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– ¿Margaret?

Ella le dio otra bofetada.

– ¡Imbécil!

Él volvió a caer al suelo.

– ¿Qué diablos es esto?

– Es mi nieta, Robert -dijo lady Vickers entre dientes-. ¡Mi nieta! ¿Cómo te atreves?

Annabel pensó que, de vez en cuando, el amor que su abuela sentía hacia ella salía a relucir. Y, normalmente, de la forma más peculiar.

– Se suponía que tenía que casarse conmigo -farfulló lord Newbury.

– Pues ya no. Y eso no te da derecho a atacarla.

Annabel notó que Sebastian la cogía de la mano, con calidez y apoyo. Ella se la apretó.

– Ha intentado matarme -dijo Newbury.

– ¡No es verdad! -Annabel salió disparada hacia delante, pero Sebastian la retuvo.

– Deja que tu abuela se encargue de esto -murmuró.

Sin embargo, Annabel no podía pasar por alto el insulto.

– Sólo me defendía -dijo, muy alterada.

– ¿Con un atizador? -respondió Newbury

Annabel se volvió hacia su abuela con gesto de incredulidad.

– ¿De qué otra forma querías que me defendiera?

– Robert, por favor -dijo lady Vickers, con sarcasmo.

Al final, el conde consiguió incorporarse y sentarse en el suelo, aunque no sin gruñir y gimotear.

– Por el amor de Dios -les espetó-, ¿es que nadie piensa venir a ayudarme?

Nadie se movió.

– Yo no tengo tanta fuerza -dijo lady Vickers mientras se encogía de hombros.

– ¿Qué está haciendo él aquí? -preguntó lord Newbury, moviendo la cabeza hacia Sebastian.

Sebastian se cruzó de brazos y sonrió.

– No creo que estés en posición de hacer preguntas.

– Está claro que tendré que encargarme yo de solucionar todo esto -anunció lady Vickers, como si no lo hubiera hecho hasta hora-. Newbury -gritó-, ahora mismo volverás a tu habitación y te irás a Londres a primera hora de la mañana.

– No -respondió él, enojado.

– Te preocupa que todos piensen que te has ido con la cola entre las piernas, ¿eh? -comentó ella con perspicacia-. Bueno, ten en cuenta la alternativa. Si todavía estás aquí cuando me levante, diré a todo el mundo que has pasado la noche conmigo.

Lord Newbury palideció.

– Suele despertarse tarde -añadió Annabel, con ironía. Empezaba a recuperar el ánimo y, después de todo lo que lord Newbury le había hecho, no pudo evitar el comentario. Y como a su lado oía cómo Sebastian intentaba no reírse, añadió-: Pero yo no.

– Además -continuó lady Vickers, atravesando a Annabel con la mirada por haberse atrevido a interrumpirla-, dejarás esta estúpida búsqueda de esposa. Mi nieta se casará con tu sobrino y tú vas a dejar que él herede.

– Ni habl… -Lord Newbury entró en cólera.

– Silencio -le espetó lady Vickers-. Robert, eres mayor que yo. Es indecoroso.

– Pues ibas a dejar que se casara conmigo -rebatió él.

– Sólo porque creía que te morirías.

Aquello lo dejó sin palabras.

– Compórtate con elegancia -dijo ella-. Por el amor de Dios, mírate. Si te casas, seguramente le harás daño a la pobre en tu intento por dejarla embarazada. O morirás encima de ella. Y vosotros dos… -Se volvió hacia Sebastian y Annabel, que estaban intentando no reírse-. No es gracioso.

– Bueno -murmuró Sebastian-, un poco sí.

Lady Vickers meneó la cabeza y puso una cara como si quisiera deshacerse de todos.

– Y ahora, lárgate -le dijo a lord Newbury.

Él obedeció, con todo tipo de sonidos de rabia. Pero todos sabían que, por la mañana, ya no estaría. Seguramente, retomaría la búsqueda de esposa; lady Vickers no lo intimidaba hasta ese punto. Sin embargo, cualquier amenaza que pudiera suponer para el matrimonio de Sebastian y Annabel había desaparecido.

– Y tú -dijo lady Vickers, de forma dramática. Estaba frente a Annabel y Sebastian, de modo que costaba saber a quién se estaba dirigiendo-. Tú.

