Mi coche emitió un ruido terrible cuando me subí a la mediana y pasé al otro lado, y a una hormigonera grande le faltaron veinte centímetros para dejarme como un sello de correos, pero yo continué impertérrito la persecución del Avalon en el tráfico más fluido que iba hacia el sur.
A lo lejos había varios puntos de color blanco móviles, cualquiera de los cuales podía ser mi presa. Pisé el acelerador y los seguí.
Los dioses del tráfico fueron misericordiosos conmigo, y me abrí paso entre los coches durante casi un kilómetro, hasta que me encontré con el primer semáforo en rojo. Varios coches en cada carril se pararon obedientes en el cruce, y no había forma de adelantarlos, salvo repetir el truco de saltar la mediana. Lo hice. Me metí en el cruce justo a tiempo de causar graves inconvenientes a un Hummer amarillo rabioso que, pobre, intentaba utilizar las carreteras de una manera racional. Dio un frenético bandazo para esquivarme, y casi lo logró. Se oyó un golpe sordo levísimo cuando golpeé su parachoques delantero, atravesé el cruce y seguí adelante, seguido por más música de bocinas y gritos.
El Avalon estaría a unos cuatrocientos metros de distancia, si todavía seguía en la U.S. 1, y no esperé a que la distancia aumentara. Aceleré mi fiel cochecito, y al cabo de medio minuto aparecieron ante mi vista dos coches blancos, un todoterreno Chevy y un mono-volumen. Mi Avalon no se veía por ninguna parte.
Disminuí la velocidad un momento, y con el rabillo del ojo lo vi de nuevo, rodeando un supermercado por un pequeño aparcamiento situado a su derecha. Pisé el acelerador, crucé dos carriles y entré en el aparcamiento. El conductor del otro coche vio que me acercaba. Aceleró y salió a la calle que corría en perpendicular a la U.S. 1, alejándose hacia el este a toda velocidad. Atravesé el aparcamiento y le seguí.
Me precedió a través de una zona residencial durante unos dos kilómetros, después tomó una curva y dejó atrás un parque donde estaban jugando los niños de una guardería. Me acerqué un poco más, justo a tiempo de ver que una mujer que sostenía a un bebé y guiaba a otros dos niños salía a la calle delante de nosotros.
El Avalon aceleró y se subió a la acera, y la mujer continuó atravesando con parsimonia la calle, mientras me miraba como si yo fuera una cartelera que no consiguiera leer. Giré para pasar por detrás de ella, pero uno de los niños retrocedió de repente delante de mí y pisé el freno. Mi coche patinó, y por un momento dio la impresión de que iba a precipitarme sobre aquel puñado de estúpidos parados en la calle, que me miraban sin el menor interés. Por fin, mis neumáticos se clavaron al suelo y logré girar el volante, aceleré un poco y describí un veloz círculo sobre el césped de una casa que había enfrente del parque. Después, volví a la carretera entre una nube de hierba y proseguí la persecución del Avalon, que se había alejado bastante.
La distancia no se alteró durante varias manzanas más, hasta que tuve un golpe de suerte. El Avalon se saltó otra señal de stop, pero esta vez un coche de la policía salió tras él, conectó la sirena e inició la persecución. No estaba seguro de si debía sentirme contento por la compañía o celoso por la competición, pero en cualquier caso era mucho más fácil seguir las luces parpadeantes y la sirena, de modo que continué pegado a ellos.
Los otros dos coches tomaron una serie de curvas, y pensé que me estaba acercando un poco más, cuando el Avalon desapareció de repente y el coche patrulla se detuvo. Al cabo de unos segundos frené detrás y bajé.
El policía corría a través de un jardín atravesado por huellas de neumáticos, que iban por detrás de la casa y desaparecían en un canal. El Avalon estaba caído en el agua al otro lado, y mientras yo miraba, un hombre salió del coche a través de la ventanilla y nadó los pocos metros que le separaban de la orilla opuesta del canal. El policía vaciló, y después saltó y nadó hacia el coche medio hundido. Mientras tanto, oí el ruido de unos pesados neumáticos que chirriaban detrás de mí. Me volví para mirar.
