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Estaba claro que Rita tenía ganas de desahogarse y empezó a largar. En circunstancias normales, me habría limitado a sonreír y dejarla parlotear, pero no estaba de humor para nada que sonara a normal. Durante los dos últimos días no había deseado otra cosa que un lugar tranquilo y un rato a solas para intentar descubrir por qué se había ido mi Pasajero, y sin embargo había sido arrastrado en todas las demás direcciones posibles por Deborah, Rita, los niños, e incluso mi trabajo, para colmo. Mi disfraz se había impuesto a la cosa que, en teoría, estaba ocultando, y no me gustaba. Pero si conseguía soslayar a Rita y largarme, tendría por fin tiempo para mí.

Así que, aduciendo un trabajo importante que no podía esperar hasta el lunes por la mañana, huí y me dirigí a la oficina, disfrutando de la relativa paz y tranquilidad del tráfico de Miami en un sábado por la noche.

Durante el primer cuarto de hora de trayecto no me pude sacudir de encima la sensación de que me estaban siguiendo. Ridículo, lo sé, pero no estaba acostumbrado a estar solo de noche, lo cual me hacía sentir muy vulnerable. Sin el Pasajero era como un tigre con la nariz tapada y sin colmillos. Me sentía lento y estúpido, y no paraba de notar estremecimientos en la espalda. Era una sensación general de escalofrío inminente, la sensación de que debía dar media vuelta y olfatear el camino, porque algo hambriento se encontraba al acecho. Y en los límites de todo eso hormigueaba el eco de una extraña música onírica, de modo que mis pies se agitaban de manera involuntaria, como si quisieran ir a otro sitio sin mí.

Era una sensación terrible, y si hubiera sido capaz de experimentar empatía, estoy seguro de que habría disfrutado de un momento de espantosa revelación, me habría llevado la mano a la frente y caído de hinojos, mientras murmuraba angustiadas palabras de arrepentimiento por las veces que había provocado esa espantosa sensación en los demás. Pero no estoy hecho para la angustia (para la mía, al menos), de modo que sólo podía pensar en mi importante problema. Mi Pasajero se había marchado, y si alguien me estaba siguiendo, me encontraba vacío e indefenso.

Tenían que ser imaginaciones mías. ¿Quién acosaría al Sumiso Dexter, que discurría por su existencia artificial normal con una sonrisa feliz, dos hijos y una nueva hipoteca por culpa de un proveedor de catering? Sólo para estar seguro, miré por el espejo retrovisor.

Nadie, por supuesto. Nadie acechaba con un hacha y una pieza de artesanía con el nombre de Dexter escrito en ella. Me estaba volviendo estúpido debido a la merma de mis facultades mentales.

Un coche estaba ardiendo en la cuneta de Palmetto Expressway, y la mayor parte del tráfico estaba afrontando la congestión dando un rodeo por la cuneta izquierda, o tocando el claxon y chillando. Me desvié y dejé atrás los almacenes cercanos al aeropuerto. En un almacén que había frente a la Avenida 69, una alarma antirrobos estaba aullando sin cesar, y tres hombres se dedicaban a cargar cajas en un camión sin la menor prisa. Sonreí y saludé. No me hicieron caso.

Era una sensación a la que me estaba acostumbrando: todo el mundo hacía caso omiso del pobre y vacío Dexter, salvo, por supuesto, quien me hubiera estado siguiendo, o no.

Pero hablando de estar vacío, la forma en que me había escabullido de una discusión con Rita, por suave que hubiera sido, me había dejado sin cena, y eso no es algo que tolero de buen grado. En este momento deseaba comer casi tanto como respirar.

Paré en un Pollo Tropical y me llevé medio pollo. El olor inundó al instante el coche, y durante los tres últimos kilómetros tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no parar el coche con un chirriar de frenos y devorar el pollo a dentelladas.

El ansia me venció en el aparcamiento, y mientras entraba tuve que manotear con los dedos grasientos para exhibir mis credenciales, y a punto estuve de tirar las alubias. Pero cuando me acomodé delante del ordenador, era un chico mucho más feliz, y el pollo ya no era más que una bolsa llena de huesos y un recuerdo agradable.

