De acuerdo, razoné: digamos que Moloch ha vuelto. O puede que no se marchara jamás. De modo que un detestable dios de la Biblia con tres mil años a cuestas estaba enviando música con el fin de, hum… ¿Qué, exactamente? ¿Robarme al Oscuro Pasajero? ¿Matar a jovencitas de Miami, la Gomorra moderna? Incluso intenté encajar en el rompecabezas lo que había pensado en el museo. Salomón poseía el Oscuro Pasajero original, que ahora había venido a Miami, y como un león macho que tomara el poder de una manada, intentaba matar a los Pasajeros del lugar, porque, hum… ¿Por qué, exactamente?
¿O debía creer que los malos del Antiguo Testamento habían viajado en el tiempo para cazarme? ¿No sería más sensato reservarme una camisa de fuerza ahora mismo?
Examiné el problema desde todos los ángulos y no llegué a ninguna conclusión. Era posible que mi cerebro estuviera empezando a desmoronarse, junto con el resto de mi vida. Tal vez sólo estaba cansado. Fuera como fuera, nada era lógico. Necesitaba saber más sobre Moloch. Y como estaba sentado delante del ordenador, me pregunté si Moloch tendría su propia página web.
Tardé sólo un momento en averiguarlo, así que seguí tecleando, repasé la lista de blogs autocompasivos, imbuidos de su propia importancia, juegos de fantasía online y fantasías paranoicas esotéricas, hasta que encontré uno que me pareció probable. Cuando cliqué en el vínculo, una imagen empezó a formarse muy lentamente, y después…
El poderoso y profundo redoblar de tambores, trompetas insistentes que se alzaban tras el ritmo vibrante, hasta alcanzar un punto en el que las voces ya no pueden contenerse y claman la anticipación de una dicha inimaginable. Era la música que había oído en mi sueño.
Después, el lento emerger de una cabeza de toro en llamas, en mitad de la página, con dos manos levantadas al lado y las mismas tres letras arameas encima.
Miré y parpadeé con el cursor, sintiendo todavía el impacto de la música, que me elevaba hacia gloriosas cúspides de un éxtasis desconocido, el cual era una promesa de todo el placer cegador en un mundo de secreto goce. Por primera vez desde que podía recordar, mientras estas extrañas y apasionadas sensaciones se derramaban sobre mí, me atravesaban y se desvanecían al fin, por primera vez sentí algo nuevo, diferente y desagradable.
Tenía miedo.
No podía decir por qué ni de qué, lo cual empeoraba todavía más la sensación, un solitario miedo desconocido que recorría mi interior y resonaba en los lugares vacíos y borraba todo, salvo la imagen de aquella cabeza de toro y el miedo.
«Esto no es nada, Dexter», me dije. «La imagen de un animal y unas notas aleatorias de una música no demasiado buena.» Y me di toda la razón…, pero no conseguía que mis manos se atuvieran a razones y se despegaran de mi regazo. Algo de este cruce entre los mundos del sueño y la vigilia, en apariencia no conectados, imposibilitaba distinguirlos, como si cualquier cosa que apareciera en mi sueño, y luego en el ordenador de mi trabajo, fuera demasiado poderoso para oponer resistencia y no tuviera la menor posibilidad de combatirlo, sino tan sólo ver cómo me arrastraba hasta las llamas.
No había una voz negra y poderosa en mi interior que me convirtiera en acero y me arrojara como una lanza contra lo que fuera. Estaba solo, asustado, indefenso, desorientado. Dexter en la oscuridad, con el hombre del saco y todos sus secuaces desconocidos debajo de la cama, preparados para sacarme de este mundo y arrastrarme hacia la tierra quemada del dolor aterrorizado.
Con un movimiento que distó mucho de ser elegante, arranqué el cable del ordenador del enchufe de la pared y, al tiempo que respiraba con rapidez, como si alguien hubiera enganchado electrodos a mis músculos, eché hacia atrás la silla de nuevo, con tal rapidez y torpeza que el enchufe salió disparado hacia atrás y me golpeó en la frente, justo encima de la ceja izquierda.
