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Pero también sería pedagógico. Necesitaban quedarse impresionados por lo minuciosa que es la policía cuando aparecen cadáveres, y ésta era una oportunidad tan buena como cualquier otra. Tomándolo todo en consideración, aun teniendo en cuenta la posibilidad de que mi querida hermana se pusiera como una moto, decidí que lo mejor era subir todos al coche y llevarlos a su primera investigación.

—Muy bien —les dije, mientras guardaba el teléfono en su funda—. Hemos de irnos.

—¿Adónde? —preguntó Cody.

—A ayudar a mi hermana —contesté—. ¿Recordaréis lo que habéis aprendido hoy?

—Sí, pero esto sólo es un museo —dijo Astor—. No es lo que queremos aprender.

—Sí lo es —contesté—. Y tenéis que confiar en mí y hacerlo a mi manera, o no os enseñaré nada. —Me agaché para poder mirarlos a los ojos—. Nada de nada.

Astor frunció el ceño.

—Dex-terrr —empezó.

—Lo digo en serio. Ha de ser a mi manera.

Una vez más, Cody y ella intercambiaron una mirada. Al cabo de un momento, la niña asintió y se volvió hacia mí.

—De acuerdo —aceptó—. Lo prometemos.

—Esperaremos —terció Cody.

—Lo comprendemos —dijo Astor—. ¿Cuándo podremos empezar con el rollo guay?

—Cuando yo lo diga —contesté—. En cualquier caso, ahora hemos de irnos.

Al instante, Astor volvió a ser la niña repipi de diez años.

—¿Adonde hemos de ir?

—He de ir a trabajar —le expliqué—. Os llevo conmigo.

—¿A ver un cuerpo? —preguntó esperanzada.

Negué con la cabeza.

—Sólo la cabeza —contesté.

Miró a Cody y sacudió la cabeza.

—A mamá no le gustará.

—Podéis esperar en el coche, si queréis —dije.

—Vamos —dijo Cody, su discurso más largo del día. Nos fuimos.

17

Deborah estaba esperando ante una modesta casa de dos millones de dólares, en un callejón particular sin salida, de Coconut Grove. La calle estaba aislada desde la cabina del guardia hasta la casa misma, y una multitud de indignados vecinos observaba desde sus inmaculados jardines y pasajes peatonales, echando chispas al ver el enjambre de cutres miserables del departamento de policía que habían invadido su pequeño paraíso. Deborah estaba en la calle, dando instrucciones a un cámara de vídeo sobre qué se debía rodar y desde qué ángulos. Corrí a reunirme con ella, seguido de Cody y Astor.

—¿Qué coño es esto? —preguntó Deborah, mirándome a mí y a los niños.

—Se les llama niños —expliqué—. Suelen ser consecuencia del matrimonio, por eso tal vez no te resulten familiares.

—¿Se te ha ido la puta olla trayéndolos aquí? —preguntó con brusquedad.

—No debes decir palabrotas —reprendió Astor a Deborah con una mirada feroz—.

Ahora me debes cincuenta centavos. Deborah abrió la boca, enrojeció y la volvió a cerrar.

—Sácalos de aquí —consiguió decir—. No deberían ver esto.

—Queremos verlo —dijo Astor.

—Silencio —dije—. Los dos.

—Por Dios, Dexter —dijo Deborah.

—Me dijiste que viniera enseguida —contesté—. Y aquí estoy.

—No puedo hacer de niñera de un par de crios —protestó Deborah.

—No será necesario —dije—. Estarán bien.

Deborah los miró. Ellos le devolvieron la mirada. Nadie parpadeó, y por un momento pensé que mi querida hermana iba a mordisquearse el labio inferior. Después desvió la vista.

—A la mierda —rezongó—. No tengo tiempo para rollos. Vosotros dos, esperad allí.

Señaló su coche, aparcado al otro lado de la calle, y me agarró del brazo. Me arrastró hacia la casa, donde la actividad era frenética.

—Mira —dijo, y señaló la parte delantera.

