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El señor Entwhistle alzó las cejas con bien simulada sorpresa.

—¿Es costumbre que haya algo de extraño en los modales de una persona que no ha de tardar en morir asesinada? —preguntó.

El inspector sonrió levemente.

—No me refiero a que tuviera ese pensamiento. No, lo que ando buscando es algo... bueno, algo que se saliera de lo corriente.

—Creo que no le comprendo del todo, inspector.

—Éste no es un caso fácil de comprender, señor Entwhistle. Digamos que alguien observara a la señorita Gilchrist cuando salió de la casa a eso de las dos en dirección al pueblo y a la parada del autobús. Este alguien deliberadamente coge el hacha que estaba junto a la leñera, destroza la ventana, entra en la casa, sube la escalera y ataca a la señora Lansquenet salvajemente. Le propinaron seis u ocho hachazos —El señor Entwhistle se estremeció—. ¡Oh, sí!, ha sido un crimen brutal. Luego el intruso revuelve los cajones, se lleva algunas chucherías... que no valdrían ni diez libras en total y desaparece.

—¿Ella estaba acostada?

—Sí. Parece ser que la noche anterior había regresado tarde de su viaje al Norte, y muy cansada y excitada. Creo que había heredado algo.

—Sí.

—Durmió muy mal y despertó con un terrible dolor de cabeza. Tomó varias tazas de té y alguna pastilla de analgésico, y luego dijo a la señorita Gilchrist que no la molestase hasta la hora de comer. En vista de que no se encontraba mejor decidió tomar un par de píldoras para dormir. Envió a la señorita Gilchrist a que fuera a la Biblioteca Pública en el autobús para cambiar algunos libros. Cuando entró ese hombre debía estar adormilada si no dormida del todo. Pudo haber conseguido lo que quería amenazándola o amordazándola; pero coger el hacha fuera de la casa premeditadamente, parece excesivo.

—Puede que sólo tuviera intención de amenazarla —sugirió el señor Entwhistle—. Y al ofrecerle resistencia...

—Según la opinión del forense, no hay señales de que se resistiera. Todo parece indicar que estaba tendida en la cama durmiendo tranquilamente cuando fue atacada.

El señor Entwhistle se removió inquieto en su silla.

—Y pensar que existen asesinos tan brutales e insensibles —murmuró.

—¡Oh, sí! Eso es lo que debe ser en realidad. Es un toque de alarma para los caracteres recelosos. No ha sido nadie de la localidad, estamos casi seguros de ello. Todos tienen buenas coartadas. La mayoría trabajan a esa hora del día. Claro que la casa está situada en las afueras del pueblo. Cualquiera pudo llegar hasta allí sin ser visto. Existe un laberinto de callejuelas alrededor de la misma. Era una mañana espléndida y hacía muchos días que no había llovido, por eso no pudimos descubrir señales de los neumáticos de los coches que pasaron por allí... en caso de que el asesino llegara en automóvil.

—¿Usted cree que llegaría en automóvil? —preguntó el señor Entwhistle.

El inspector encogióse de hombros.

—No lo sé. Lo que digo es que en este caso hay algunas características muy particulares. Éstas, por ejemplo... —Y puso sobre su escritorio un puñado de cosas: un broche de pequeñas perlas en forma de trébol, otro de amatistas, una pequeña sarta de perlas cultivadas y una pulsera de granates.

—Estas cosas fueron sustraídas de su joyero. Las hallaron fuera de la casa, entre unos arbustos.

—Sí... sí, es bastante curioso. Es posible que el asaltante, atemorizado por lo que acababa de hacer...

—Exacto. Pero en ese caso lo hubiera dejado arriba, en la habitación... Claro que el pánico pudo invadirle mientras iba del dormitorio a la verja de entrada.

—Tal vez, como usted ha sugerido, pudo haberlas cogido únicamente para despistar.

—Sí, hay varias posibilidades... Pero también pudo hacerlo esa mujer... la señorita Gilchrist. Dos mujeres viviendo solas... nunca se sabe la de peleas, resentimientos u odios que pudo haber entre ellas. ¡Oh, sí!, también hemos tomado en consideración esa posibilidad, aunque no es muy probable. De todos los ángulos parece que estaban en buenas relaciones —hizo una pausa antes de proseguir—. Según usted... ¿nadie iba a ganar con la muerte de la señora Lansquenet?

