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El cuerpo se encontraba en una mata de arbustos, detrás de la galería. Deborah estaba hablando con alguien que parecía un estudiante, y Vince Masuoka estaba acuclillado al lado de la pierna izquierda del cuerpo, pinchando con un bolígrafo algo que llevaba en el tobillo. El cuerpo no podía verse desde la carretera, pero tampoco podía decirse que estuviera escondido. Era evidente que lo habían asado como a los demás, y estaba dispuesto como los otros dos, en una posición rígida con la cabeza sustituida por una cabeza de toro de cerámica. Una vez más, mientras la miraba, esperé por reflejo alguna reacción desde mi interior. Pero no oí nada, salvo el suave viento tropical que soplaba en mi cerebro. Aún estaba solo.

Mientras meditaba, Deborah se acercó rugiendo a todo volumen.

—Has tardado mucho —bramó—. ¿Dónde estabas?

—Clase de macramé —contesté—. ¿Igual que los demás?

—Eso parece. ¿Qué has encontrado, Masuoka?

—Creo que esta vez hemos tenido suerte —dijo Vince.

—Ya era hora, joder —dijo Deborah.

—Lleva una tobillera —explicó Vince—. Está hecha de platino, así que no se fundió. — Miró a Deborah y le dedicó una de sus terribles sonrisas falsas—. Pone Tammy.

Deborah frunció el ceño y miró hacia la puerta lateral de la galería. Un hombre alto, con chaqueta de sirsaca y pajarita, estaba hablando con un policía, y miraba angustiado a Deborah.

—¿Quién es ese tío? —preguntó a Vince.

—El profesor Keller —contestó Matsuoka—. Da clases de historia del arte. Él encontró el cuerpo.

Deborah, sin dejar de fruncir el ceño, indicó con un ademán al policía que el profesor se acercara.

—¿Profesor…? —dijo Deborah.

—Keller. Gus Keller —se presentó. Era un hombre apuesto de unos sesenta y pocos años, con lo que parecía una cicatriz de un duelo en la mejilla izquierda. No dio la impresión de ir a desmayarse por la presencia del cadáver.

—Así que usted encontró el cuerpo aquí —dijo Deb.

—Exacto —contestó—. Vine a ver una nueva exposición, de arte mesopotámico, muy interesante, y lo vi aquí, entre los arbustos. —Frunció el ceño—. Hará una hora, creo.

Deborah asintió como si ya lo supiera todo, incluido lo de la exposición de arte mesopotámico, un truco habitual de la policía para que la gente tuviera ganas de añadir nuevos detalles, sobre todo si eran un poco culpables. No dio la impresión de funcionar con Keller. Se limitó a esperar la siguiente pregunta, mientras Deborah se esforzaba en pensar en una. Estoy justamente orgulloso de mis habilidades sociales artificiales, que con tanto esfuerzo he conquistado, y no quería que el silencio llegara a ser embarazoso, así que carraspeé y Keller me miró.

—¿Qué puede decirnos sobre la cabeza de cerámica? —le pregunté—. Desde el punto de vista artístico.

Deborah me fulminó con la mirada; tal vez tuviera celos de que hubiera formulado la pregunta antes que ella.

—¿Desde el punto de vista artístico? Poca cosa —contestó Keller, mientras contemplaba la cabeza de toro—. Da la impresión de que la han hecho en un molde, en un horno de cerámica muy primitivo. Tal vez incluso en un horno doméstico grande. Desde el punto de vista histórico, no obstante, es mucho más interesante.

—¿Qué quiere decir? —preguntó con brusquedad Deborah, y el hombre se encogió de hombros.

—Bien, no es perfecta —respondió Keller—, pero alguien ha intentado recrear un diseño estilizado muy antiguo.

—¿Cómo de antiguo? —preguntó Deborah. Keller enarcó una ceja y se encogió de hombros, como diciéndole que se había equivocado de pregunta, pero contestó de todos modos.

—Tres o cuatro mil años —dijo.

—Eso es muy antiguo —tercié, y los dos me miraron, lo cual me condujo a pensar que debía añadir algo un poco más inteligente—. ¿De qué parte del mundo procede?