Por teléfono, Deborah me había dicho que habían encontrado las cabezas, pero la verdad es que habría costado mucho pasarlas por alto. Delante de la casa, el corto y serpenteante camino de entrada pasaba entre los postes del portón, de roca coralina, antes de desembocar en un pequeño patio con una fuente en el centro. Sobre cada poste había una lámpara de adorno. Escrito con tiza en el camino, entre los dos postes, había algo que recordaba las letras MLK, sólo que estaban escritas con una caligrafía que no reconocí. Y para asegurarse de que nadie perdiera el tiempo intentando descifrar el mensaje, encima de cada poste…

En fin. Si bien tuve que admitir que la exhibición poseía cierto vigor primitivo y un impacto dramático innegable, era demasiado tosco para mi gusto. Aunque daba la impresión de que habían cortado las cabezas con limpieza, los párpados habían desaparecido y las bocas estaban forzadas, a causa del calor, en una extraña sonrisa; no resultaba agradable. Nadie me pidió la opinión, desde luego, pero siempre he creído que no deben quedar restos. Es sucio, y demuestra una falta de prurito profesional lamentable. Y que hubieran dejado las cabezas de una manera tan visible… Se trataba de una pura exhibición, y demostraba un enfoque del asunto muy poco refinado. De todos modos, sobre gustos no hay nada escrito. Siempre estoy dispuesto a admitir que mi técnica no es la única. Como siempre en cuestiones de estética, esperé algún susurro sibilante de aquiescencia del Oscuro Pasajero…, pero no llegó ninguno, por supuesto.

Ni un murmullo, ni un aleteo, ni pío. Mi brújula se había marchado, y me había dejado en la molesta posición de tener que apañármelas solo.

No estaba solo del todo, por supuesto. Deborah se hallaba a mi lado, y caí en la cuenta de que, mientras reflexionaba sobre el problema de la desaparición de mi oscuro compañero, ella me había estado hablando.

—Esta mañana fueron al funeral —dijo—. Volvieron y les estaba esperando esto.

—¿Quiénes? —pregunté, y señalé la casa con la cabeza.

Deborah me dio un codazo en las costillas. Me dolió.

—La familia, capullo. La familia Ortega. ¿Qué acabo de decir?

—¿Ha sucedido a la luz del día?

Por algún motivo, me resultaba todavía más inquietante.

—Casi todos los vecinos estaban también en el funeral —dijo—, pero aún seguimos buscando a alguien que haya podido ver algo. —Se encogió de hombros—. Tal vez nos sonría la suerte. Quién sabe.

Yo no lo sabía, pero por algún motivo pensaba que nada relacionado con esto nos traería suerte.

—Creo que esto arroja ciertas dudas sobre la culpabilidad de Halpern —dije.

—Ni hablar —replicó Deborah—. Ese capullo es culpable.

—Ah —dije—. Crees que alguien encontró las cabezas y, hum…

—Joder, yo qué sé —dijo—. Tendrá un cómplice.

Me limité a sacudir la cabeza. Eso era absurdo, y ambos lo sabíamos. Alguien capaz de concebir y llevar a cabo el complicado ritual de los dos asesinatos tenía que haberlo hecho solo. Tales actos son muy personales, cada pequeño paso es la escenificación de una necesidad interior única, de modo que la idea de dos personas compartiendo la misma visión era casi inverosímil. A su manera siniestra, la exhibición ceremonial de las cabezas encajaba con la forma de abandonar los cuerpos: dos fragmentos del mismo ritual.

—Hay algo que no encaja —repetí.

—Bien, ¿y qué es lo que encaja?

Miré las cabezas, dispuestas con tanto cuidado sobre los postes. Se habían quemado en el fuego que había asado los cuerpos, por supuesto, y no había señales visibles de sangre. Daba la impresión de que les habían cortado el cuello con suma pulcritud. Aparte de eso, no se me ocurría nada en absoluto, pero Deborah me estaba mirando expectante. Es difícil gozar de la reputación de ser capaz de escudriñar en el corazón del misterio, cuando toda esa fama descansa sobre la guía invisible de una voz interior que, en aquel momento, brillaba por su ausencia. Me sentía como el muñeco de un ventrílocuo, al que llaman de repente para que salga a actuar solo.