El abobado removióse en su asiento.

—Yo no dije eso precisamente.

El inspector Morton le miró de hito en hito.

—Creí que había dicho que su medio de vida era una pensión que le pasaba su hermano y que usted desconoce que tuviera propiedades o medios propios.

—Eso es. Su esposo murió arruinado, y puesto que la conozco desde niña, me sorprendería que hubiera ahorrado o acumulado algún dinero.

—La casita la tenía alquilada, no era suya y los pocos muebles no valen nada, ni siquiera hoy en día. Unos cuantos muebles de madera mala y algunas pinturas. Quienquiera que lo herede no ganará gran cosa... es decir, si ha hecho testamento.

—No sé nada de su testamento —repuso Entwhistle meneando la cabeza—. Comprenda usted, no la había visto hacía años.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere dar a entender? Creo que algo bulle en su cerebro.

—Sí. Sí, es cierto. Quisiera realmente ser estrictamente exacto.

—¿Se refiere a la herencia que antes mencionó? ¿La que le dejó su hermano? ¿Tenía facilidad para disponer libremente de ella en su testamento?

—No, en el sentido a que usted alude. No podía disponer del capital. Ahora que ha muerto, será repartida entre los cinco beneficiarios de los bienes de Ricardo Abernethie. Eso es lo que quise decir. Que los cinco se benefician automáticamente con su muerte.

El inspector parecía desconcertado.

—¡Oh!, yo creí que llegaríamos a alguna parte. Bien, entonces al parecer no existe motivo alguno para que nadie viniera a matarla con un hacha. Parece obra de algún perturbado... tal vez uno de esos jóvenes delincuentes... hay muchos que pululan por ahí. Luego, perdiendo el control de sus nervios, arrojaría estas chucherías entre los arbustos, y huiría... Sí, eso debió ser. A menos que fuese la respetable señorita Gilchrist, y debo confesar que ello no parece probable.

—¿Cuándo se descubrió el cadáver?

—A eso de las cinco. Volvía de la Biblioteca en el ómnibus de las cuatro cincuenta. Llegó por la parte posterior de la casa, dio la vuelta para entrar por la puerta principal y fue a la cocina, donde puso a calentar la tetera. No se oía ruido en la habitación de la señora Lansquenet, pero se figuró que continuaba dormida. Entonces observó que el cristal de la ventana de la cocina estaba roto y todos los vidrios esparcidos por el suelo. Incluso entonces supuso que lo habría hecho algún niño con una pelota o un tirador. Subió al dormitorio de la señora Lansquenet para ver si estaba dormida o si quería tomar un poco de té. Entonces, naturalmente, se puso a gritar, y corrió a avisar a los vecinos más próximos. Su historia parece verosímil y no había rastro de sangre en su habitación, en el lavabo, ni en sus vestidos. No, no creo que la señorita Gilchrist haya tenido nada que ver en esto. El médico llegó a las cinco y media. Calcula que la muerte debió producirse no mucho después de las cuatro y media... probablemente más bien hacia eso de las dos, así que, fuera quien fuese, el asesino parece haber estado aguardando a que la señorita Gilchrist saliera de la casa.

Y el inspector Morton agregó:

—Supongo qué irá usted a ver a la señorita Gilchrist.

—Eso pensaba hacer.

—Me alegraré de que lo haga. Creo que nos ha dicho todo lo que ha podido, pero nunca se sabe. Algunas veces, durante una conversación puede surgir algo inesperado. Es una solterona insustancial..., pero al mismo tiempo una mujer práctica y sensible. Se ha mostrado muy amable, y ha sido una valiosa ayuda.

Hizo una pausa antes de decir:

—El cadáver está en el depósito. Si quiere usted verlo...

El señor Entwhistle hizo un gesto de asentimiento sin ningún entusiasmo.

Minutos más tarde contemplaba los restos mortales de Cora Lansquenet. Había sido ferozmente maltratada y ahora la sangre que la cubría estaba seca. El señor Entwhistle apretó los labios apresurándose a mirar a otra parte.