Como siempre, con el estómago lleno y la conciencia tranquila, me resultó mucho más fácil poner en marcha mi poderoso cerebro y reflexionar sobre el problema. El Oscuro Pasajero había desaparecido. Eso parecía insinuar que poseía una especie de existencia independiente sin mí. Lo cual significaba que debía venir de algún sitio y, muy posiblemente, había vuelto a él. Mi primer problema era, por lo tanto, descubrir todo lo posible sobre su procedencia.

Sabía muy bien que el mío no era el único Pasajero del mundo. Durante mi larga y gratificante carrera, me había topado con varios depredadores envueltos en la nube negra invisible que indicaban un autoestopista como el mío. Y era lógico suponer que habían surgido en algún lugar y algún momento, y no sólo conmigo y en mi tiempo. Era vergonzoso, pero nunca me había preguntado por qué, o de dónde procedían aquellas voces interiores. Ahora, con toda la noche por delante, y la paz y tranquilidad del laboratorio forense, podría rectificar este trágico olvido.

Sin pensar en mi seguridad personal, me zambullí intrépido en Internet. Por supuesto, no encontré nada útil cuando busqué «Oscuro Pasajero». Al fin y al cabo, era mi expresión privada. De todos modos lo intenté, para asegurarme, y no encontré nada más que algunos juegos online y un par de blogs que alguien debería denunciar a la autoridad competente en materia de angustia adolescente.

Busqué «compañero interior», «amigo interior», e incluso «guía espiritual». Obtuve resultados muy interesantes, que me indujeron a preguntar hacia dónde se dirigía este cansado mundo, pero nada que iluminara mi problema. Pero, por lo que yo sabía, jamás ha existido un ejemplar único de algo, y la ley de las probabilidades indicaba que acabaría acertando los términos de búsqueda correctos para encontrar lo que necesitaba.

Muy bien: «guía interior», «consejero interno», «ayudante oculto». Probé todas las combinaciones de este tipo que se me ocurrieron, cambié adjetivos, consulté listas de sinónimos, y siempre terminaba asombrado de que la pseudofilosofía de la Nueva Era se hubiera apoderado de Internet. De todos modos, no obtuve nada más siniestro que una forma de explotar el poder de mi inconsciente para triunfar en el negocio de los bienes raíces.

Sin embargo, descubrí una referencia muy interesante a Salomón, de fama bíblica, la cual afirmaba que el tipo había hecho referencias secretas a una especie de rey interior. Busqué información sobre Salomón. ¿Quién habría adivinado que ese rollo de la Biblia fuera interesante y pertinente? Por lo visto, cuando pensamos en él como el tipo sabio y alegre con barba que se ofreció a partir en dos un bebé para hacerse el gracioso, estamos pasando por alto lo mejor.

Por ejemplo, Salomón erigió un templo a algo llamado Moloch, al parecer uno de los antiguos dioses malvados, y mató a su hermano porque descubrió «maldad» en su interior. Comprendí que, desde una perspectiva bíblica, la maldad interior podía ser una excelente descripción de un Oscuro Pasajero. Pero si existía una relación, ¿era lógico que alguien con un «rey interior» hubiera matado a alguien habitado por la maldad?

Mi cabeza daba vueltas. ¿Debía creer que el rey Salomón poseía un Oscuro Pasajero? O como era uno de los buenos de la Biblia, ¿debía interpretar que encontró uno en su hermano y lo mató por esa causa? Y contrariamente a lo que me habían conducido a creer, ¿habló en serio cuando se ofreció a partir por la mitad al bebé?

Lo más importante de todo, ¿importaba algo lo sucedido algunos miles de años antes en el otro extremo del mundo? Aún suponiendo que el rey Salomón poseyera uno de los primeros Oscuros Pasajeros, ¿en qué me ayudaría a eso a recuperar mi personalidad adorable y mortífera? ¿Qué podía hacer con todas estas fascinantes tradiciones históricas? Ninguna me revelaba de dónde procedía el Pasajero, qué era o cómo recuperarlo.