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– ¿Ese tipo -la palabra «tipo» brotó de sus labios en dos lentas sílabas-, sale con Laurel? -preguntó Vanessa, incapaz de esconder el tono de incredulidad en su voz.

Vanessa, la joven experta en la Biblia del grupo, alzó hacia la catequista sus ojos inteligentes y Talia pudo contemplar su cabello teñido de henna y tan liso que caía como cortinas a ambos lados de su rostro.

– Pues sí, ése es.

– ¿No es, por así decirlo, tan mayor como para ser su padre?

– Casi, aunque yo lo dejaría en que es tan mayor como para ser su tío.

Talia se apuntó en la memoria que, la próxima vez que viese a Laurel, tendría que advertirla de que los chicos del grupo de catequesis podrían sentir algo de lástima por ella debido a la edad de su pareja. También sería conveniente prevenirla de que el paintball podría resultar un poco más doloroso de lo que le había dicho o, para ser justos, de lo que pensaba. Bueno, igual sería mejor no «prevenirla», o por lo menos no utilizar esa palabra exactamente. Era consciente de que, en ocasiones, trataba a Laurel con más delicadeza de lo necesario, pero algo acerca de la violencia del juego le hacía preguntarse si habría sido una buena idea insistir tanto a Laurel para que se viniera con ellos al bosque el sábado próximo. Es cierto que habían pasado años desde que su compañera de piso sufriera la agresión y que casi nunca hablaban de ello, pero su amiga estaba mucho más dañada de lo que dejaba adivinar. Todavía necesitaba estar fuera del estado en las fechas del aniversario del ataque.

A veces, Talia se preguntaba si de verdad conocía todos los detalles de lo que había sucedido aquel atardecer de domingo allá en Underhill. En ocasiones, se preguntaba si alguien sabría la verdad.

Rápidamente, contuvo su imaginación. A fin de cuentas, no era más que paintball, un juego. Y lo cierto es que Laurel no salía demasiado. Veía a David un par de noches a la semana e iba a nadar con su jefa, pero el resto del tiempo lo pasaba en el albergue con los indigentes que buscaban refugiarse del frío. Talia era, prácticamente, su única amiga. Lo cual, por cierto, le condujo a pensar en otra característica inexplicable de la historia de Laureclass="underline" ¿por qué su compañera de piso le había permitido seguir formando parte de su vida cuando, voluntariamente, se había ido apartando del resto del rebaño? Laurel había tenido una pandilla de amigas una vez. Las dos habían formado parte de un grupo y se movían por la universidad siempre juntas: un grupito de jovencitas que vestían y hablaban igual y que, a través de la fuerza incontestable del número, podían ayudarse a soportar las situaciones sociales más incómodas e intimidatorias. Pero Laurel se había desgajado del resto de la pandilla desde que pasó por aquella pesadilla, al principio de su segundo año de carrera.

– Dime otra vez -le pidió Vanessa a Talia con un tonillo de desinterés e indiferencia adolescente en su voz que devolvió a la joven catequista a la conversación-, ¿por qué vamos a hacer esto del paintball?

Talia se inclinó hacia la jovencita, posando los codos en las rodillas de sus vaqueros pitillos y, mostrándole la sonrisa más amplia que pudo, le contestó:

– Porque, y aquí tendrás que confiar en mí, estoy convencida de que nos lo vamos a pasar que te cagas, bomba, mogollón de bien, ¿vale?

Pensó que también tendría que decirle esto a Laurel, y, además, con estas mismas palabras, la próxima vez que la viera.

