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– ¡Ya está bien, lady Shayla! -dijo Kegan-. Os equivocáis, y Kai también estaba equivocado. Sabéis que la diosa no crearía a mi alma gemela de la oscuridad.

– ¡Kai era mi alma gemela! -gritó Shayla, y cayó al suelo, con la cabeza agachada, sacudida por los sollozos.

Kegan suspiró con cansancio.

– Mi señora, dejad que las Sacerdotisas os acompañen a vuestro aposento -dijo, y se agachó hacia ella para ayudarla a ponerse en pie-. Os enviaré a la Sanadora y…

Shayla agarró la espada de los Sidethas y con una fuerza antinatural, la clavó en el pecho de Kegan. Con otro movimiento anormalmente rápido, se sacó una daga brillante de entre los pliegues de la túnica y se la lanzó a Morrigan. Brina saltó entonces para interponerse en la trayectoria del puñal, y la cuchillada que iba dirigida a Morrigan atravesó la garganta del animal.

Morrigan reaccionó entonces, mientras Kegan y Brina caían al suelo. Gritando, se puso en pie. Brina quedó inmóvil, y Kegan intentó incorporarse con una mano, mientras con la otra tiraba inútilmente de la espada, que tenía hundida en el pecho.

– No, quédate quieto, no te muevas -le dijo Morrigan suavemente, mientras lo abrazaba para intentar sujetarlo-. ¡Traed a la Sanadora! -les gritó a las Sacerdotisas.

– No es lady Shayla -dijo Kegan entre jadeos. Tenía sangre entre los labios.

Morrigan miró a su alrededor, presa del pánico, pensando que Shayla iba a abalanzarse sobre ellos. Sin embargo, la Señora de los Sidethas estaba ante la pira, tan cerca que se le estaba quemando la túnica blanca. Shayla inclinó la cabeza como si estuviera escuchando la voz del viento.

– Sí, sí. Tenéis razón. Quiero reunirme con Kai -dijo.

Con una horrible sonrisa, se lanzó a la pira ardiente.

Morrigan no tenía tiempo para los gritos de espanto de la gente. Su mundo estaba centrado en Kegan. Estaba intentando limpiarle la sangre que brotaba de su boca y de la herida que rodeaba la hoja de la espada.

– Morrigan -dijo él en un susurro.

– Shhh, no hables. Sólo concéntrate en vivir.

– Tienes que escucharme -insistió él, y posó la mano, cansadamente, sobre la de Morrigan, para detener sus movimientos.

Morrigan lo miró a los ojos y vio en ellos la verdad. Kegan iba a morir. Dejó de intentar contener la hemorragia y tomó la mano de Kegan. No iba a llorar en aquel momento. Tendría tiempo para hacerlo después. En aquel instante, iba a atesorar todos los segundos que le quedaban junto a él.

– Estoy escuchándote -le dijo con suavidad.

– Lady Shayla estaba bajo la influencia del dios oscuro. Lo vi en sus ojos cuando me clavó la espada y mató a Brina -explicó él-. El dios no quería matarte a ti. Sólo quería despojarte de todos tus protectores -prosiguió. Respiraba con dificultad, y había empezado a temblar-. No permitas que gane. Él fue quien hizo todo esto, no tú. Recuérdalo, mi amor, mi vida.

– Lo recordaré, Kegan. Te quiero, y sé que fuiste creado para mí.

Kegan sonrió.

– Ah, sabía que al final ibas a creerme. Así que debes encontrarme, mi amor. En otra vida… en otro mundo… encuéntrame.

A Kegan se le borró la sonrisa de los labios. Jadeó una vez, le estrechó la mano a Morrigan, y después, el aliento dejó su cuerpo y él no volvió a respirar.

Morrigan escondió la cabeza en su pecho y descansó allí. No podía llorar. Estaba demasiado rota por dentro. No encontraba el camino hacia las lágrimas.

Entonces, una de las Sacerdotisas comenzó a gritar de terror, y Morrigan alzó la cabeza. Deidre estaba cerca de ella, mirando hacia la pira funeraria con una expresión de pavor. Morrigan siguió su mirada, y vio que el cuerpo de Shayla había empezado a retorcerse entre las llamas, y que una forma salía de ella y emergía del fuego. Era un hombre. Se sacudió como si fuera un perro mojado, y se volvió a mirar a Morrigan.

Era alto y fuerte. Tenía el pelo moreno y una cara de belleza clásica, con labios sensuales. Sonrió, e inundó a Morrigan de calidez y amor.

