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—Le confieso que me alegro. El tener siempre razón resulta monótono algunas veces.

—A mí no me lo parece —le aseguró Poirot.

El inspector Morton echóse a reír.

—¿Y usted me pide que deje mis interrogatorios?

—No, no, de. ninguna manera. Proceda como lo tuviera dispuesto. Supongo que no habrá pensado en arrestar a nadie, ¿no es cierto?

—Es todo demasiado impreciso todavía. Primero hay que tener la autorización fiscal... No; por ahora sólo deseo tomar algunas declaraciones sobre sus movimientos en el día de autos... y tal vez en uno de los casos se prevenga al interesado.

—Ya. ¿La señora Banks?

—¡Qué listo es usted! Sí. Estuvo allí aquel día. Su coche estaba aparcado en la cantera.

—¿No la vio nadie en las inmediaciones conduciendo el automóvil?

—No. Es un mal asunto que no dijera ni una palabra sobre haber estado allí aquel día. Tendría que explicarlo satisfactoriamente.

—Sabe explicarse muy bien —repuso Poirot con sequedad.

—Sí, es muy lista. Tal vez demasiado.

—No es conveniente pasarse de listo. Por ahí se caza a los delincuentes. ¿Hay algo más contra Jorge Crossfield?

—Nada definitivo. Es un tipo corriente. Hay muchos jóvenes como él que circulan por el país en tren, autobús o bicicleta. Es difícil para un testigo recordar si era miércoles o viernes el día que estuvieran en cierto lugar o vieron a determinada persona.

Hizo una pausa y prosiguió:

—Tenemos algunas informaciones curiosas, gracias a la Madre Superiora de un convento. Dos de sus monjas estuvieron pidiendo de puerta en puerta. Al parecer, fueron a la casita de la señora Lansquenet el día antes de que fuera asesinada, pero por más que llamaron y llamaron nadie abrió. Eso es bastante natural..., ella estaba en el norte, en los funerales del señor Abernethie, y la señorita Gilchrist, que tenía el día libre, fue de excursión a Bournemouth. El caso es que ellas dicen que había alguien en la casa... que oyeron suspiros y lamentos. Yo insistía en que debía tratarse de otro día, pero la Madre Superiora dice que no cabe la menor duda, porque lo tienen anotado en no sé qué libro. ¿Habría alguien aprovechando la oportunidad de que ambas mujeres se hallaban ausentes para buscar algo en casa y al no encontrarlo volvería al otro día? No me fío mucho de los suspiros que dicen haber oído y menos de los lamentos. Incluso las religiosas son sugestionables, y una casa en la que ha tenido lugar un crimen parece que está pidiendo lamentos. El caso es, ¿había alguien en la casita que no debiera estar allí? Y de ser así, ¿quién era? Todos los Abernethie estaban en los funerales.

—Esas religiosas que estuvieron pidiendo por ese distrito, ¿volvieron a hacerlo otro día?

—A decir verdad fueron otra vez... cosa de una semana más tarde, precisamente el día de la vista —dijo Morton.

—Eso concuerda —repuso Hércules Poirot—. Concuerda perfectamente.

—¿Por qué le interesan tanto las religiosas? —quiso saber el inspector Morton.

—Quiera o no quiera, tengo que fijar en ellas mi atención. No se le habrá escapado, inspector, que la visita de esas monjas coincide con el descubrimiento del pastel de boda envenenado.

—No pensará... Sin duda es una idea ridícula.

—Mis ideas nunca son ridículas —repitió Hércules Poirot con severidad—. Y ahora, mon cher, debo dejarle con sus preguntas para atacar a la señora Abernethie. Yo mismo iré a buscar a la sobrina del malogrado Ricardo Abernethie.

—Tenga cuidado con lo que dice a la señora Banks.

—No me refería a la señora Banks, sino a la otra sobrina de Ricardo Abernethie.

2

Poirot encontró a Rosamunda sentada en un banco, contemplando un pequeño arroyuelo, que tras deshacerse en una cascada iba a desaparecer entre los espesos rododendros.

--No debo molestar a una Ofelia —dijo Poirot al sentarse junto a ella—. ¿Tal vez está usted estudiando el papel?

