– Octavo -le dijo a la muchacha ascensorista. Permaneció de cara a la puerta. Dentro de sí, recordando una palabra que no había usado desde la infancia, repetía, una y otra vez: «Dios mío… Dios mío… Dios mío.»
Capítulo 9
En el exterior de la puerta anónima pintada de color crema, Tatiana ya percibió el olor de la habitación que había detrás. Cuando la voz le dijo ásperamente que entrara y ella abrió la puerta, fue el olor lo que llenó su mente mientras se detenía en la entrada y miraba fijamente los ojos de la mujer que se encontraba sentada detrás de una mesa redonda, bajo la luz central.
Era el olor del metro en los atardeceres calurosos: perfume barato que ocultaba olores animales. La gente de Rusia se empapaba en perfume, tanto si se había bañado como si no, pero sobre todo cuando no lo había hecho, y las muchachas sanas y limpias como Tatiana volvían siempre andando de la oficina a casa, a menos que lloviera o nevara mucho, para evitar el hedor de los trenes y el metro.
Ahora, Tatiana se encontraba en un baño de ese olor. Sus narinas se contrajeron de asco.
Fueron el asco y el desprecio que le inspiraba una persona capaz de vivir en medio de un hedor tal lo que la ayudó a mirar a los ojos amarillentos que la contemplaban fijamente a través de los cristales cuadrados de las gafas. No podía leerse nada en ellos. Eran ojos receptores, no dadores. Se desplazaron lentamente por toda la muchacha, como el objetivo de una cámara, abarcándola.
La coronel Klebb habló:
– Es usted una muchacha de muy buen aspecto, camarada cabo. Atraviese la habitación y regrese.
¿Qué eran esas almibaradas palabras? Tensa a causa de un nuevo miedo, miedo de los conocidos hábitos personales de la mujer, Tatiana hizo lo que le ordenaban.
– Quítese la chaqueta. Déjela en la silla. Levante las manos por encima de la cabeza. Más arriba. Ahora inclínese y toqúese los dedos de los pies. Enderécese. Bien. Siéntese.
La mujer hablaba como un médico. Con un gesto le indicó la silla que había al otro lado de la mesa, frente a ella. Los ojos de mirada fija, penetrantes, se encapotaron al bajar los ojos hacia el expediente que tenía ante sí.
«Debe de ser mi zapiska», pensó Tatiana. ¡Qué interesante resultaba ver el instrumento que recogía toda la vida de uno! ¡Qué grueso era, casi cinco centímetros! ¿Qué podían ser todas esas páginas? Contempló la carpeta abierta con ojos grandes, fascinados.
La coronel Klebb hojeó las últimas páginas y lo cerró. La cubierta era naranja y tenía una banda negra diagonal. ¿Qué significaban esos colores?
La mujer alzó los ojos. De alguna forma, Tatiana consiguió devolverle la mirada con valentía.
– Camarada cabo Romanova. -Era la voz de la autoridad, del oficial superior-. Tengo buenos informes sobre su trabajo. Su expediente es excelente, tanto en lo que se refiere al deber como a los deportes. El Estado está satisfecho de usted.
Tatiana no podía creer lo que oía. Sintió que se desvanecía de emoción. Se puso roja hasta la raíz del cabello y luego palideció. Posó una mano sobre el borde de la mesa.
– Se lo agradezco, camarada coronel -tartamudeó con voz débil.
– Debido a sus excelentes servicios, se la ha escogido para una importante misión. Es un gran honor para usted. ¿Lo comprende?
Con independencia de lo que fuere, era mejor de lo que podría haber sido.
– Sí, por supuesto, camarada coronel.
– Esta misión acarrea una gran responsabilidad. Es merecedora de un rango elevado. La felicito por el ascenso a capitán de Seguridad del Estado que recibirá al concluir la misión, camarada cabo.
¡Aquello era insólito en el caso de una muchacha de veinticuatro años! Tatiana percibió el peligro. Se tensó como un animal que ve las fauces de acero de la trampa debajo del cebo de carne.
– Me siento muy honrada, camarada coronel. -No pudo evitar que la cautela asomara a su voz.
