fue asesinado y, según se rumoreaba, asesinado por ella misma. Tanto si esto era cierto como si no, desde entonces la mujer había ascendido con lentitud, pero en línea recta, por la escalera del poder, sobreviviendo a reveses, sobreviviendo a guerras, sobreviviendo (porque no forjaba lealtad alguna ni se unía a ninguna facción) a todas las purgas hasta que, en 1953, con la muerte de Beria, sus manos tintas en sangre se aferraron al escalón (al que tan pocos peldaños separaban de la cúspide misma), que conformaba la jefatura del departamento de operaciones de SMERSH.

Y, reflexionó Kronsteen, una gran parte de su éxito era debido a la peculiar naturaleza de su siguiente instinto más importante, el instinto sexual. Porque Rosa Klebb pertenecía, indudablemente, a la más rara de todas las tipologías sexuales. Era neutra. Kronsteen estaba seguro de ello. Las historias de hombres y, sí, de mujeres, eran demasiado detalladas para dudar de ellas. Puede que disfrutara del acto, pero el instrumento carecía por completo de importancia. Para ella, el sexo no era más que un prurito. Y esta neutralidad psicológica y física que la caracterizaba la liberaba a la vez de múltiples emociones, sentimientos y deseos humanos. La neutralidad sexual constituía la esencia de la frialdad en un individuo. Era una característica innata fantástica y maravillosa.

En ella, el instinto gregario también estaba muerto. Su ambición de poder exigía que fuese un lobo en lugar de una oveja. Era una trabajadora solitaria, pero nunca se sentía sola porque la calidez de la compañía le resultaba innecesaria. Y, por supuesto, desde el punto de vista temperamental podía clasificársela como flemática-imperturbable, tolerante al dolor, hara- gana. La pereza sería su vicio dominante, pensaba Kronsteen. Por las mañanas le costaría salir de su tibia cama porcina. Sus hábitos privados serían la dejadez, incluso la suciedad. No resultaría agradable, pensó Kronsteen, echar una mirada al aspecto íntimo de su vida, cuando se relajaba, despojada del uniforme. Los fruncidos labios de Kronsteen hicieron una mueca de desagrado ante este pensamiento, y su mente se apresuró a continuar, pasando del carácter de la mujer, que era sin duda astuto y fuerte, a su apariencia externa.

Rosa Klebb tendría en torno a cuarenta años, supuso, calculando según la fecha de la guerra civil española. Era de estatura baja, en torno al metro sesenta, rechoncha, y sus regordetes brazos, el cuello corto y las pantorrillas de las gruesas piernas envueltas en las medias color caqui, eran muy fuertes para pertenecer a una mujer. Sabría el diablo, pensó Kronsteen, cómo serían sus pechos, pero el bulto del uniforme que descansaba sobre la mesa tenía el aspecto de una bolsa de arena mal hecha; y su figura, en general, con sus grandes caderas en forma de pera, sólo podía ser comparada con un violoncelo.

Las tricoteuses de la Revolución Francesas debieron de tener rostros como el de aquella mujer, decidió Kronsteen mientras se recostaba en el asiento e inclinaba la cabeza ligeramente a un lado. El cabello ralo anaranjado echado hacia atrás y recogido en un apretado moño obsceno; los brillantes ojos pardo amarillentos que se clavaban tan fríamente en el general G. a través de los cristales cuadrados de bordes afilados; la cuña de la nariz de grandes poros y muy empolvada; la mojada trampa que tenía por boca, que continuaba abriéndose y cerrándose como si la manejaran mediante cables desde debajo del mentón. Aquellas mujeres francesas, que se sentaban a tejer y charlar mientras la guillotina caía ruidosamente, debían de tener la misma piel gruesa de pollo, pálida, que se plegaba en pequeñas arrugas debajo de los ojos, en las comisuras de la boca y debajo de las mandíbulas; las mismas orejas grandes de campesina; los mismos puños apretados, duros y con hoyuelos, como redondas empuñaduras de bastón que, en el caso de la rusa, descansaban ahora muy apretados sobre la superficie de terciopelo rojo de la mesa, a ambos lados del gran paquete de su busto. Y los rostros de aquéllas debían de transmitir la misma impresión, concluyó Kronsteen, de frialdad, crueldad y fortaleza que el de esta rusa «horrenda», palabra emotiva que se había permitido aplicar a la mujer de SMERSH.

– Gracias, camarada coronel. Su visión general de la posición actual es valiosa. Y ahora, camarada Kronsteen, ¿tiene algo que añadir? Por favor, sea breve. Son las dos y todos tenemos un día muy pesado por delante.

Los ojos del general G., enrojecidos a causa de la tensión y la falta de sueño, miraban con fijeza los insondables lagos castaños situados bajo la frente abultada. No había ninguna necesidad de decirle a este hombre que fuese breve. Kronsteen nunca tenía mucho que decir, pero cada una de sus palabras valía todo un discurso de los otros oficiales.

Kronsteen ya había tomado una decisión, o no habría permitido que sus pensamientos se concentraran durante tanto tiempo en la mujer.

Echó la cabeza hacia atrás con lentitud y miró al vacío del techo. Su voz resultaba suave en extremo, pero contenía la autoridad que ordena estricta atención.

– Camarada general, fue un francés, en algunos sentidos un predecesor suyo, Fouché, quien observó que no sirve de nada matar a un hombre a menos que se destruya su reputación. Por supuesto, resultará fácil matar a este hombre, Bond. Cualquier asesino búlgaro a sueldo lo haría, si se le instruyera correctamente. La segunda parte de la operación, la destrucción del carácter de este hombre, es más importante y más difícil. En este momento, lo único que me resulta claro es que el hecho debe ser llevado a cabo fuera de Inglaterra, y en un país sobre cuya prensa y radio tengamos influencia. Si me pregunta cómo debe llevarse al hombre hasta allí, sólo puedo decir que si el cebo es lo bastante importante, y su captura sólo puede realizarla este hombre, lo enviarán a cogerlo desde dondequiera que pueda estar. Para evitar que parezca una trampa, yo sugeriría darle al cebo el toque de la excentricidad, de lo insólito. Los ingleses se precian de su propia excentricidad. Tratan las proposiciones excéntricas como un reto. Yo me fiaría, en parte, de esta lectura de su psicología para hacer que envíen a ese importante agente tras el cebo que le pongamos.

Kronsteen hizo una pausa. Bajó la cabeza de modo que sus ojos quedaron fijos en un punto justo por encima de uno de los hombros del general G.

– Procederé a planificar dicha trampa -continuó con indiferencia-. Por el momento, sólo puedo decir que si el cebo consigue atraer a su presa, necesitaremos entonces un asesino con perfecto dominio de la lengua inglesa.

Los ojos de Kronsteen se desplazaron hasta la cobertura de terciopelo rojo de la mesa que tenía ante sí. Con aire pensativo, como si éste fuese el meollo del problema, añadió:

– También necesitaremos una muchacha fiable y extremadamente hermosa.

Capítulo 8

El hermoso señuelo

Sentada junto a la ventana de su habitación y mientras miraba el sereno atardecer de junio, el primer tono rosáceo de la puesta de sol reflejado en las ventanas del otro lado de la calle, la lejana cúpula de una iglesia que flameaba como una antorcha por encima del dentado horizonte de los tejados de Moscú, la cabo de Seguridad del Estado, Tatiana Romanova, pensaba que se sentía más feliz que nunca antes en su vida.