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—Halpern —le dije en voz baja. Parpadeó y me di cuenta de que aún no había pensado en eso.

—¿Crees que no fue un sueño? —preguntó.

—No sé qué pensar —contesté—, pero si alguien está ofreciendo en serio estos sacrificios a Moloch, ¿por qué no va a hacerlo con las herramientas adecuadas?

—Maldita sea —masculló Deborah—. Pero ¿dónde esconderías algo así?

Keller tosió con cierta delicadeza.

—Temo que no sólo se trata de eso —terció.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Deborah.

—Bien, tendría que disimular también el olor —dijo—. El olor de cuerpos humanos asados. Perdura, y es difícil de olvidar.

Parecía un poco confundido, y se encogió de hombros.

—Bien, así que estamos buscando una gigantesca estatua maloliente con un horno dentro —dije en tono jovial—. No debería ser difícil encontrarla.

Deborah me traspasó con la mirada, y una vez más me sentí un poco decepcionado por su enfoque pesimista de la vida, sobre todo porque, casi con toda certeza, me reuniría con ella como residente permanente en el País de la Melancolía si el Oscuro Pasajero se negaba a portarse bien y a salir de su escondite.

—Profesor Keller —dijo, dando la vuelta y rematando el abandono de su pobre hermano—, ¿puede decirnos algo más sobre esta mierda del toro que pueda ayudarnos?

Era un comentario lo bastante inteligente para resultar alentador, y casi deseé haberlo dicho yo, pero por lo visto no obró efecto en Keller, ni siquiera en la propia Deborah, que parecía no darse cuenta de que había dicho algo notable. Keller se limitó a negar con la cabeza.

—Por desgracia no es mi especialidad —respondió—. Sólo conozco los detalles relacionados con la historia del arte. Tendría que preguntar a alguien de filosofía o de religiones comparadas.

—Como el profesor Halpern —susurré de nuevo, y Deborah asintió, sin abandonar su mirada asesina.

Dio media vuelta para marcharse, pero por suerte recordó sus buenos modales a tiempo. Se volvió hacia Keller.

—Nos ha sido de gran ayuda, doctor Keller —dijo—. Si se le ocurre algo más, avíseme.

—Por supuesto —contestó. Debs me agarró del brazo y me arrastró hacia delante.

—¿Vamos a volver al despacho del secretario? —pregunté cortésmente, mientras el brazo se me entumecía.

—Sí —confirmó—, pero si hay una Tammy matriculada en una de las clases de Halpern, no sé qué voy a hacer.

Liberé los restos del brazo de su presa.

—¿Y si no hay ninguna?

Meneó la cabeza.

—Vamos —dijo.

Pero cuando pasé al lado del cadáver, algo aferró la pernera de mis pantalones, y bajé la vista.

—Aj —exclamó Vince. Carraspeó—. Dexter —dijo, y enarcó una ceja. Enrojeció y soltó mis pantalones—. He de hablar contigo.

—Faltaría más —contesté—. ¿Puede esperar?

Negó con la cabeza.

—Es muy importante —insistió.

—Bien, pues, adelante. —Retrocedí tres pasos, hasta donde seguía acuclillado junto al cadáver—. ¿Qué pasa?

Desvió la vista, y aunque era improbable que demostrara emociones verdaderas, enrojeció todavía más.

—He hablado con Manny —anunció.

—Maravilloso. Y aún conservas todos tus miembros.

—El, hum… Quiere introducir algunos cambios. Hum. En el menú. Tu menú. De la boda.

—Aja —dije, aunque quede muy trillado decir «aja» junto a un cadáver. No pude reprimirme—. Por casualidad, ¿se trata de cambios caros?

Vince se negó a mirarme. Asintió.

—Sí —admitió—. Dijo que ha tenido una inspiración. Algo muy nuevo y diferente.

—Me parece fantástico —dije—, pero creo que no puedo permitirme la inspiración. Hemos de decirle que no.

Vince meneó la cabeza de nuevo.

