– ¿Os dijo alguna vez dónde vivía cuando era fotógrafo?
– Si es que alguna vez lo fue… -dijo Pete.
– Sí que lo fue. He visto las fotos -añadió Laurel-.Ayer por la noche estuve en la sala de revelado de la universidad haciendo hojas de contacto y revelados de algunos de sus negativos. Fue un fotógrafo de verdad.
– ¡Hijo de su madre!
– Sí, hijo de su madre -repitió Laurel.
– ¿De qué son esas fotos? -preguntó Paco-. ¿De verdad son de gente famosa?
Laurel les habló de las fotos que Bobbie había dejado y de los negativos que había revelado la noche anterior. De pronto, Pete la sorprendió con el siguiente comentario:
– ¿Has ido a la biblioteca? ¿Has consultado los archivos de viejas revistas en la hemeroteca? Escucha: consigue los números antiguos de Life, y también los de Looks. Allí los tienen todos. Así podrás saber si de verdad Bobbie sacó esas fotos. Sólo tienes que mirar los créditos.
– ¡Es una magnífica idea! -exclamó Laurel.
Howard mostró una amplia sonrisa y miró con orgullo a su amigo:
– Pete seguramente sea el mayor hijo de puta que conozco, pero también uno de los más listos.
– Yo hice las tostadas, así que no soy un hijo de puta.
– Bobbie le contó a alguien que conozco que era de Long Island -dijo Laurel-. ¿Alguna vez os lo dijo a vosotros?
– ¡Claro! Y que de niño había vivido en una bahía del estrecho -contestó Paco, y, al instante, Laurel sintió una palpitación de emoción en el pecho.
– ¿Os contó algo más?
– Decía que vivió en una mansión.
– ¿Alguna vez mencionó que tuviera hermanos?
– No, que yo recuerde -dijo Howard, relamiéndose el azúcar del donut de los dedos.
– Una temporada vivió en Francia -intervino Pete-, o al menos eso decía él. Contaba que había luchado en la Segunda Guerra Mundial.
– ¿Cuándo vivió allí? -preguntó Laurel-. ¿Os lo dijo?
– Creo que justo después de la guerra. Estuvo luchando y luego volvió. O puede que se quedara… no lo sé. Estuvo en Normandía.
– Y después me parece que vivió en Minnesota -añadió Howard.
– ¿Minnesota? -el tono de sorpresa en la voz de Laurel era evidente.
– ¿Qué pasa? ¿No te parece posible? -le preguntó Pete-.A mí me resulta más creíble verle en Minnesota que en una casa de la campiña francesa rodeado de girasoles.
– Bueno, supongo que todo es posible. Lo que pasa es que nunca me lo imaginé viviendo en el Medio Oeste, aunque lo cierto es que tampoco entre los girasoles de la campiña francesa.
– ¡Eh! No sé si había girasoles alrededor de su casa. Lo único que contaba es que era una casa de campo que los nazis habían usado como vivienda para sus oficiales, que la habían dejado hecha un asco, y que, luego, los americanos habían bombardeado una parte del edificio. Decía que tenía un viñedo y filas de parras, pero que, para cuando la guerra terminó, ya no estaban.
Un ala de la casa, por supuesto, no la que ocupaban ellos, no era más que un montón de cenizas.
– ¿Por qué volvió? ¿Había alguna mujer?
– Eso decía.
– ¿Os dijo cómo se llamaba? ¿O el nombre de la ciudad?
Los tres se miraron inexpresivos. Estaba claro que no.
– Vale. ¿Y qué os contó de Minnesota? -preguntó Laurel-. ¿Cuándo vivió allí?
– Bueno, igual «vivir» es mucho decir. No sabemos si pasó allí un mes o un año.
– De todos modos, ¿por qué estuvo en Minnesota?
– Decía que tenía familia por allá. Por supuesto, eso no significa nada, porque también afirmaba que tenía familia en Kentucky -dijo Pete, alzando su plato con un garboso ángulo y después utilizando el tenedor para rascar el último trozo de empanada del plástico-. Dependiendo del día en el que le pillases, te podría haber dicho que tenía familia en Marte.
– Bueno, creo que sí que tenía unos primos en Kentucky. ¿Quién pensáis que vivía en Minnesota?
– Pues ni idea -dijo Howard, desinflándose la voz.
– ¿Mencionó alguna ciudad?
– No. Espera… Sí. ¡Saint Paul! ¿Saint Paul está en Minnesota?
