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Encontré a la abuela tomando té con Joe Morelli. Nunca antes lo había visto con una taza de té en la mano, y aquello me desconcertó. Cuando adolescente, Morelli era un salvaje. Dos años en la infantería de marina y doce más en la policía le habían enseñado a controlarse, pero yo estaba segura de que, a menos que lo castrasen, sería imposible domesticarlo del todo. Siempre hubo en él una parte bárbara que zumbaba por debajo de la superficie. A veces me atraía, y otras, me espantaba.

– Mírala, ya está aquí -dijo la abuela al verme-. Hablando del diablo.

Morelli sonrió maliciosamente.

– Hemos estado hablando de ti.

– Vaya, qué bien.

– Me he enterado de que tuviste una reunión secreta con Spiro.

– Cuestión de trabajo.

– ¿Está relacionada con el hecho de que Spiro, Kenny y Moogey fueron amigos en el instituto?

Enarqué una ceja, dándole a entender que me sorprendía.

– ¿Eran amigos en el instituto?

– Inseparables.

– Vaya.

– Por lo que veo, todavía estás de mal humor -dijo con una sonrisa más amplia.

– ¿Estás burlándote de mí?.

– No exactamente.

– Entonces, ¿qué?

Con las manos metidas en los bolsillos, se meció sobre los talones.

– Creo que eres una monada.

– ¡Oh, Dios!

– Es una pena que no estemos trabajando juntos. Si lo hiciéramos, podría hablarte del coche de mi primo.

– ¿Qué le ocurre a su coche?

– Lo encontraron esta tarde. Abandonado. No había cuerpos en el maletero. Ni manchas de sangre. Ni Kenny.

– ¿Dónde?

– En el aparcamiento del centro comercial.

– Puede que Kenny estuviese comprando allí.

– No lo creo. Los de seguridad del centro recuerdan haber visto el coche aparcado toda la noche.

– ¿Estaban puestos los seguros de las puertas?

– Todos menos la del lado del conductor.

Reflexioné un momento.

– Si yo fuera a abandonar el coche de mi primo, me aseguraría de cerrar bien todas las puertas.

Morelli y yo nos miramos fijamente, pero no dijimos lo que pensábamos. Tal vez Kenny estuviese muerto. No había motivos reales para pensarlo, pero tuve una premonición, y me pregunté qué tendría que ver todo aquello con la carta que acababa de recibir.

Morelli reconoció la posibilidad apretando la boca.

– Aja.

Tras echar abajo los tabiques de lo que en tiempos fueran el vestíbulo y el comedor de la gran casa de estilo Victoriano, Stiva había formado una gran sala de espera. La moqueta que cubría el suelo amortiguaba los pasos. Servían el té sobre una mesa de biblioteca de madera de arce al lado de la puerta de la cocina. La iluminación era tenue, había sillas estilo reina Ana, mesitas agrupadas para que la gente pudiera conversar y pequeños arreglos florales distribuidos en diferentes lugares. Habría resultado un lugar agradable de no ser por la certeza de que el tío Harry, la tía Minnie o Morty el cartero se encontraban desnudos en otra parte de la casa, muertos, e inyectados con una buena dosis de formaldehído.

– ¿Te apetece un té? -preguntó la abuela. Negué con la cabeza. Lo que yo quería no era té sino aire fresco y pastel de chocolate. Y quitarme los panties.

– Estoy lista para irnos. ¿Y tú? La abuela miró alrededor.

– Es un poco temprano, pero supongo que ya no me falta ver a nadie. -Dejó la taza sobre la mesa y cogió su bolso-. De todos modos me vendría bien un poco de pastel de chocolate -dijo. Se volvió hacia Morelli, y añadió-: Esta noche en casa ha habido pastel de chocolate como postre, y todavía queda. Siempre preparamos una ración doble.

– Hace mucho tiempo que no como pastel de chocolate casero.

– ¿Ah, sí? -dijo la abuela, alerta-. Bueno, puedes compartir el nuestro. Tenemos mucho.

Un sonido estrangulado se escapó del fondo de mi garganta, y volviéndome hacia Morelli le ordené con la mirada que dijera que no, que no, que no.

Él me dirigió una mirada de ingenuidad que significaba «¿que?», y dijo:

– Me parece estupendo. Me encantaría una ración de pastel de chocolate.

– Bien -anunció la abuela-. ¿Sabes dónde vivimos?

Morelli nos aseguró que encontraría la casa con los ojos vendados, pero, como ya era de noche, para asegurarse de que estuviésemos a salvo nos seguiría. -¡Vaya por Dios! -exclamó la abuela cuando nos encontramos a solas-. ¿Te das cuenta de que le preocupa nuestra seguridad? ¿Conoces a un joven más educado? Y está guapísimo. Además, es poli. Apuesto a que lleva pistola debajo de la chaqueta.