Capítulo 11

Unas veces Laurel y su jefa nadaban una al lado de la otra, y otras lo hacían separadas por un cierto número de calles, dependiendo de lo abarrotada que estuviera la piscina cuando llegaban. En el agua, nunca echaban carreras ni hablaban. De hecho, no se prestaban mucha atención la una a la otra mientras contaban los largos que iban haciendo. En una ocasión, Laurel le preguntó a Katherine en qué pensaba cuando nadaba y su jefa se dio cuenta de que apenas lo hacía. Le contestó que, por lo general, en el agua dejaba la mente en blanco y que si le venía alguna idea a la cabeza solía ser de lo más prosaica: lo rápido que se curaban las heridas con tanto cloro; el gorro, que le estaba pellizcando el lóbulo de la oreja; por qué todavía no le salía bien el giro bajo el agua a pesar de las pacientes lecciones que le daba su trabajadora social…

Tampoco es que Laurel tuviera grandes pensamientos en la piscina. No se ponía a reflexionar sobre los agujeros negros ni a recitar a Wordsworth, pero solía resolver problemillas cotidianos, o encontrar soluciones a los dilemas a los que se enfrentaban los residentes del albergue: cómo conseguir que alguien volviese al programa de asistencia temporal; si una mujer con un bebé debería ser propuesta para un programa de alimentación complementaria; posibles ex residentes de BEDS que estarían dispuestos a tener un compañero de cuarto… A veces, también pensaba en su pareja y se preguntaba si esta vez habría dado con la persona con la que vivir.

Laurel regresó a Vermont el martes por la tarde y la mañana del miércoles estaba en la piscina, a una calle de distancia de la mujer a la que consideraba tanto su mentora como su jefa. Mientras nadaba, le vino a la memoria la conversación que había mantenido con Pamela Marshfield, como ya le había sucedido el día anterior durante las horas que se pasó conduciendo. A pesar de que la anciana lo negaba y de las dudas de su madre y de su tía, Laurel estaba más convencida que nunca de que Bobbie Crocker era el hermano pequeño de Pamela. No tenía pensado coger un vuelo a Chicago para ver una tumba o un mausoleo con el nombre de Robert Buchanan grabado en mármol o granito, por lo menos de momento, principalmente porque no estaba segura de qué podía demostrar con ello. Intentaba no pensar en conspiraciones, pero había pasado demasiado tiempo con esquizofrénicos paranoides y era capaz de imaginarse lo peor. Después de todo, hasta los paranoicos tienen enemigos. Además, seguía dándole vueltas a esa posibilidad que le hacía echar humo: los Buchanan, Daisy, Tom y su hija Pamela, habían abandonado a un miembro de su familia que les necesitaba; a un hermano; a un hijo. Al igual que a muchos de los indigentes a los que había conocido en su trabajo, a Bobbie Crocker le habían dado de lado esas personas que se supone que tienen que estar ahí a las duras y a las maduras. Pero, al contrario que muchas de esas familias, el clan de los Buchanan disponía de recursos suficientes para haber ayudado a Bobbie cuando lo necesitó, en lugar de tomarlo por un loco de la colina a quien ocultar o abandonar.

Por eso, con cierto rencor, Laurel comenzó a maquinar un plan en su cabeza. De entrada, tenía previsto encontrarse con Serena Sargent el viernes, pero había otras personas a las que podía ver, incluyendo a algunos de los inquilinos del Hotel New England. Empezaría por los tres hombres que habían asistido al funeral. También debía trabajar con las fotos que dejó Bobbie, hacer con ellas algo más que echarles un vistazo por encima mientras se tomaba un yogur o miraba las noticias. Tenía que realizar un inventario de las imágenes de las que disponía y tomar algunas notas sobre ellas: quién aparecía en las fotos y cuándo y dónde habían sido tomadas. Debería empezar a hacer hojas de contacto de los negativos de Bobbie para ver qué había de interesante en ellos. Podría comprobar si había más vínculos con la casa de West Egg u otros indicadores de esa triste coincidencia que le había conducido de una mansión en el estrecho de Long Island a un albergue para indigentes en Burlington y, por lo menos durante un breve momento, a una pista forestal en la que Laurel estuvo a punto de ser asesinada.

Además, en algún lugar en su ficha de BEDS debían de estar sus números de la Asociación de Excombatientes y de la seguridad social, dígitos que podrían abrir un montón de posibilidades. Se supone que no tenía que aprovecharse de su acceso a esta información, pero Crocker estaba muerto y, de momento, no parecía que a nadie le pudiese importar.