Выбрать главу

– Sí. El dinero y las fuerzas del mal.

– No te preocupes. El único interés que tengo en esa mujer es lo que puede o no saber. -Le contó a Daniel su conversación matutina con la señorita Moorehouse, concluyendo con-:… tiene secretos. Quiero saberlos.

– Comprendo. Pero ten cuidado, amigo. Los dos sabemos que las de su clase, solteronas solitarias, secas y desesperadas, verán más de lo que hay en cualquier atención que le demuestres. Probablemente eres el único hombre que le ha prestado atención durante más de cinco minutos. No sería de extrañar que ya estuviera medio enamorada de ti.

– Lo dudo. Parecía más desconfiada que enamorada. -De repente se le ocurrió que según la teoría de Daniel sobre que en la oscuridad todas las mujeres eran iguales, aún le faltaba por ver a la señorita Moorehouse a la luz del día. Y por razones que no podía explicar, no podía esperar a verla. Si su intención era conseguir algún tipo de información sobre jardinería, no tenía más remedio que convertirse en su amigo.

Sí, indudablemente, ésa era la única razón. Aliviado de haber encontrado una explicación para su deseo de volver a verla, se volvió hacia Daniel.

– Creo que ha llegado el momento de unirme a mis invitadas.

Sarah fue consciente de él en el mismo momento en que salió a la terraza seguido por su amigo, lord Surbrooke. No importaba cuánto intentara concentrarse en jugar con Danforth, la mirada se le desviaba continuamente a la terraza. Y le parecía que cada vez que miraba descubría a lord Langston mirándola a su vez, lo cual la hizo sentir una incómoda calidez. Caramba, incluso sentía el calor en el cuero cabelludo, lo que como bien sabía, hacía que sus rizos ya incontrolables de por sí se rizaran aún más. Incluso cuando le volvía la espalda al grupo para lanzar el palo, intentaba identificar su profunda voz de entre los distintos murmullos que llegaban hasta ella.

Decidida a poner distancia entre ella y la tentación de oír su voz o ver sus ojos, tiró el palo hacia la esquina de la casa, luego, recogiéndose las faldas para no tropezar, corrió detrás de Danforth que iba a toda velocidad delante de ella. Cuando llevaba tres lanzamientos, había doblado la esquina y la terraza había quedado fuera de su vista.

Aliviada por razones que no podía comprender, se puso en cuclillas y le ofreció a Danforth las caricias que esperaba cada vez que recuperaba el palo.

– Oh, no tienes absolutamente nada de feroz -le canturreó con dulzura, riéndose del alegre perro-. Desearía que mi Desdémona estuviera aquí. Creo que os llevaríais muy bien.

– ¿Haciendo de casamentera, señorita Moorehouse?

El corazón se le aceleró ante el sonido de la familiar voz masculina justo a sus espaldas. Miró por encima del hombro, pero no pudo distinguir sus rasgos ya que el sol le daba de frente.

Volviéndose al perro, le dijo:

– Sólo le decía a Danforth que él y Desdémona se caerían bien.

Él se agachó al lado de ella y palmeó el robusto flanco de Danforth, haciendo que el perro se retorciera de deleite.

– ¿Y eso por qué?

La mirada de Sarah se concentró en la mano grande de Matthew, en los dedos largos que acariciaban el oscuro pelaje del perro. Era una mano muy fuerte y capaz. Y sorprendentemente morena para pertenecer a un caballero. Uno que estaba claro que era capaz de sentir ternura al deslizar la mano por el pelaje del perro. ¿Sería esa mano capaz de cometer actos siniestros? Viendo el afecto que sentía por su perro era difícil imaginarlo. Bueno, también era cierto que podía fingir sus afectos igual que fingía sobre sus conocimientos de jardinería, así que tenía que andarse con cuidado.

– Son de temperamento similar. La echo mucho de menos.

– Debería haberla traído.

Sarah no pudo evitar echarse a reír.

– No es un perrito faldero, milord. Aunque intenta convencerme de ello al menos dos veces al día. Apenas había sitio en el carruaje para mi hermana, para mí y para nuestro equipaje, mucho menos para una perra de ese tamaño.