Keller asintió. Yo volvía a ser inteligente.

—Oriente Próximo —dijo—. Encontramos un motivo similar en Babilonia, y aún más pretérito en Jerusalén. La cabeza de toro está relacionada con el culto a uno de los dioses primitivos. Uno muy desagradable, la verdad.

—Moloch —aventuré, y la garganta me dolió cuando pronuncié ese nombre.

Deborah me fulminó con la mirada, absolutamente segura ya de que le había ocultado algo, pero miró a Keller cuando el hombre siguió hablando.

—Sí, exacto —corroboró éste—. A Moloch le gustaban los sacrificios humanos. Sobre todo de niños. Era el trato habituaclass="underline" sacrificabas a tu hijo, y él garantizaba una buena cosecha o la victoria sobre tus enemigos.

—Bien, pues creo que este año vamos a tener una cosecha muy buena —dije, pero ninguno de los dos me dedicó ni la sombra de una sonrisa. Vaya, haces lo que puedes por alegrar un poco este deprimente mundo, y si la gente se niega a reaccionar a tus esfuerzos, ellos se lo pierden.

—¿Cuál es el propósito de quemar los cuerpos? —preguntó Deborah.

Keller sonrió un momento, como agradeciendo la pregunta.

—Esa es la clave de todo el ritual —respondió—. Había una gigantesca estatua de Moloch, con cabeza de toro, que era en realidad un horno.

Pensé en Halpern y en su «sueño». ¿Conocía la existencia de Moloch, o le había llegado como la música a mí? ¿O bien Deborah tenía razón desde el primer momento, y había acudido a la estatua y asesinado a las chicas, por improbable que pareciera ahora?

—Un horno —dijo Deborah, y Keller asintió—. ¿Y arrojaban los cuerpos allí? — preguntó, con una expresión reveladora de que le costaba creerlo, y de que todo era culpa del profesor.

—Oh, era mucho mejor que eso —comentó Keller—. Se producía un milagro durante el ritual. Era una patraña muy sofisticada, en realidad. Por eso Moloch gozó de tanta popularidad. Era convincente, y emocionante. La estatua tenía brazos que se extendían hacia la congregación. Cuando depositabas el sacrificio en sus brazos, daba la impresión de que Moloch cobraba vida y devoraba el sacrificio. Los brazos alzaban lentamente a la víctima y la depositaban en su boca.

—Para ir a parar al horno —dije, reticente a que me volvieran a ningunear—, mientras sonaba la música.

Deborah me miró de una manera extraña, y me di cuenta de que nadie había hablado de la música, pero Keller se encogió de hombros y contestó.

—Sí, exacto. Trompetas y tambores, cánticos, todo muy hipnótico. El climax llegaba cuando el dios alzaba el cuerpo hacia su boca y lo dejaba caer. Dentro de la boca y al interior del horno. Vivo. No debía de ser muy divertido para la víctima.

Creí en las palabras de Keller. Oí el suave retumbar de tambores a lo lejos, y tampoco resultó muy divertido para mí.

—¿Alguien adora todavía a ese tipo? —preguntó Deborah.

Keller meneó la cabeza.

—Por lo que yo sé, el culto cesó hace más de dos mil años. —Bien, qué coño —dijo Deborah—. ¿Quién está haciendo esto?

—No es ningún secreto —precisó Keller—. Es una parte de la historia muy bien documentada. Cualquiera habría podido investigar un poco, y descubrir lo suficiente para hacer algo así.

—Pero ¿por qué? —preguntó Deborah.

Keller sonrió cortésmente.

—Estoy seguro de que no lo sé —contestó.

—¿Y de qué coño me sirve esto? —protestó Deborah, en un tono que sugería que era Keller quien debía aportar una respuesta.

El hombre le dedicó una amable sonrisa de profesor.

—Nunca está de más aprender cosas —dijo.

—Por ejemplo —intervine—, sabemos que en algún sitio tiene que haber una gran estatua de un toro con un horno dentro.

Deborah se volvió para mirarme.