Un Hummer amarillo se detuvo detrás de mi coche, y un hombre de rostro congestionado y pelo rubio saltó del coche y empezó a gritarme.
—¡Gilipollas, hijo de puta! —rugió—. ¡Me has jodido el coche! ¿Qué coño crees que estás haciendo?
Antes de que pudiera contestar, sonó mi móvil.
—Perdone —dije, y aunque parezca raro, el hombre del pelo rubio calló mientras yo contestaba.
—¿Dónde coño estás? —preguntó Deborah.
—En Cutler Ridge, mirando un canal —dije.
Hizo una pausa de un segundo completo.
—Bien —dijo—, vente inmediatamente para el campus. Tenemos otro cuerpo.
21
Tardé unos cuantos minutos en sacarme de encima al conductor del Hummer amarillo, y aún seguiría allí de no ser por el policía que había saltado al canal. Salió del agua por fin y se acercó adonde estaba yo, obligado a escuchar una ristra interminable de amenazas y obscenidades, ninguna demasiado original. Intenté ser educado (era evidente que el hombre tenía ganas de desahogarse, y no quería provocarle graves daños psicológicos si le reprimía), pero me reclamaban asuntos policiales urgentes, al fin y al cabo. Intenté subrayar ese punto, pero por lo visto era uno de esos individuos incapaces de gritar y atenerse a razones al mismo tiempo.
De modo que la aparición de un policía irritado y empapado significó una interrupción bienvenida en una conversación que empezaba a ser tediosa y unilateral.
—Me gustaría muchísimo saber qué ha descubierto sobre el conductor de ese coche — dije al policía.
—No lo dudo —dijo—. ¿Puedo ver su identificación, por favor?
—He de ir a la escena de un crimen —dije.
—Ya está en una —replicó. Le enseñé mis credenciales y las examinó con mucho detenimiento, dejando caer agua del canal sobre la foto plastificada. Por fin, asintió.
—De acuerdo, Morgan, largúese.
A juzgar por la reacción del conductor del Hummer, cualquiera diría que el policía acababa de sugerir que prendieran fuego al Papa.
Y el policía, bendito sea, se limitó a mirar al hombre, mientras continuaba chorreando agua.
—¿Puedo ver su permiso y el certificado de matriculación, señor? —le preguntó. Me pareció una frase muy adecuada para hacer un mutis, y aproveché la oportunidad.
Mi pobre y baqueteado coche estaba emitiendo ruidos de desdicha, pero de todos modos lo enfilé camino de la universidad. No tenía otra alternativa. Por averiado que estuviera, tenía que llevarme allí. Me sentía muy compenetrado con mi coche. Ambos éramos espléndidas piezas de maquinaria, despojados de nuestra belleza natural por circunstancias que escapaban a nuestro control. Era un tema maravilloso para la autocompasión, y me complací en ella varios minutos. La ira que había experimentado tan sólo unos minutos antes se había desvanecido, caída en el césped como el agua que empapaba el uniforme del policía. Ver al conductor del Avalon nadar hasta la orilla opuesta, salir y escapar me había despertado una sensación muy común en los últimos tiempos, la de estar a punto de atrapar algo que en el último momento se zafaba.
Y ahora teníamos un nuevo cadáver, y aún no habíamos decidido qué hacer con los otros. Estábamos quedando como un galgo en un canódromo, persiguiendo a un conejo que siempre va un paso adelante, y que lo burla cada vez que el pobre perro cree que va a hincarle el diente.
Había dos coches patrulla delante de la universidad, y los cuatro agentes ya habían acordonado la zona que rodeaba el Lowe Art Museum y alejado a la creciente multitud. Un policía rechoncho, de aspecto fuerte y con la cabeza rapada, salió a mi encuentro y señaló hacia la parte posterior del edificio.