Whit asintió, un poco conmocionado. Es verdad que tenía una PlayStation, y que, de vez en cuando, todavía jugaba a pegar tiros. Se decía a sí mismo que era algo… medicinal.
– Entonces, qué, ¿te vienes?
Aceptó con otro gesto afirmativo. Tras el pequeño rapapolvo que le había soltado, sabía que no iba a poder decirle que no.
Una noche, a principios de agosto, Whit salió a bailar con Laurel, Talia y dos amigos de la universidad, un chaval bastante simpático llamado Dennis y una chica de nombre Eva. Constituían un grupo, o lo que a Talia le gustaba llamar un «rebaño». Era jueves y quedaron con unos amigos en un club de la calle Main Street pasadas las diez. Whit estaba empezando a conocer a Talia y Laurel, por eso se sintió adulado cuando llamaron a su puerta y le preguntaron si quería salir con ellas. Era consciente de la diferencia de edad con sus vecinas, porque apenas hacía tres meses que había terminado el instituto y todavía le quedaban unos cuantos años de estudiante. Por eso, para él, Talia y Laurel no eran sólo chicas mayores, sino que eran chicas mayores y con trabajo. Aunque las dos trabajaban en campos que les permitían vestir como si todavía fueran estudiantes, recibían un sueldo a luí de mes, una sensación que él todavía no conocía.
El club no estaba especialmente lleno porque las facultades de la zona todavía no habían empezado el curso, por eso parecía que iba a ser una de esas noches que rápidamente se vuelven aburridas. Pero no fue así, sobre todo debido a que había un buen ambiente en el grupo. Whit bailó con Laurel, con Taha e incluso algunos minutos con Eva, que trabajaba en el departamento de marketing de un gran centro comercial a las afueras de Burlington y era la única del grupo que tenía cierto aire urbano y chic.
En aquel tiempo ya empezaba a sentirse atraído por Laurel, por eso disfrutó de las oportunidades que tenían para hablar entre canción y canción. Tuvo la sensación, incluso entonces, de que a él le interesaba bastante más el baile que a ella. De todos modos, la muchacha daba la impresión de estar divirtiéndose, o al menos eso le pareció.
Sin embargo, fue en el camino a casa cuando comprendió por qué se estaba enamorando de ella. Talia y Dennis decidieron quedarse un poco más en el club, pero Eva y Laurel se prepararon para marcharse. Sus horarios de trabajo eran más estrictos que los de Talia y tenían que levantarse pronto al día siguiente. Por eso, al filo de la medianoche, los tres abandonaron el local y comenzaron a caminar hacia casa. Dejarían primero a Eva y, luego, él y Laurel subirían hasta el barrio en el que vivían, en la parte alta de la ciudad.
Habían recorrido tres manzanas cuando vieron al mendigo. Estaba sentado encima de unos cartones rojos de envases de leche, recostado contra una pared de ladrillo y envuelto en un chubasquero negro con las mangas cortadas. Como se encontraba en la oscuridad, lo olieron antes de verle. Tenía un rostro oval, aunque gran parte de la cara permanecía oculta tras una espesa barba. Su pelo caía en greñas enmarañadas y sucias a ambos lados de la cabeza, cuya parte superior era calva. Tenía el cráneo lleno de heridas. Whit supuso que rondaría los cincuenta y cinco o sesenta años, aunque Laurel le dijo más tarde que, seguramente, no pasaría de los cuarenta y cinco. Eva fue la primera que le vio y su reacción fue agarrarse del brazo de Whit y hacer un amago de cambiar de acera para alejarse del hombre. Whit no entendía lo que pasaba, pero se dejó llevar. Entonces le llegó a la nariz la peste, se giró y vio al tipo. Estaba despierto y hablaba solo. No a gritos, sino con unos cuchicheos que, una vez que fueron conscientes de ellos, resultaban más desconcertantes todavía.