—No lo entiendes. Sólo llamó porque le caes bien. Dice que el contrato le da libertad para hacer lo que le dé la gana.

—¿Y quiere subir el precio un poco?

Vince estaba escarlata. Murmuró algunas sílabas e intentó desviar la vista todavía más.

—¿Qué? —le pregunté—. ¿Qué has dicho?

—Más o menos el doble —dijo en voz muy baja, pero al menos audible.

—El doble —dije.

—Sí.

—Eso son quinientos dólares por cubierto —dije.

—Estoy seguro de que será estupendo —dijo Vince, al rojo vivo.

—Por quinientos dólares el cubierto debería ser mucho más que estupendo. Debería aparcar los coches, fregar el suelo y dar un masaje en la espalda a todos los invitados.

—Será el no va más, Dexter. Es posible que tu boda salga en alguna revista.

—Sí, y será probablemente en Bancarrota Hoy. Hemos de hablar con él, Vince.

Negó con la cabeza y siguió contemplando la hierba.

—No puedo —afirmó categórico.

Los humanos son combinaciones maravillosas de estupidez, ignorancia e imbecilidad, ¿verdad? Incluso los que fingen casi siempre, como Vince. Ahí lo teníamos, un intrépido técnico forense, a escasos centímetros de un cuerpo atrozmente mutilado, que no le afectaba más que el tocón de un árbol, pero se quedaba paralizado de terror cuando pensaba en plantar cara a un hombre diminuto que se ganaba la vida esculpiendo chocolate.

—De acuerdo —acepté—. Yo mismo hablaré con él.

Me miró por fin.

—Ve con cuidado, Dexter —dijo.

22

Alcancé a Deborah cuando estaba dando la vuelta a su coche, y por suerte esperó el tiempo suficiente para que yo subiera, para luego dirigirnos a la oficina del secretario. No dijo nada durante el breve trayecto, y yo estaba demasiado preocupado por mis problemas para concederle importancia.

Una rápida búsqueda en los registros con mi nueva amiga de la oficina del secretario no dio como resultado ninguna Tammy en las clases de Halpern. Pero Deborah, que no dejaba de pasear de un lado a otro mientras esperaba, estaba preparada para eso.

—Prueba el último semestre.

Lo hice. Nada.

—De acuerdo —dijo con el ceño fruncido—. Prueba con las clases de Wilkins.

Una idea encantadora, y para demostrarlo obtuve un éxito inmediato: la señorita Connor iba al seminario de Wilkins de ética de las situaciones.

—Muy bien —dijo Deborah—. Consigue la dirección.

Tammy Connor vivía en un colegio mayor que se hallaba a tan sólo unos minutos de distancia, y Deborah no perdió tiempo en trasladarnos y aparcar ilegalmente delante. Bajó del coche y corrió hacia la puerta principal antes de que yo consiguiera abrir la puerta, pero la seguí a la mayor velocidad posible.

La habitación estaba en el tercer piso. Deborah optó por subir los escalones de dos en dos, en lugar de perder tiempo pulsando el botón del ascensor, y como eso me iba a dejar sin aliento para protestar, no lo hice. Llegué justo a tiempo de ver que la puerta de la habitación de Tammy se abría y dejaba al descubierto a una muchacha corpulenta de pelo oscuro y gafas.

—¿Sí? —dijo, y miró a Deborah con el ceño fruncido.

Deborah le enseñó su placa.

—¿Tammy Connor? —preguntó.

La chica lanzó una exclamación ahogada y se llevó una mano a la garganta.

—Oh, Dios, lo sabía —dijo. Deborah asintió.

—¿Es usted Tammy Connor, señorita?

—No. No, claro que no —dijo la chica—. Soy Allison, su compañera de cuarto.

—¿Sabe dónde está Tammy, Allison?

La chica se mordisqueó el labio inferior mientras sacudía vigorosamente la cabeza.

—No —respondió.

—¿Desde cuándo está desaparecida? —preguntó Deborah.

—Dos días.

—¿Dos días? —preguntó Deborah, y enarcó las cejas—. ¿Es normal eso?