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– No puedo soportar pensar en desmontarlo esta noche -protestó Julianne-. Ésta es nuestra primera reunión delante de él.

– Cierto -acordó Sarah-. Bueno, esperaremos otro día más antes de hacerlo. Ahora continuemos con nuestras valoraciones. ¿Qué opináis de lord Thurston y lord Hartley?

– Ocurrente y agradable, y agradable pero aburrido -dijo Carolyn, señalando sus características con los dedos.

– Totalmente de acuerdo -dijeron Emily y Sarah al unísono.

– Sí -dijo Julianne-, aunque los dos me parecen más bien… lascivos. -Se estremeció exageradamente-. Además, lord Thurston tiene un aliento horrible.

– ¡Puaj! -dijeron todas a la vez, luego se rieron tontamente. Emily se rió tanto que se dejó caer de espaldas. Franklin perdió el equilibrio y cayó sobre ella.

– Hablando de ser lascivo… -dijo Carolyn con una sonrisa, alargando la mano para sentar de nuevo a Franklin-. El Hombre Perfecto nunca se comportaría de una manera tan poco caballerosa. Quizá Franklin no sea tan perfecto después de todo.

Sarah se rió con las demás, pero una imagen se apoderó de su mente: la de lord Langston tendiéndole las manos para salir de la bañera; besándola mientras acariciaba su cuerpo mojado y desnudo. Seguramente ese tipo de comportamiento no sería considerado demasiado caballeroso.

Sin embargo, para ella seguía siendo perfecto.

Desafortunadamente.

Matthew se detuvo ante la ventana de su dormitorio y miró fijamente la oscuridad de la noche. La lluvia golpeaba los cristales acompañada por ráfagas de viento, y él maldijo el destino que había traído un tiempo tan inclemente. De no ser por esa condenada tormenta ahora mismo estaría en la rosaleda cavando bajo la luz de la luna, y aunque no era ni su afición ni su lugar favoritos, los había disfrutado enormemente la semana anterior gracias a la compañía de Sarah.

Cerró los ojos y exhaló un largo suspiro. Esa última semana que había pasado cavando con Sarah hasta altas horas de la noche había sido a la vez la más agradable y la más frustrante de su vida. Pero esa noche, debido a la tormenta, no habría excavación. Lo que significaba que no vería a Sarah y que por lo tanto no disfrutaría de su compañía. No pasearía con ella por la orilla del lago bajo la luz de la luna como habían hecho tras cada noche cavando infructuosamente. No compartiría historias sobre las aventuras y desventuras de la niñez. No tirarían piedras a la superficie lisa del lago. No jugarían con Danforth. No se engancharían en una rama como había ocurrido la noche anterior. No habría sonrisas. Ni risas. No sentiría más liviano el nudo opresivo de la soledad que había padecido durante tanto tiempo. No se sentiría profundamente feliz.

Por supuesto también significaba que no tendría que padecer la tortura de estar tan cerca de ella sin tocarla. Ni el tormento de inhalar el seductor aroma de lavanda que impregnaba la suave piel y el pelo alborotado -de una manera encantadora- de Sarah. Ni sufriría la agonía de tener que apretar los dientes cada vez que sus hombros o sus dedos se rozaban accidentalmente. No padecería la frustración de tener que fingir que no sentía por ella más que una simple amistad. Lo cierto era que había sido una semana de satisfacción y de tortura. La noche anterior, después de observar cómo Sarah entraba en el dormitorio, se había dirigido a su alcoba y, sin poder dormir, había recorrido la habitación con largas zancadas hasta el amanecer incapaz de apartarla de su mente. Con la sombra del fracaso pendiendo sobre su cabeza, se había dicho a sí mismo que si pasaba más tiempo con ella, descubriría aspectos de su carácter que no le gustarían. Rarezas molestas. Rasgos de su personalidad que detestaría.

Pero ahora, una semana después, únicamente podía reírse de la insensatez de esa creencia. Cuanto más tiempo pasaba con Sarah, más quería pasar a su lado. A pesar de su empeño de encontrar algo sobre ella que no le gustara, sus expediciones sólo habían servido para reforzar todo lo que le gustaba y admiraba en ella. Es más, había descubierto nuevos aspectos de ella, todos los cuales le satisfacían enormemente.

