Conduje los últimos kilómetros pensando en los insultos que podía proferir contra mí por aquella reacción exagerada, y cuando me adentré por el camino de entrada de casa de Rita, estaba empapado de insultos, gracias a lo cual me sentía mucho mejor. Bajé del coche con algo muy cercano a una sonrisa de verdad en la cara, causada por la alegría de ahondar en las profundidades de Dexter el Zoquete. Y cuando me alejé un paso del coche, a punto de volverme hacia la puerta, un coche pasó poco a poco. Un Avalon blanco, por supuesto.
Si existe en el mundo la justicia, entonces se trataba de uno de aquellos momentos preparados especialmente para mí. Porque muchas veces había disfrutado de la visión de una persona boquiabierta, incapacitada por completo a causa de la sorpresa y el miedo, y ahora Dexter había adoptado la misma estúpida postura. Petrificado, incapaz de moverme, incluso de secarme la baba, vi que el coche pasaba de largo poco a poco, y lo único que conseguí pensar fue que mi aspecto debía de ser el de un estúpido redomado.
Por supuesto, habría parecido mucho más estúpido si el conductor del coche blanco hubiera hecho algo más que pasar de largo poco a poco, pero por suerte para las numerosas personas que me conocen y quieren (al menos dos, incluido yo), el coche pasó sin detenerse. Por un momento, me pareció ver que un rostro me miraba desde el asiento del conductor. Y después aceleró, se alejó por el centro de la calle, de modo que la luz brilló un momento en la cabeza de toro plateada, que es el emblema de Toyota, y el coche desapareció.
No se me ocurrió hacer otra cosa que cerrar la boca, rascarme la cabeza y entrar en casa como un autómata.
Se oía un suave pero profundo y potente redoblar de tambores, y el goce surgió, nacido del alivio y la impaciencia ante lo que se avecinaba. Después sonaron las trompetas, y ya faltaba muy poco, llegaría en cuestión de segundos y todo empezaría y sucedería de nuevo al fin, y mientras el goce se elevaba en una melodía que daba la impresión de llegar de todas partes, sentí que los pies me conducían al lugar donde las voces prometían felicidad, llenando todo de la dicha que se avecinaba, aquella culminación abrumadora que nos elevaría al éxtasis…
Desperté con el corazón acelerado y una sensación de alivio nada justificada y que no comprendía en absoluto. Porque no era el simple alivio del vaso de agua cuando tienes sed, ni el del descanso cuando estás agotado, aunque también lo era.
Pero, aún más confuso, hasta extremos inquietantes, también era el alivio experimentado después de una de mis citas con los malvados. El alivio revelador de que has satisfecho los más profundos anhelos de tu yo interior, y ahora puedes relajarte y quedarte satisfecho un rato.
Y esto no podía ser. Era imposible que yo experimentara las sensaciones más privadas y personales mientras dormía en la cama.
Miré el reloj de la mesita de noche: las doce y cinco, una hora en la que Dexter no suele estar despierto, en especial las noches en que sólo ha planeado dormir.
Al otro lado de la cama, Rita roncaba con suavidad, y se agitaba como un perro que sueña estar persiguiendo a un conejo.
Y en mi lado de la cama, un Dexter terriblemente confuso. Algo se había colado en mi noche sin sueños y levantado olas en el tranquilo mar de mi sueño sin alma. No sabía qué era ese algo, pero me había puesto muy contento por un motivo que no identificaba, y eso no me gustaba nada. Mi afición de medianoche me satisfacía a mi manera carente de emociones, y eso era todo. No se le había permitido la entrada a nada más en el oscuro subsótano de Dexter. Yo lo prefería así. Tenía mi pequeño espacio interior, bien custodiado, aislado y cerrado, donde experimentaba mi goce particular, aquellas noches y en ningún otro momento más. Nada más tenía sentido para mí.
Por lo tanto, ¿qué había invadido, derribado la puerta e inundado el sótano, con esta sensación no deseada ni provocada? ¿Qué podía abrirse paso con una facilidad tan abrumadora?