—Nunca he representado a Shakespeare —dijo la joven—. Excepto una vez. Hice de Jessica en El Mercader de Venecia. Un papel muy desagradable...

—Sin embargo, tenía sentimiento. Nunca soy feliz, cuando oigo dulces melodías. Qué carga la suya, pobre Jessica, la hija del odiado y aborrecido judío. Qué poco segura de sí misma debía estar cuando se llevó los ducados de su padre al fugarse con su amante. Jessica con dinero era una cosa... Jessica sin oro hubiera sido otra muy distinta.

Rosamunda volvió la cabeza para mirarle.

—Creí que ya se había usted marchado —le dijo con cierto retintín. Miró su reloj de pulsera—. Son más de las doce.

—He perdido el tren —dijo Poirot.

—¿Por qué?

—Usted cree que lo perdí por algún motivo.

—Me lo figuro. Usted es bastante puntual, ¿verdad? Si hubiera deseado no perderlo, yo creo que no lo habría perdido.

—Sus juicios son admirables. ¿Sabe usted, madame, que he estado aguardando en la glorieta con la esperanza de que tal vez usted fuera a hacerme una visita?

—¿Por qué? Más o menos, ya se había despedido de nosotros en la biblioteca.

—Cierto. ¿Y no había nada... que quisiera usted decirme?

—No. Tenía muchas cosas en que pensar. Cosas importantes.

—Ya.

—No suelo pensar mucho —dijo Rosamunda—. Me parece una pérdida de tiempo; pero esto es importante. Creo que uno debe organizar su vida según sus deseos.

—¿Y eso es lo que está usted haciendo?

—Pues, sí... Intentaba tomar una decisión.

—¿Con respecto a su marido?

—En cierto modo...

Poirot aguardó unos instantes. Luego dijo:

—Acaba de llegar el inspector Morton. Es el oficial de policía encargado de hacer las averiguaciones pertinentes sobre la muerte de la señora Lansquenet. Ha venido para hacerles prestar declaración sobre lo que estuvieron haciendo el día en que fue asesinada.

—Ya. Coartadas —dijo Rosamunda alegremente.

Su rostro adquirió una expresión traviesa.

—Eso va a ser un infierno para Miguel. Él cree que ignoro que estuvo con esa mujer aquel día.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Era evidente por el modo como me dijo que iba a comer con Oscar. Como por casualidad.

—¡Qué suerte tengo de no ser su marido, madame!

—Y luego, claro, me aseguré telefoneando a Oscar —continuó la joven—. Los hombres siempre dicen muchas mentiras tontas.

—¿Es que acaso no es un esposo fiel? —inquirió Poirot.

—No.

—¿Pero a usted no le importa?

—Pues, en cierto modo es divertido tener un marido que todas las demás mujeres quisieran arrebatarle a una. No me gustaría haberme casado con un hombre al que nadie deseara... como la pobre Susana. ¡Greg es tan vulgar!

Poirot la estudiaba.

—Y supongamos que alguna tuviera éxito... y le arrebatara su esposo.

—No lo conseguirán —dijo Rosamunda—. Ahora no.

—¿Quiere decir...?

—Que ahora tengo el dinero de tío Ricardo. Miguel se enamora de esas criaturas relativamente... esa Sorrel Dainton quería pescarle... definitivamente... pero para Miguel el teatro siempre será lo primero. Ahora podrá dedicarse a ello en grande... montar sus propias obras. Hacer de actor y productor al mismo tiempo. Es ambicioso y un buen actor. No como yo. Me encanta actuar... pero soy un desastre, aunque tengo buena presencia. No, ya no tengo que preocuparme más por Miguel. Porque ahora tengo dinero.

Sus ojos miraron plácidamente a Poirot. Era extraño que todas las sobrinas de Ricardo Abernethie se hubieran enamorado perdidamente de hombres incapaces de corresponder a su amor. Y no obstante, Rosamunda era extraordinariamente hermosa, y Susana muy atractiva y llena de encanto. Susana se asía a la ilusión de que Gregorio la amaba. Rosamunda era evidente que no se hacía ilusiones, pero era de las que saben lo que quieren.