Iba a necesitarla cuando mi madre lo viera en la entrada de su casa. Mi madre miraría por la puerta mosquitera y no vería a Joe Morelli, un hombre en busca de pastel. No vería al Joe Morelli, que graduó en el instituto y se alistó en la infantería de marina. No vería a Morelli el poli. Mi madre vería a Joe Morelli, el calenturiento chiquillo de ocho años de dedos ágiles que me llevó al garaje de su padre para jugar al trenecito cuando yo contaba seis añitos.

– Esta es una buena oportunidad para ti -comentó la abuela cuando aparcamos junto al bordillo-. Te vendría bien un hombre.

– Éste no.

– ¿Qué le pasa a éste?

– No es mi tipo.

– Tienes un gusto pésimo en lo que a hombres se refiere. Tu ex marido es un pelmazo. Todos sabíamos que lo era cuando te casaste con él, pero no quisiste hacernos caso.

Morelli se detuvo detrás de mi coche y bajó de su furgoneta. Mi madre abrió la puerta mosquitera y a pesar de la distancia advertí que apretaba los labios y se ponía rígida.

– Todos hemos venido a comer pastel -explicó la abuela cuando llegamos al porche-. Hemos traído al agente Morelli porque lleva mucho tiempo sin comer pastel casero.

Mi madre apretó aún más los labios.

– Espero no estorbar -dijo Morelli-. Sé que no esperaba invitados.

Esta afirmación inicial abre todas las puertas del barrio. Ninguna ama de casa que se precie reconocerá que su hogar no está preparado para recibir invitados las veinticuatro horas del día. Hasta a Jack el Destripador le franquearían la entrada con pronunciar esa frase.

Mi madre asintió brevemente con la cabeza, se apartó de mala gana y los tres entramos.

Por temor a la bronca, nunca le habíamos hablado a mi padre del incidente del trenecito. Eso significaba que no sentía ni más ni menos desprecio y desconfianza por él que por cualquier otro pretendiente en potencia que mi madre y mi abuela encontraran en la calle. Lo examinó rápidamente, mantuvo una mínima conversación superficial y volvió a centrar su atención en la tele, simulando no hacer caso de mi abuela cuando ésta repartió el pastel.

– Era cierto, el ataúd de Moogey Bues estaba cerrado -observó la abuela-. De todos modos lo vi, gracias al accidente.

Mi madre la miró con expresión de alarma.

– ¿Qué accidente?

Me quité la cazadora.

– La abuela abrió accidentalmente la tapa al enganchársele una manga.

Horrorizada, mi madre alzó los brazos en un gesto de súplica.

– La gente no ha parado de llamar para contarme lo de los gladiolos. Mañana tendré que soportar que me hablen de lo de la tapa del ataúd.

– No estaba muy bien. Le dije a Spiro que había hecho un buen trabajo, pero fue una mentirijilla.

Morelli llevaba chaqueta sobre una camisa negra de punto. Al sentarse, se le abrió la chaqueta revelando la pistola que llevaba a la cadera.

– ¡Bonita pipa! -exclamó la abuela-. ¿Qué es? ¿Una cuarenta y cinco?

– Es una nueve milímetros.

– Supongo que no me dejarías echarle un vistazo, ¿verdad? Me encantaría ver lo que se siente con una pistola como ésa.

– ¡No! -exclamamos todos al unísono. -Disparé contra un pollo una vez -explicó la abuela-. Fue un accidente.

Advertí que Morelli estaba un poco sorprendido.

– ¿Dónde le disparó? -preguntó por fin.

– En el culo. Se lo volé.

Tras dar cuenta de dos raciones de pastel y tres cervezas, Morelli se despegó de la tele. Nos fuimos juntos y nos quedamos hablando en la acera. No había estrellas ni luna en el cielo y casi todas las casas estaban a oscuras. Tampoco había tráfico en la calle. En otras partes de Trenton quizá se tuviera una sensación de peligro por la noche. En el barrio, la sensación era de tranquilidad y seguridad.

Morelli me alzó el cuello de la cazadora para protegerme del aire frío. Me rozó la mejilla con los nudillos y miró fijamente mis labios.

– Tienes una familia agradable.

Entrecerré los ojos.

– Si me besas, gritaré y mi padre saldrá para darte un puñetazo en la nariz.

Por supuesto, omití decir que antes de que ocurriera cualquiera de esas cosas, yo me habría meado.

– Podría dejarlo fuera de combate.

– Pero no lo harías.

Morelli no había soltado el cuello de mi cazadora.

– No, no lo haría.