Rosa Klebb gruñó algo ambiguo. Sabía con total exactitud lo que la muchacha debía de haber pensado cuando recibió la llamada. El efecto causado por su amable recepción, la conmoción de alivio ante las buenas noticias, el redespertar de los temores, habían resultado evidentes. Era una muchacha hermosa, cándida, inocente. Justo lo que exigía la konspiratsia. Ahora había que relajarla.
– Querida -dijo con voz suave-, ¡qué descuidada soy! Este ascenso debe ser celebrado con una copa de vino. No debe llevarse la impresión de que los oficiales superiores somos inhumanos. Beberemos juntas. Será una buena excusa para abrir una botella de champagne francés.
Rosa Klebb se levantó y avanzó hasta el aparador, donde su ordenanza había dispuesto lo que ella pidió.
– Pruebe uno de estos bombones mientras lucho con el corcho. Nunca resulta fácil descorchar una botella de champagne. La verdad es que las chicas necesitamos a un hombre para que nos ayude con ese tipo de cosas, ¿no cree?
El aburrido parloteo continuó mientras depositaba ante Tatiana una espectacular caja de bombones. Regresó al aparador.
– Son de Suiza. Los mejores de todos. Los de centro blando son los redondos. Los duros son cuadrados.
Tatiana murmuró su agradecimiento. Tendió la mano y escogió uno redondo. Resultaría más fácil de tragar. Tenía la boca seca a causa del miedo que le inspiraba el momento en que finalmente vería la trampa y la sentiría cerrarse en torno a su cuello. Tenía que ser algo espantoso si resultaba necesario esconderlo debajo de esta actuación. El mordisco de bombón se le pegó a la boca como chiclé. Por suerte, le pusieron una copa de champagne en la mano.
Rosa Klebb permaneció de pie a su lado. Levantó alegremente su copa.
– Za vashe zdarovie, camarada Tatiana. ¡Y mis más cálidas felicitaciones!
Tatiana forzó sus labios en una pálida sonrisa. Cogió su copa e hizo una pequeña reverencia.
– 7xi vashe zdarovie, camarada coronel. -Vació la copa, como es costumbre en Rusia, y la dejó ante sí.
Rosa Klebb volvió a llenársela de inmediato, derramando un poco sobre la mesa.
– Y ahora, a la salud de su nuevo departamento, camarada.
Alzó la copa. La sonrisa almibarada se tensó mientras observaba las reacciones de la muchacha.
– ¡Por SMERSH!
Aturdida, Tatiana se puso de pie. Cogió la copa llena.
– Por SMERSH.
Las dos palabras apenas lograron salir de sus labios. Se atragantó con el champagne y tuvo que bebérselo en dos sorbos. Se dejó caer en la silla.
Rosa Klebb no le dejó tiempo para reflexionar. Se sentó ante ella y apoyó las manos planas sobre la mesa.
– Y ahora, vayamos al trabajo, camarada. -La autoridad había vuelto a su voz-. Hay muchas cosas que hacer. -Se inclinó hacia delante-. ¿Ha deseado alguna vez vivir en el extranjero, camarada? ¿En otro país?
El champagne estaba haciéndole efecto a Tatiana. Probablemente llegarían cosas peores, pero ahora prefería que llegaran rápido.
– No, camarada. Soy feliz en Moscú.
– ¿Nunca ha pensado cómo sería vivir en Occidente… todas esas ropas bonitas, el jazz, las cosas modernas?
– No, camarada. -Se quedó meditativa. Nunca había pensado en ello.
– ¿Y si el Estado le pidiera que viviese en Occidente?
– Obedecería.
– ¿De buena gana?
Tatiana se encogió de hombros con un asomo de impaciencia.
– Uno hace lo que se le ordena.
La mujer calló durante un instante. En la pregunta siguiente había un toque de conspiración femenina.
– ¿Es usted virgen, camarada?
«Oh, Dios mío», pensó Tatiana.
– No, camarada coronel.
Los húmedos labios brillaron en la luz.
– ¿Cuántos hombres?
Tatiana enrojeció hasta la raíz del pelo. Las muchachas rusas son reacias y gazmoñas en lo que al sexo se refiere. En Rusia, la atmósfera sexual es de plena época victoriana. Estas preguntas de Klebb resultaban todavía más repugnantes por ser formuladas en ese frío tono inquisitorial por una oficial del Estado a quien no había visto nunca antes. Tatiana se llenó de valor. Miró con aire defensivo a los ojos amarillos.