Durante varios minutos no hice otra cosa que respirar y mirar, mientras el sudor resbalaba por mi cara y caía sobre el escritorio. No tenía ni idea de por qué había saltado de la silla como una barracuda enganchada con garfios y había arrancado el cable de la pared, aparte de que, por algún motivo, había creído que debía hacer eso o morir, y no entendía de dónde había surgido esa idea, pero el hecho es que era una materialización de la nueva oscuridad que se extendía entre mis oídos y me había aplastado con su perentoriedad.
Seguí sentado en mi silenciosa oficina, con la vista clavada en la pantalla muerta, mientras me preguntaba quién era yo y qué acababa de pasar.
Yo nunca tenía miedo. El miedo era una emoción, y Dexter no tenía. Tener miedo de una página web era tan estúpido y absurdo que no había adjetivos para ello. Y yo no actuaba de manera irracional, excepto cuando imitaba a los seres humanos.
Entonces, ¿por qué había tirado del cable, y por qué estaban temblando mis manos, todo por culpa de una alegre cancioncilla y una vaca de dibujos animados?
No había respuestas, y ya no estaba seguro de desear encontrarlas.
Me fui a casa, convencido de que me seguían, aunque el espejo retrovisor no mostró nada durante todo el camino.
El otro era muy especial, con una resistencia que el Vigilante no había visto desde hacía mucho tiempo. Éste estaba resultando ser muchísimo más interesante que algunos del pasado. Empezó a sentir algo que podría llamarse parentesco con el otro. Qué triste, la verdad. Ojalá las cosas hubieran salido de una manera diferente. Pero existía cierta belleza en el destino ineludible del otro, y eso también era bueno.
Incluso siguiéndole desde tan lejos detectó señales de que los nervios del otro empezaban a verse afectados. Aceleraba y aminoraba la velocidad, toqueteaba los espejos. Bien. La inquietud no era más que el comienzo. Necesitaba conseguir que se sintiera mucho más que inquieto, y lo conseguiría. Pero antes era esencial asegurarse de que el otro sabía lo que se avecinaba. Y hasta el momento, pese a las pistas, no parecía haberlo descubierto.
Muy bien. El Vigilante se limitaría a repetir la pauta, hasta que el otro se diera cuenta de la clase de poder que le perseguía. Después, no tendría alternativa. Acudiría como una alegre oveja al matadero.
Hasta entonces, incluso la vigilancia tenía un propósito: hacerle saber que le vigilaban. No le serviría de nada, aunque viera la cara que le vigilaba.
Las caras pueden cambiar. Pero la vigilancia no.
20
Aquella noche no dormí, por supuesto. El día siguiente, domingo, transcurrió en una neblina de fatiga y angustia. Llevé a Cody y a Astor a un parque cercano y me senté en un banco, mientras intentaba extraer un sentido de la montaña de información inútil y conjeturas que había acumulado hasta el momento. Las piezas se negaban a encajar en cualquier imagen lógica. Aunque las ordenara en una teoría semicoherente, no me revelarían nada que me ayudara a encontrar a mi Pasajero.
Lo mejor que logré fue una especie de idea a medio formar acerca de que el Oscuro Pasajero y los demás como él llevaban en el mundo al menos tres mil años. Pero por qué el mío había huido de alguno de ellos era imposible saberlo, sobre todo porque me había topado antes con otros sin otra reacción que un escalofrío. Mi idea del nuevo papá león parecía inverosímil bajo la agradable luz del sol del parque, con el fondo de las amenazas que se proferían mutuamente los niños. Desde un punto de vista estadístico, la mitad tenían papás nuevos, basándome en la tasa de divorcios, y daba la impresión de que estaban en plena forma.
Dejé que la desesperación me invadiera, una sensación que parecía un poco absurda en la tarde estupenda de Miami. El Pasajero había desaparecido, yo estaba solo, y la única solución que se me había ocurrido era la de asistir a clases de arameo. Sólo podía confiar en que un fragmento de aguas residuales congeladas cayera desde un avión sobre mi cabeza y acabara con mis desdichas. Alcé la vista esperanzado, pero no hubo suerte.