– Por supuesto.
– Y también…
– ¿Qué?
– Ahora que lo pienso, puede que dijera algo acerca de que allí tenía un abuelo -continuó Howard. El acto de recordar le exigía tal esfuerzo mental que arrugó la frente-. ¿Puede ser que su abuelo viviera en Minnesota?
– Podría ser. ¿Qué más? ¿Algún barrio, el nombre de una calle? ¿Algo?
– Ojalá supiera más. Puede que él dijera algo, pero mi memoria, ¿sabes?, ya no es lo que era.
– ¿Y qué hay de Chicago? ¿Alguna vez os habló de Chicago?
– Puede ser -dijo Howard pero, tanto por el tono de su voz como por la mirada recriminadora que le lanzó Pete, Laurel supo que estaba tergiversando la realidad para tenerla contenta. Le estaba contando lo que él pensaba que la muchacha quería escuchar.
– Vale, os voy a decir lo que se me ocurre -dijo Laurel cuando el incómodo silencio fue demasiado para ella-: Es probable que Bobbie dejara una pista con alguno de vosotros. ¿Cómo puede ser que un tipo que viene de una familia rica termine sin un centavo? Ya sé que tenía esquizofrenia y problemas emocionales. También sé que abusaba de la bebida, pero ¿por qué su familia no se ocupó de él? ¿No están las familias para eso?
– La mía, no -dijo Pete.
– Ni la mía -estuvo de acuerdo Paco.
– Además, estás asumiendo que el viejo Bobbie apreciaba a su familia -añadió Pete.
– Y que ellos, por su parte, lo quisieran -apostilló Paco, inclinándose con su silla para encender un cigarrillo sin filtro en el fuego de la cocina de gas que tenía detrás. Dio una profunda calada y soltó una nube de humo azulado en el aire.
Laurel pensó por un instante en los Buchanan. En lo repulsivos que resultaban Tom, Daisy y Pamela. Por el contrario, parece que Bobbie le caía bien a mucha gente. Puede que fuera la oveja negra de la familia por el simple hecho de ser simpático. Un tío decente. Es posible que los Buchanan hubieran cortado sus lazos con él, pero también era muy probable que él mismo se hubiera alejado de ellos, de esa constante falta de sensibilidad y de los ocasionales escándalos que parecían marcar a toda esa maldita estirpe.
– Contadme alguna anécdota de Bobbie -les pidió.
– ¿Una anécdota? -preguntó Howard.
– Algo que hizo, o que hicisteis juntos.
– ¿Cualquier cosa? -inquirió Paco, entornando los ojos tras el humo de su cigarrillo.
– Lo que sea. Algo que me ayude a comprender qué clase de persona era.
Los hombres se miraron, no perplejos pero sin estar seguros de lo que quería Laurel.
– Le tenía miedo al demonio -dijo Paco finalmente, encogiéndose de hombros.
– ¿Acaso no nos da miedo a todos? -exclamó Pete.
– No, en serio. Bobbie lo vio una vez.
– ¿Sabes que le contó lo mismo a Emily Young, su asistente social? -dijo Laurel, echándose hacia delante en su silla-. ¿Qué te contó a ti, Paco?
– Decía que le había sacado una foto al diablo.
– ¿De verdad?
– Eso decía.
– Y ¿qué aspecto tenía?
– No lo sé. Igual por eso se volvió loco. Ya sabes que no se puede ver el rostro de Dios. Puede que pase lo mismo con el diablo.
– ¡Anda, por favor! -dijo Pete-.Ya estaría loco desde mucho antes de que le sacara una foto a cualquier colgado en una feria y se pensara que era el diablo.
– ¿Una feria?
– ¡Pues claro! Una de esas fiestas populares. Fue hace mucho tiempo. Por las pocas cosas que contaba con sentido, y, créeme, Bobbie nunca contaba muchas cosas con sentido a este respecto, nuestro difunto amigo se cruzó con el diablo en la feria que hacen en Essex a finales de verano.
– La feria de Champlain Valley.
– ¡Eso mismo! A diez o quince kilómetros de aquí. En fin, como sea. Se celebra en el día del Trabajo [6].Ya sabes, una feria de cosas del campo: esquilan ovejas, ordeñan vacas y exhiben calabazas gigantes… Después hacen juegos populares y los tipos que organizan las yincanas van disfrazados. Estoy seguro de que Bobbie vio a su diablo allá. Puede que fuera alguien que le hizo daño. Ya sabes, físicamente. Alguien que le pegó o le quitó el dinero que tenía. O, simplemente, un cabrón que a Bobbie le dio más miedo del que en realidad daba.
