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Annabel abrió los ojos como platos.

– Le confiaría mi vida.

Ella asintió.

– Quizá Louisa…

– No podría levantar ni una pluma.

– Creo que es más fuerte de lo que parece. -Pero Annabel se dio cuenta de que la esperanza la hacía hablar. Se mordió el labio y miró a Newbury-. Creo que vamos a necesitar toda la ayuda que podamos.

Sebastian empezó a asentir, porque era cierto que necesitaban ayuda. Sin embargo, resultó que la ayuda se materializó en forma de la persona más inesperada…

CAPÍTULO 25

– ¿Qué diablos está pasando aquí?

Annabel se quedó de piedra. Horrorizada, no. Era algo mucho, mucho peor que el horror.

– ¿Annabel? -dijo su abuela, entrando por la puerta que conectaba las dos habitaciones-. Parece que está pasando una manada de elefantes. ¿Cómo esperas que pueda dormir cuando…? ¡Oh! -Se detuvo en seco cuando vio a Sebastian. Luego miró al suelo y vio al conde-. ¡Por Satanás!

Hizo un sonido que Annabel no supo cómo interpretar. No fue un suspiro; más bien un gruñido. De máxima irritación.

– ¿Quién de los dos lo ha matado? -preguntó.

– Ninguno -respondió Annabel enseguida-. Se ha… muerto.

– ¿En tu habitación?

– No le he invitado -respondió ella, alterada.

– No, nunca harías algo así. -Y habría jurado que había una nota de arrepentimiento en la voz de su abuela. Annabel sólo podía mirarla con sorpresa. O quizá con asombro.

– ¿Y tú qué haces aquí? -preguntó lady Vickers, dirigiendo su gélida mirada hacia Sebastian.

– Exactamente lo que está pensando, milady -respondió-. Por desgracia, llegué un poco tarde. -Miró a su tío-. Ya estaba así cuando llegué.

– Mejor -murmuró lady Vickers-. Si hubiera llegado cuando estuvieras encima de mi nieta… Santo Dios, no puedo imaginarme la conmoción.

Annabel pensó que debería sonrojarse. Sí que debería. Pero no encontraba las fuerzas. No estaba segura de si había algo que pudiera avergonzarla en ese momento.

– Bueno, tendremos que deshacernos de él -dijo su abuela, con el mismo tono de voz que Annabel imaginaba que usaría para referirse a un sofá viejo. Lady Vickers ladeó la cabeza hacia Annabel-. Debo admitir que, al final, todo te ha salido redondo.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó ella, horrorizada.

– Ahora el conde es él -dijo lady Vickers, señalando a Sebastian-, y seguro que es más apetitoso que el pobre Robert.

«Robert», pensó Annabel mientras miraba al conde. Ni siquiera sabía su nombre de pila. Le parecía extraño. Ese hombre quería casarse con ella, la había atacado y luego había muerto a sus pies. Y ella ni siquiera sabía su nombre de pila.

Por unos momentos, los tres se quedaron mirando el cadáver del conde. Al final, lady Vickers dijo:

– Vaya, está gordo.

Annabel se tapó la boca con una mano para intentar no reírse. Porque no era gracioso. No lo era.

Pero tenía muchas ganas de reírse.

– No creo que podamos bajarlo al salón sin despertar a media casa -dijo Sebastian. Miró a lady Vickers-. Imagino que usted no sabrá cuál es su habitación, ¿verdad?

– Como mínimo, está igual de lejos que el salón. Y al lado de los Challis. No conseguiréis dejarlo en su habitación sin despertarlos.

– Había pensado en ir a buscar a mi primo -le explicó Seb-. Quizá podamos hacerlo con una persona más.

– No podremos moverlo ni que seamos cinco más -respondió lady Vickers-. Al menos, no en silencio.

Annabel dio un paso adelante.

– Quizá si…

Sin embargo, su abuela la interrumpió con un suspiro propio del escenario del Covent Garden.

– Venga -dijo, señalando la puerta de la habitación-. Metedlo en mi cama.

– ¿Qué? -exclamó Annabel.

– Dejaremos que todos piensen que murió mientras se acostaba conmigo.

– Pero… Pero… -Annabel miró boquiabierta a su abuela, luego a lord Newbury, y luego a Sebastian que, por lo visto, no tenía palabras.