– No se ha unido a los demás para tomar el té. ¿Por qué? -Sintió el peso de su mirada sobre ella y se volvió para mirarlo. Se quedó impactada ante la penetrante mirada de sus ojos color avellana; una mezcla fascinante de castaño, verde y azul, salpicados con motas doradas. Eran unos ojos inteligentes, agudos y muy despiertos, aunque detectó un ligero indicio de hastío en ellos, ¿Sería producto de alguna pena que lo entristecía? ¿O quizás era producto de la culpabilidad? ¿Y esa culpabilidad estaría relacionada con esos paseos nocturnos con una pala?

Imposible saberlo. Pero lo que sí estaba claro por su expresión interrogativa, era que él le había hecho una pregunta. Aunque no lograba recordarla. Una mirada a esos ojos, a no más de medio metro de ella, y ya había perdido el hilo de la conversación.

El rubor comenzó a subirle por la nuca como siempre que se avergonzaba. Sabía que en unos segundos ese rubor le cubriría las mejillas, delatando su vergüenza.

– Perdón, ¿qué ha dicho?

– Le preguntaba por qué no se unió a las demás damas para tomar el té.

– El día es demasiado hermoso para sentarse allí y tomar té. Estaba a punto de dirigirme a los jardines con la esperanza de encontrar al jefe de jardineros cuando me topé con Danforth. Me pidió que jugara con él y accedí.

El indicio de una leve sonrisa asomó a la cara de Matthew.

– ¿Se lo pidió?

– Salió disparado, regresó con ese palo y lo dejó caer a mis pies, luego emitió gemidos de súplica. Quizás haya alguien capaz de resistir tal invitación, pero yo no soy ese alguien.

– La mayoría de las damas huye de él por su tamaño.

– Me temo que no soy como las demás damas.

Él frunció el ceño e inclinó la cabeza con lentitud, obviamente no la contradecía. Ella intentó pasar por alto la ridícula punzada de dolor que sintió.

Después de darle otra palmada al robusto flanco de Danforth, se levantó y tendió la mano hacia ella. Sarah clavó la mirada en esa mano varonil durante varios segundos, y por alguna alocada razón su corazón comenzó a palpitar con fuerza. Como en un sueño, levantó la mano lentamente y tomó la suya. Sentir su palma desnuda contra la de ella, sentir cómo sus largos dedos se cerraban sobre los suyos la aturdió. Su piel era tan… cálida. Y su mano tan… grande. Siempre había creído que sus manos eran demasiado grandes y torpes, pero parecía muy pequeña dentro de la de él. Casi delicada.

Él tiró suavemente y ella se levantó. En cuanto estuvo de pie, la soltó, y ella curvó los dedos, presionando la palma contra la falda para retener el calor de su contacto.

– ¿Quiere dar un paseo conmigo? -le preguntó, señalando con la cabeza hacia el bosque que había a lo lejos.

Ella tuvo que tragar para que le saliera la voz.

– Por supuesto.

Pasearon en silencio durante casi un minuto, luego lord Langston dijo:

– Acaba de afirmar que usted no es como el resto de las damas. ¿Qué quería decir?

Ella se encogió de hombros.

– No me importa ensuciarme en el jardín, ni retozar con mis animales. Detesto bordar, adoro caminar bajo la lluvia, no me importa que el sol haga que me salgan pecas en la nariz, soy un desastre cantando, y no sé mantener una conversación educada.

– Disiento con usted en eso último. Personalmente, encuentro refrescante no tener que hablar del clima.

Sarah lo miró para ver si estaba bromeando, pero por su expresión hablaba totalmente en serio.

– Déjeme que le diga que eso mismo me pasa a mí. No puedo entender por qué la gente siente deseos de hablar sobre el tiempo. Siempre.

– Yo tampoco.

– No se puede hacer nada al respecto. El tiempo…

– … es como es -dijeron al unísono.

Sarah parpadeó. Luego sonrió.

– Exactamente.