– Aquí estás, Amada Mía.

Aquella voz era muy familiar, y con el corazón encogido, Morrigan se dio cuenta de que había estado escuchando diferentes versiones de ella durante toda su vida.

– Pryderi -dijo.

– Qué fácilmente me has reconocido.

– Te reconocería en cualquier parte -respondió ella.

Qué tonta había sido. Nunca volvería a confundir sus susurros con los de otra persona.

– Te he visto crecer desde que eras una niña muy lista, y te has convertido en una mujer bella y poderosa. Estoy muy satisfecho contigo, Amada. ¿Estás lista para entregarte a mí, como Elegida?

Morrigan posó a Kegan, cuidadosamente, en el suelo. Le acarició la mejilla una última vez y se puso en pie, de cara al dios oscuro.

– Tú has hecho todo esto, ¿verdad? Has causado la muerte de Kai, Birkita, Brina, Kegan y Shayla -dijo, con calma, en un tono casi de desinterés.

– Te equivocas, Elegida.

– ¿Quién fue, entonces?

– Tú misma, Amada. Las diosas a quienes te has encomendado, Epona y después Adsagsona, no te han ayudado. Permitieron que tus poderes surgieran sin control -dijo él. Se echó a reír, y su risa sonó bella y cruel-. Dicen que así permiten que tengas libre voluntad. Yo creo que es negligencia divina, despreocupación por ti. Mira adonde te han llevado. Todos a quienes querías en este mundo han muerto por ti.

– ¿Y tú puedes cambiar eso?

– Puedo cambiarlo.

– Si me entrego a ti, ¿me los devolverás?

– ¡No, lady Morrigan! ¡No creáis sus mentiras! -gritó Deidre.

Con la velocidad de un rayo, Pryderi alzó la mano, y la Sacerdotisa salió impulsada hacia atrás, y cayó a tierra hecha un montón silencioso. El resto de las Sacerdotisas salieron corriendo, entre gritos, y bajaron la ladera de la colina hacia las Cuevas, siguiendo a los demás Sidethas.

– Las Sacerdotisas tienen que aprender a sujetar la lengua -dijo él.

Morrigan ni siquiera miró a la Deidre. Se limitó a repetir la pregunta.

– Si me entrego a tu servicio, ¿me los devolverás?

– Al contrario que las diosas, yo no voy a mentirte. No puedo devolverte a aquéllos que ya han muerto. Sin embargo, te prometo que nadie más sufrirá daños provocados por el descontrol de tus poderes. Entrégate a mí, Morrigan MacCallan, y te quitaré la carga de tener que controlar tu fuerza. No permitiré que hagas daño a los demás, y te adoraré durante toda la eternidad.

– Así que es cierto. Soy la Portadora de la Muerte, y no la Portadora de la Luz.

– Eres ambas cosas, Amada.

«Morrigan, te está mintiendo».

Al oír el sonido de aquella voz, Morrigan miró a la derecha. Ella estaba allí, aunque en espíritu. Sonrió a Morrigan, aunque estaba llorando.

– ¿Shannon?

«Hola, Morrigan».

– Vuelve con tu diosa equina, Elegida, ¡esto no es asunto tuyo! -dijo Pryderi con un tono venenoso.

«Cállate, criatura patética. Tengo todo el derecho a estar aquí. He perdido a una hija. No voy a perder a ésta también».

– ¡No tienes nada que decir! Morrigan me ha elegido a mí, y no a una diosa descuidada que la ha abandonado a la oscuridad. Vuelve a tu templo y déjame con mi Sacerdotisa.

Shannon no miró al dios oscuro. Sólo tenía ojos para Morrigan.

«Tú no has provocado la muerte de estas personas. Lo hizo Pryderi. No fue tu poder el que se descontroló, sino el suyo».

– Eso no quiere decir que todo esto no haya ocurrido por mi culpa -dijo Morrigan.

«Tú no tienes culpa de nada, cariño. Todo ha ocurrido porque él te desea. No le concedas lo que quiere. Adsagsona espera tu promesa».

– Entonces, ¿por qué no está aquí? -gritó Pryderi.

Sin mirarlo, Shannon respondió:

«Él sabe la respuesta tan bien como yo. Adsagsona, como Epona, no intentará engatusarte, mentir ni manipularte para que te pongas a su servicio. Debes acudir a ella libremente, por voluntad propia. Morgie, cariño, la diosa ya te ha elegido. Lo único que tienes que hacer es dar el paso siguiente».