Laurel se acercó al hombre. Se puso en cuclillas ante él e intentó atraer su atención. Le preguntó cómo se llamaba y le dijo su nombre. No consiguió bajarle del todo de su mundo, pero mientras Whit y Eva permanecían en silencio, inmóviles y asustados, Laurel tomó su mano y Whit comprendió que tocar las sucias manos de un mendigo era un acto de compasión y valentía a la vez, y se sintió avergonzado. Laurel les dijo que se marcharan si querían, pero no lo hicieron. La acompañaron mientras llevaba al hombre al albergue. Había camas libres porque era verano y los indigentes pueden aguantar más en la calle. Con la ayuda del encargado nocturno, le ducharon y le dieron de comer, y luego Laurel lo convenció para que pasara allí la noche. Le costó una hora instalarle. El tipo no habló con el resto. Tampoco es que le contara muchas cosas a Laurel, pero dejó de murmurar y sus ojos ya no se movían como las bolas de una máquina de pinball sino que permanecían fijos en Laurel y resultaba evidente que se sentía seguro con ella. Sean cuales fueran las conspiraciones que le perseguían o las desilusiones que le hubieran llevado a las calles, momentáneamente las mantenía a raya.
Cuando Laurel volvió con Eva y Whit, les pidió disculpas por haberles hecho perder una hora de sueño, y los tres reanudaron su camino de vuelta a casa. Whit estaba impresionado por la peste y la absoluta falta de esperanza que desprendía el tipo que Laurel había sacado de las calles y por la primera visión que tenía del interior del albergue. Pero, tras cuatro años trabajando allí, además del tiempo que había pasado como voluntaria, Laurel parecía estar de lo más acostumbrada al lugar.
El, por su parte, no sólo estaba enamorado: estaba impresionado.
Capítulo 17
Laurel era consciente de que la noche del viernes no había sido lo que se dice una cita, ni en el restaurante ni cuando estuvieron de vuelta en el apartamento de David, ya que se había pasado todo el tiempo contando cada segundo que le quedaba para volver a estar con las fotos de Bobbie Crocker. El tema de la llamada del abogado la había alterado un poco. Quería revelar los negativos cuanto antes, sobre todo teniendo en cuenta que había decidido pasarse parte del domingo en Bartlett. Por este motivo, ni David ni ella se mostraron muy receptivos el uno con el otro. El sábado por la mañana, Laurel regresó a su casa antes incluso de desayunar para poder cambiarse de ropa y ponerse manos a la obra en la sala de revelado de la universidad. Cuando se acercó a la cama para dar un beso de despedida a David, éste ni tan siquiera intentó disimular su descontento.
– ¿Por qué, de repente, estás tan obsesionada con esto? Ahora mismo, ¿qué más da quién fuera en realidad Bobbie Crocker? ¿Por qué te importa tanto? -le preguntó, con el rostro medio enterrado en la almohada.
Normalmente, los sábados por la mañana desayunaban juntos en la cama y luego salían a dar un paseo antes de que David pasase a recoger a sus hijas. Algunas veces, cuando ya estaba con las pequeñas, volvía a quedar con Laurel para realizar cualquier actividad en algún sitio lejos de las sábanas en las que, unas horas antes, habían estado haciendo el amor.
– ¿Por qué tienes que utilizar esa palabra?
– ¿Cuál?, ¿obsesionada? Porque lo estás, Laurel. Dos de tus tres comidas de ayer fueron con gente que tenía alguna relación con Bobbie Crocker, y por la noche arruinaste nuestra cita.
– ¡No la arruiné!
– La trastocaste por completo para poder pasar tiempo buscando en Internet a un hombre que podría, o no, haber sido su editor. Ahora, te quieres marchar a desperdiciar un hermoso sábado de otoño encerrada en la sala de revelado. ¿Por qué? Para que mañana, seguramente otro precioso domingo de otoño, tengas tiempo para ir a hablar con gente que no conoces de dos personas ya fallecidas que podría ser, o no, que hubieran sido amigos en vida.