– ¿Yo? -preguntó Annabel.

– Los dos. -Les ofreció otro suspiro teatral y luego se volvió hacia Sebastian-. Vas a casarte con ella, ¿no?

– Sí -respondió él con mucha solemnidad.

– Perfecto -gruñó ella-. No creo que pudiera soportar otro desastre. -Se colocó la mano encima del corazón-. El corazón, ya sabes.

Annabel sospechaba que el corazón de su abuela estaba más sano que el suyo.

– Me voy a la cama -anunció lady Vickers-, y no quiero que me moleste nadie.

– Por supuesto -farfulló Sebastian y, cuando se dio cuenta de que quizá debería añadir algo más cercano, dijo-: ¿Puedo traerle algo?

– Silencio. Puedes traerme silencio. -Lady Vickers volvió a mirarlo, aunque esta vez con los ojos entrecerrados-. Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad?

Él asintió, sonriendo.

– Me voy a mi habitación -repitió-. Aquí podéis hacer lo que queráis, pero… no me despertéis.

Y, dicho eso, dio media vuelta y cerró la puerta que conectaba las dos habitaciones.

Annabel se quedó mirando la puerta y luego se volvió hacia Sebastian, un poco desubicada.

– Creo que mi abuela acaba de darme permiso para arruinar mi reputación.

– De eso me encargo yo -dijo él, sonriendo-. Si a ti no te importa.

Annabel volvió a mirar la puerta y luego lo miró, boquiabierta.

– Creo que se ha vuelto loca -concluyó.

– Au contraire -dijo él, colocándose detrás de ella-. Ha demostrado que es la más cuerda de todos. -Se inclinó y le dio un beso en la nuca-. Creo que estamos solos.

Annabel se volvió entre sus brazos.

– Yo no me siento sola -dijo, inclinando la cabeza hacia la habitación de su abuela.

Él la abrazó y pegó los labios al hueco que había encima de la clavícula. Por un momento, Annabel creyó que estaba intentando que se olvidara de sus preocupaciones y buscando intimidad, pero luego se dio cuenta de que se estaba riendo. O, mejor dicho, intentando no reírse.

– ¿Qué? -le preguntó.

– Es que me la imagino con la oreja pegada a la puerta -respondió él, con las palabras sofocadas por su cuerpo.

– ¿Y eso te parece gracioso?

– Es que lo es. -Aunque no parecía muy seguro de por qué.

– Tuvo un romance con tu tío -dijo Annabel.

Sebastian se quedó inmóvil.

– Si estás intentando apagar mi ardor, te prometo que con esa imagen el objetivo está garantizado.

– Sabía que mis tíos Thomas y Arthur no eran hijos de mi abuelo, pero Percy… -Annabel meneó la cabeza, incapaz de asimilar todo lo que había sucedido esa noche-. No tenía ni idea. -Suspiró y se relajó en sus brazos, empezando a amoldarse a su cuerpo, pero de repente dio un respingo.

– ¿Qué pasa?

– Mi madre. No sé si…

– Es una Vickers -dijo Seb con firmeza-. Tienes los ojos de tu abuelo.

– ¿De veras?

– El color no, pero sí la forma. -Sebastian le dio media vuelta, la tomó de los hombros y la giró hacia él-. Aquí -dijo, con dulzura, mientras le rozaba la parte externa del ojo-. La misma curva.

Ladeó la cabeza y contempló su rostro con una tierna concentración.

– Y los mismos pómulos -murmuró.

– Me parezco mucho a mi madre -dijo ella, incapaz de apartar la mirada de él.

– Eres una Vickers -concluyó él con una sonrisa sincera.

Ella intentó reprimir una sonrisa.

– Para lo bueno y para lo malo.

– Casi todo es bueno -respondió él, mientras se acercaba para besarle la comisura de los labios-. ¿Crees que ya estará dormida?

Ella meneó la cabeza.

Le dio un beso al otro lado de la boca.

– ¿Y ahora?

Ella volvió a menear la cabeza.

Él se separó y ella no pudo evitar reírse mientras lo veía mirando al techo y contando hasta diez en silencio.

Lo observó divertida y con la risa en la punta de la lengua, aunque no la dejó estallar. Cuando Sebastian terminó, la miró con los ojos brillantes, el mismo brillo de un niño que espera ansioso la noche de Navidad.