Me tumbé, decidido a volver a dormir y demostrarme que todavía mantenía el control, que no había pasado nada, y que no volvería a pasar. Esto era Dexterlandia, y yo era el rey. No se permitía la entrada a nada más. Cerré los ojos, busqué confirmación en la voz de la autoridad interior, el amo indiscutible de los rincones oscuros de todo lo que soy, el Oscuro Pasajero, y esperé a que me diera la razón, a que susurrara una frase tranquilizadora capaz de poner en su sitio la música tintineante y su geiser de sensaciones. Esperé a que dijera algo, lo que fuera, y no lo hizo.
Le azucé con un pensamiento muy irritado e intenso: «¡Despierta! ¡Enseña los dientes!»
Y no dijo nada.
Me apresuré a explorar todos mis rincones, gritando con preocupación cada vez mayor, llamando al Pasajero, pero habían vaciado y limpiado el lugar, se alquila habitación. Se había ido como si nunca hubiera existido.
En el lugar que solía habitar oí todavía un eco de la música, que resonaba en las duras paredes de un apartamento sin amueblar y rodaba a través de una vaciedad repentina y muy dolorosa.
El Oscuro Pasajero se había marchado.
14
Pasé el día siguiente en una neblina de incertidumbre, deseando que el Pasajero regresara, y seguro, sin embargo, de que no lo haría. A medida que transcurría el día, esta lúgubre certidumbre se fue imponiendo cada vez más.
Había un gran vacío en mi interior y era incapaz de pensar en ello, ni de afrontar una sensación que jamás había experimentado. No se trataba de angustia, una sensación que siempre he considerado excesiva, pero estaba muy intranquilo y viví todo el día en un espeso jarabe de ansioso temor.
¿Adonde había ido mi Pasajero, y por qué? ¿Regresaría? Estas cuestiones, de manera inevitable, me condujeron a especulaciones todavía más alarmantes: ¿qué era el Pasajero y por qué había venido a mí?
Me dio que pensar darme cuenta de hasta qué punto me había definido mediante algo que no era yo… ¿o sí? Tal vez el Extraño Pasajero no era más que el producto enfermizo de una mente dañada, una red tejida para capturar diminutos destellos de realidad y protegerme de la espantosa verdad de lo que soy en realidad. Era posible. Conozco bien la psicología básica, y he asumido desde hace bastante tiempo que estoy un poco al margen de las clasificaciones. Por mí, encantado. Me va estupendo existir sin el menor retazo de humanidad normal.
Hasta ahora, al menos. Pero, de repente, me encontraba solo, y las cosas no parecían tan definidas ni seguras. Por primera vez, tenía una real necesidad de saber.
Pocos trabajos permiten tiempo para la introspección, por supuesto, incluso sobre un tema tan importante como Oscuros Pasajeros desaparecidos. No, Dexter ha de desprenderse de ese fardo. Sobre todo con Deborah blandiendo el látigo.
Por suerte, fue casi todo rutina. Pasé la mañana con mis colegas, peinando el apartamento de Halpern en busca de residuos concretos de su culpa. Y por suerte, otra vez, las pruebas eran tan abundantes que fue necesario muy poco trabajo.
En el fondo de su armario encontramos un calcetín con varias gotas de sangre. Bajo el sofá había un zapato de lona blanco con una mancha encima. En el cuarto de baño, una bolsa de plástico contenía unos pantalones con un dobladillo chamuscado y aún más sangre, pequeñas salpicaduras que el calor había endurecido.
Fue estupendo que hubiera tal despliegue de pruebas, porque Dexter no estaba brillante ni trabajador hoy. Me descubrí derivando en una niebla gris de preocupación, y en un momento dado me preguntaba si el Pasajero volvería a casa, para regresar al instante siguiente con brusquedad al presente, de pie ante el armario sosteniendo un calcetín sucio manchado de sangre. De haber sido necesaria una investigación de verdad, no estoy seguro de que hubiera podido estar a mi altura acostumbrada.