Sebastian. Sin palabras. Al parecer, hacía falta algo así para que aquello sucediera.

– Oh, por el amor de Dios -dijo lady Vickers, irritada con su inactividad-. Como si no lo hubiéramos hecho antes.

Annabel contuvo el aire con tanta fuerza que se ahogó.

– ¿Que… qué?

– Fue hace años -respondió su abuela, agitando la mano en el aire como si asustara una mosca-. Pero todo el mundo lo sabía.

– ¿Y querías que me casara con él?

Lady Vickers colocó los brazos en jarra y miró a Annabel.

– ¿Te parece que es el momento de empezar a quejarte? Además, no estaba tan mal, tú ya me entiendes. Y tu tío Percival ha salido bastante bien.

– Oh, Dios mío -gimió Annabel-. El tío Percy.

– Por lo visto es mi tío Percy -añadió Sebastian, meneando la cabeza.

– Tu primo, mejor dicho -lo corrigió lady Vickers-. Bueno, ¿vamos a moverlo o no? Ah, por cierto, y todavía nadie me ha agradecido que me haya ofrecido a recibir todos los disparos, por decirlo de alguna manera.

Era verdad. Aunque su abuela fue quien la metió en todo ese embrollo, insistiendo para que se casara con lord Newbury, ahora estaba haciendo lo que podía para salvarle el cuello. Sería un escándalo increíble, y Annabel no quería ni imaginarse los dibujos y las caricaturas que aparecerían en los periódicos sensacionalistas. Aunque sospechaba que a su abuela le gustaría gozar de un poco de notoriedad a su avanzada edad.

– Gracias -dijo Sebastian, que fue el primero que recuperó el habla-. Se lo agradecemos mucho.

– Venga, venga. -Lady Vickers los animó a ponerse en marcha-. No se meterá solo en mi cama.

Sebastian volvió a agarrar a su tío por los brazos y Annabel se colocó a los pies, pero, en cuanto lo agarró y empezó a levantarlo, oyó un ruido muy peculiar. Y, cuando levantó la mirada, lo hizo horrorizada por lo que aquello significaba…

Newbury abrió los ojos.

Annabel gritó y lo soltó.

– Por todos los santos -exclamó su abuela-. ¿Es que ninguno de los dos ha comprobado si realmente estaba muerto?

– Lo supuse -protestó Annabel. Tenía el corazón acelerado y parecía que no podía relajar la respiración. Se apoyó en el borde de la cama. Era como aquella noche de Halloween en que sus hermanos se taparon con sábanas y aparecieron saltando delante de ella, aunque mil veces peor. No, dos mil veces peor.

Lady Vickers se volvió hacia Sebastian.

– Yo la creí -dijo, mientras dejaba la cabeza de lord Newbury otra vez en el suelo. Todos se lo quedaron mirando. Había vuelto a cerrar los ojos.

– ¿Ha vuelto a morirse? -preguntó Annabel.

– Más te vale -respondió su abuela muy mordaz.

Annabel miró a Sebastian muerta de miedo. Él también la estaba mirando, con una expresión que obviamente decía: «¿No lo comprobaste?»

Ella intentó responder abriendo los ojos como platos y con gestos, pero tenía la sensación de que no la entendía, hasta que al final Sebastian dijo:

– ¿Qué dices?

– No lo sé -gimoteó ella.

– Sois un par de inútiles -se quejó lady Vickers. Se acercó a lord Newbury y se agachó-. ¡Newbury! -gritó-. Despierta.

Annabel se mordió el labio y miró la puerta con inquietud. Hacía un rato que habían dejado de susurrar.

– ¡Despierta!

Lord Newbury empezó a hacer un sonido mascullado.

– Robert -le espetó lady Vickers-, despierta. -Y le dio una bofetada. Fuerte.

Annabel miró a Sebastian. Parecía tan atónito como ella, y muy feliz de dejar que su abuela llevara la voz cantante.

Lord Newbury volvió a abrir los ojos y pestañeó como un cruce extraño entre una mariposa y una medusa. Tosió y contuvo el aliento, en un esfuerzo por levantar el torso y apoyarse en los codos. Miró a lady Vickers y parpadeó con incredulidad varias veces antes de decir: