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Morrigan miró hacia atrás, hacia los cadáveres de Kegan, Birkita y Brina.

– Pero si elijo a Adsagsona, ¿va a controlar ella mis poderes?

«Las diosas no nos controlan. Nos aman y se preocupan por nosotras, y nos piden que hagamos la elección correcta para nosotras mismas y nuestra gente. Eres tú quien debe controlarse a sí misma».

La terrible risa de Pryderi resonó por toda la colina.

– Ya te lo dije. Son distantes, negligentes, demasiado divinas para amar de verdad.

Morrigan sintió su presencia antes de que hablara.

«Debes elegir por ti misma, hija mía».

Rhiannon se había materializado junto a Shannon. Su forma era menos visible que la de Shannon, pero el aire se llenó con su voz, y Morrigan sí la reconoció. La había oído en el viento, cantándole nanas, murmurándole expresiones de cariño que Pryderi casi conseguía ahogar con sus susurros poderosos y atrayentes. Casi, pero no por completo.

– ¡Mamá! -exclamó Morrigan, y se aferró a aquella palabra como a un salvavidas.

Rhiannon esbozó una sonrisa agridulce.

«Morrigan, hija mía, has confiado en el amor, has confiado en la lealtad, y ahora debes encontrar la fuerza para confiar en el honor».

– Pero ¿en qué honor puedo confiar? ¿En el de Adsagsona? Ni siquiera está aquí -dijo Morrigan.

«La diosa siempre está aquí, hija mía», dijo Rhiannon.

«Y eres tú misma quien representa el honor, cariño. Debes confiar en ti misma», añadió Shannon.

– Demuéstraselo, Amada Mía -dijo Pryderi-. Demuéstrales que tienes fuerza suficiente para elegirme.

Morrigan inclinó la cabeza, y de repente, vio las cosas con claridad. Supo, más allá de toda duda, lo que tenía que hacer, y también supo que tenía que reunir fuerzas para hacerlo. Tal y como había hecho aquella noche maravillosa que había pasado con Kegan, buscó dentro de sí, y en la tierra, y se comunicó con los cristales de selenita que había bajo ella.

«¡Portadora de la Luz!».

«Debéis acudir a mí cuando os llame. Todos», les dijo.

«Te oímos y te obedecemos, Portadora de la Luz».

Cuando Morrigan alzó la cabeza, no miró de nuevo a las dos personas muertas a quienes había querido tanto, ni al enorme lince que había sido su protector. No miró las formas brillantes de sus dos madres. Mantuvo la mirada fija en aquel dios oscuro, y en las piedras de cristal que, tras él, lanzaban rayos brillantes que rivalizaban con el fuego de la pira. Morrigan comenzó a caminar lentamente hacia él, y Pryderi sonrió triunfalmente.

– Sabía que serías mía, Amada. Juntos vamos a crear un nuevo mundo -dijo, y abrió los brazos-. Bésame, y serás mía para siempre.

Morrigan se dejó abrazar, pero en vez de besarlo, se aferró a él y gritó:

– ¡Luz! ¡Ven a mí! ¡Hazme arder!

Al instante, Morrigan ardió con el poder de los cristales, porque su luz blanca invadió su cuerpo, y engulló a Pryderi con ella. Él abrió los ojos con sorpresa, e intentó alejarla de sí, pero Morrigan volvió a gritar:

– ¡Mantenedlo aquí! ¡Unido a mí!

Los cristales obedecieron con su poder.

«¡Morrigan! ¿Qué estás haciendo?».

Shannon se acercó. Morrigan la veía por encima del hombro de Pryderi. Rhiannon seguía a su lado, pero no estaba disgustada. Su madre asintió y, con una voz llena de orgullo y amor, dijo:

«Has elegido bien, hija mía. Mi orgullo por ti será eterno».

Morrigan vio que Rhiannon tomaba de la mano a Shannon. Después, volvió a concentrarse en Pryderi, porque el dios estaba intentando liberarse.

– ¿Qué estás haciendo? -gritó-. ¡Suéltame!

– No, Pryderi. Verás, yo ya he hecho mi elección. He elegido a Adsagsona libremente. Y he decidido que es hora de que termine el mal.

– ¡No! -gritó Pryderi.

Su magnífico rostro se onduló y se deformó, mientras seguía intentando alejarse del poder ardiente y blanco de la Portadora de la Luz. Su boca sensual quedó sellada. Su nariz se convirtió en un agujero grotesco. Sus ojos ya no eran sonrientes y bondadosos. Tenían un brillo amarillo, inhumano. Entonces, mientras Morrigan se preparaba para lo que tenía que hacer, los ojos del dios se convirtieron en dos huecos oscuros, y su boca se abrió y mostró dos colmillos ensangrentados.

Morrigan observó aquella espantosa faz, y sonrió con tristeza.

– Ya estás acabado -dijo.

Con el dios oscuro atrapado entre sus brazos, Morrigan MacCallan, Portadora de la Luz y Elegida de Adsagsona, cerró los ojos, envió su última plegaria a la diosa, «ayúdame a encontrar de nuevo a Kegan», y se lanzó con él a la pira funeraria.

Sintió un dolor desgarrador y completo, pero duró sólo un instante. Y Morrigan se llevó al dios oscuro, Pryderi, con ella, al morir.

Epílogo

Oklahoma

– Maldita sea, no me importa lo que digan todos los sheriffs del condado. ¡No voy a dejar de buscar hasta que encuentre el cuerpo de mi nieta!

– Escuche, señor Parker. Entiendo lo que está sufriendo, pero…

– ¡Y un cuerno! -le ladró Richard Parker al sheriff-. ¿Acaso su nieta ha quedado sepultada en el derrumbe de una cueva?

– Bueno, señor, tengo veintisiete años. Todavía no tengo ninguna nieta.

– Eso es lo que yo digo. Usted no entiende nada. Y ahora, ayúdeme o quítese de en medio. A mí no me importa que la búsqueda haya terminado oficialmente. No voy a dejarlo hasta que haya terminado el trabajo -dijo Richard, y empujó al joven comisario para entrar de nuevo en la cueva-. Jovenzuelo imberbe. Hace falta tener frescura para decirme lo que tengo que hacer -murmuró.

– Entrenador, ¿seguimos excavando?

Richard se detuvo y miró a la docena de hombres que lo esperaban en el interior de las Cuevas de Alabastro. Tenían edades comprendidas entre los veinte y los cuarenta años, y eran de todas las razas y clases sociales. Pero todos estaban agotados y sucios. Y todos tenían una cosa en común: en algún momento de su vida habían jugado al fútbol para Richard Parker. Estaban dispuestos a hacer cualquier cosa que su entrenador pudiera pedirles.

Richard sonrió con tristeza.

– Sí, sí, seguimos excavando. Mamá Parker vendrá con la comida en cualquier momento. Cuando se ponga el sol, terminaremos, y empezaremos de nuevo mañana.

– Muy bien, entrenador.

Richard tomó su pala y su pico y se puso los guantes, con un gesto de dolor, porque se le habían explotado las ampollas de las palmas durante la hora anterior. Con resignación, ocupó su lugar, en la parte más profunda del túnel. Habían tardado diez días en despejar aquello. Sabía que estaban cerca. Tenían que estar cerca. Iba a encontrarla. No estaría viva, pero él iba a encontrar a su niña y la iba a llevar a casa para enterrarla.

Cuando tocó con la pala la gran piedra de selenita, supo que debía andar con cuidado, así que comenzó a trabajar sólo con las manos. Intentó no pensar mucho mientras apartaba los escombros. Intentó no recordar que, la última vez que había visto a Morgie, ella estaba junto a aquella piedra.

Encontró el espacio vacío al mover la enorme piedra plana. Había otras dos piedras planas que habían caído contra un lado de la piedra de cristal y habían formado un espacio parecido a una tienda india. Richard respiró profundamente y metió los brazos en él. Con los dedos enguantados, tocó algo demasiado blanco para ser una piedra. Rápidamente, se quitó los guantes con los dientes, y se puso de rodillas para poder meter la cabeza y el torso en aquel espacio. La tocó. Richard suspiró y le envió una oración a Epona, o a cualquiera que fuera el dios o la diosa que lo había guiado en aquella excavación. La agarró con fuerza, y se preparó para tirar del cuerpo de su niña y sacarla de entre las piedras.