Ella era una persona tenaz y decidida, de naturaleza optimista, que se negaba a permitir que él perdiera las esperanzas de encontrar el dinero. Era paciente e incansable, jamás se quejaba ni del trabajo extenuante, ni de las ampollas que se le formaban en las manos. Tarareaba mientras trabajaba, una costumbre que hacía que Matthew sonriera porque ella obviamente no tenía oído para la música…, un defecto que debería haber encontrado irritante, pero que por el contrarío le resultaba absolutamente encantador.

Muy preocupado por su seguridad, él había llevado sus cuchillos cada noche -además de una pistola-, pero ni una sola vez había sentido que los observaran o amenazaran, ni siquiera Danforth se había mostrado alerta. Si alguien lo había vigilado con anterioridad, estaba claro que ya había perdido el interés.

Y esa misma tarde había oído un chisme de boca de los criados sobre el hermano de Elizabeth Willstone, Billy Smythe. Al parecer había abandonado precipitadamente Upper Fladersham, lo que a los ojos de la gente del pueblo lo convertía en sospechoso del asesinato de Tom. Una triste noticia para la familia Willstone, pero un enorme alivio para él porque quedaba libre de sospechas.

Había acompañado a Sarah a la puerta de su dormitorio cada noche a eso de las tres de la madrugada con el corazón encogido por un sentimiento de pérdida al alejarse de su compañía. Luego se había pasado cada minuto del día lleno de impaciencia, deseando que cayera la noche para poder dedicarse a sus expediciones nocturnas al jardín.

Pero cada una de las excursiones que los llevaba a estar más cerca de completar la búsqueda en la rosaleda los acercaba también al fracaso. Y, aunque no quería admitir ese hecho, en su corazón sabía que sólo era cuestión de tiempo. Calculaba que terminarían en cinco noches…, antes si se apuraban, pero eso haría que pasara menos tiempo con Sarah, y él valoraba sobremanera esas horas a solas con ella como para permitir que terminasen antes.

Así que aún tenía cinco noches por delante. A partir de ahí no habría nada que registrar. Ninguna esperanza de encontrar la fortuna que su padre aseguraba haber ocultado. Ni de poder ser libre de casarse con quien quisiera.

Ese deprimente pensamiento le hizo abrir los ojos y pasarse las manos por la cara. Dándole la espalda a la ventana salpicada por la lluvia recorrió la habitación antes de sentarse en un sillón ante el fuego. Danforth, que estaba tumbado pesadamente en la alfombra delante de la chimenea, se acercó a sus pies, y se sentó sobre sus botas. Después de que Danforth le dirigiera una mirada inquisitiva que indicaba claramente que el animal sabía que las cosas no iban bien, dejó caer su enorme cabeza sobre el muslo de Matthew, lanzando un suspiro perruno de pesar.

– Tú lo has dicho -dijo Matthew rascando ligeramente detrás de las orejas de Danforth-. No tienes ni idea de lo afortunado que eres de ser un perro.

Danforth se relamió antes de dirigir una ansiosa mirada hacía la puerta. Matthew negó con la cabeza.

– Esta noche no, amigo. No veremos a Sarah esta noche.

Danforth pareció abatido ante las noticias, un sentimiento que Matthew comprendió perfectamente.

«No vería a Sarah esa noche…»

Las palabras resonaron en su mente, llenándolo de una inquietud a la que no podía dar nombre. Una inquietud que aumentó cuando comprendió que después de esos cinco días, no volvería a ver a Sarah ninguna otra noche más. La reunión campestre terminaría y ella se iría de Langston Manor. Él se casaría poco después -para honrar la promesa hecha a su padre- con una heredera que satisficiera todas las exigencias del título.

«Una heredera…» Echó hacia atrás la cabeza y clavó los ojos en el techo; una imagen de la hermosa lady Julianne se materializó en su mente. Durante la semana anterior había hecho el esfuerzo de pasar más tiempo con ella: se había sentado a su lado en varias comidas, había sido su pareja para jugar al whist, la había invitado a dar una vuelta por el jardín; todo ello bajo el ojo vigilante de su no muy sutil madre, por no mencionar las torvas miradas que le habían dirigido Hartley, Thurston y Berwick, que obviamente admiraban a lady Julianne.