– Igual puedes encontrarlo en esas fotos que tienes -dijo Howard.
Laurel se quedó pensando en esto por un momento. Hasta ahora, no había descubierto a nadie de aspecto demoníaco en las fotos, ni una imagen de la feria agrícola de finales de verano. Se preguntaba, basándose en las imágenes que había revelado, si Pete no estaría equivocado y se trataría de alguien procedente de la infancia de Bobbie a quien debería buscar. Quizá una imagen de alguien a quien había conocido de niño. Alguien de su propia familia.
– Pete, ¿estás seguro de que se refería a la feria de Champlain Valley? -le preguntó.
– No del todo. Tratándose de Bobbie, nunca puedes estar seguro. Igual era un carnaval en Nueva York, en Minnesota o en Louisville. Dijiste que tenía familia allá, ¿no es así?
– En efecto.
– Mira, ¿quieres una anécdota? -preguntó Pete.
– Sí.
– Pues ahí va. Éste es el Bobbie Crocker que era mi amigo, nuestro amigo. El pasado verano, estábamos mirando las obras de ese nuevo edificio junto al lago, el que tendrá apartamentos y tiendas de lujo. Sólo estábamos Bobbie y yo, y sudábamos como cerdos. Debía de ser por julio. Yo ya no bebo, pero me moría por una cerveza. Soñaba con una cerveza helada atravesando mi gaznate, con una de esas botellas de litro de Budweiser. Hace tres años que no he probado ni una gota, en aquel entonces un poco menos de tres años. Pero tenía un par de pavos en la cartera y allí cerca había un colmado. Yo estaba pensando: una cerveza. ¡Qué cojo… demonios! En serio, ¿qué pasa si me tomo una puñetera cerveza? Sólo una litrona. ¿Voy a acabar tirado otra vez en la calle por eso? La respuesta es que sí, porque no puedo conformarme con una. Me tengo que tomar un barril entero. Pero iba a hacerlo: me iba a comprar una puta cerveza. Pero Bobbie, gracias a Dios, me leyó el pensamiento y me sacó de allí. Me llevó a un banco sombreado y acabamos tomándonos un par deYoo-hoos. ¿Los conoces? Son esos batidos de chocolate embotellados.
– Sí, de los que bebía Yogui Berra [7] -dijo Howard.
– Bueno, eso decía él en los anuncios, pero creo que Yogui también le daba a la cerveza -comentó Paco.
– Esos Yoo-hoos me ayudaron a seguir limpio. A veces, una bebida dulce y refrescante sirve. Y todo fue gracias a Bobbie.
Laurel se quedó pensando en esto durante un momento, y recordó el consejo que le había dado David la otra noche cuando estaban en la cama. Contestó con un gesto afirmativo acompañado de un simple «aja» y permaneció callada.
Como era de esperar, Pete, el gracioso, irónico y escéptico de Pete, siguió hablando:
– Ahí estábamos, sentados a la sombra de uno de esos arces que todavía no han talado, contemplando el agua y las montañas Adirondacks y tomándonos nuestros Yoo-hoos. De repente, va Bobbie y salta: «¿Te gusta esta vista? Pues tendrías que haber contemplado la que había desde mi dormitorio cuando era niño. Por una ventana, el estrecho de Long Island; y por la otra, una mansión con una torre». ¡Una torre! ¿Qué te parece? Los maravillosos mundos de Bobbie eran así. Le sonreí y cambié de tema.
De repente, Howard apartó su plato y agarró con firmeza el borde de la mesa.
– ¿Sabes qué era lo mejor de Bobbie? -dijo muy emocionado mientras todos permanecían a la espera de la respuesta-. ¡Que era un tío normal!
Pete se permitió otra de sus carcajadas duras, cortas y amargas.
– Sí, ese era Bobbie Crocker. Mientras algunos abueletes se dedican a jugar al golf en Fort Lauderdale, él veraneaba en un contenedor en Cherry Street y se pasaba los inviernos en el hospital psiquiátrico. Un tío normal, ese Bobbie Crocker.
Cuando Laurel volvió a mirar a Howard, descubrió que asentía con la cabeza, con ojos melancólicos y un poco alicaídos, totalmente ajeno al desdén y la ironía de muchos de los comentarios de Pete Stambolinos.