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– Háblame otra vez del coche. ¿No había señales de lucha?

– Ninguna. Las llaves se encontraban en el encendido y la portezuela del conductor estaba cerrada, pero sin seguro.

– ¿Había sangre en el pavimento?

– No he ido allí, pero el laboratorio miró y no halló pruebas tangibles.

– ¿ Huellas dactilares?

– Están analizándolas.

– ¿Objetos personales?

– Ninguno.

– Entonces no vivía en el coche -concluí.

– Veo que estás mejorando en esto de cazar fugitivos. Haces todas las preguntas adecuadas.

– Veo mucha televisión.

– Hablemos de Spiro.

– Spiro me ha contratado para que le solucione un problema.

– ¿Un problema funerario? -dijo Morelli con una amplia sonrisa.

– No quiero hablar de ello.

– ¿No tiene nada que ver con Kenny?

– Lo juro.

La ventana de arriba de la casa se abrió y mi madre asomó la cabeza.

– Stephanie -susurró, pero cualquiera podía oírla-, ¿qué haces ahí fuera? ¿Qué pensarán los vecinos?

– No se preocupe, señora Plum -le gritó Morelli-. Ya me iba.

Cuando llegué a casa, Rex corría en su rueda. Encendí la luz y se paró en seco, abrió de par en par sus ojillos negros y agitó el bigote, indignado ante la repentina desaparición de la noche.

Mientras me dirigía hacia la cocina me quité los zapatos de sendas patadas. Una vez allí, dejé caer el bolso sobre la encimera y pulsé el botón de reproducción de mensajes en el contestador.

Solo había un recado, de Gazzara, que llamó al acabar su turno para decirme que nadie sabía mucho acerca de Morelli. Salvo que trabajaba en algo importante y que tenía que ver con la investigación sobre Mancuso y Bues.

Pulsé el botón para apagar el aparato y marqué el número de Morelli.

El teléfono sonó seis veces antes de que contestara, resollando ligeramente. Probablemente acababa de llegar a su apartamento. No me parecía que hiciera falta hablar de nimiedades, y fui directo al grano.

– Desgraciado.

– Caray, me pregunto quién será.

– Me mentiste. Y lo sabía. Lo supe desde el principio. Eres un idiota.

Se produjo un silencio tenso, y me di cuenta de que mi acusación cubría un gran territorio, así que limité el campo.

– Quiero saber de qué va ese importante caso secreto en el que estás trabajando, y quiero saber qué tiene que ver con Kenny Mancuso y Moogey Bues.

– ¡Ah! Te referías a esa mentira.

– ¿Y bien?

– No puedo hablarte de ello.

4

Pasé casi toda la noche sin pegar ojo, pensando en Kenny Mancuso y Joe Morelli. A las siete de la mañana me levanté. Estaba de mal humor y hecha polvo. Me duché, me puse unos téjanos y una camiseta y preparé café.

Mi principal problema consistía en que tenía muchas ideas sobre Joe Morelli y casi ninguna acerca de Kenny Mancuso.

Me serví un cuenco de cereales, llené de café mi tazón con un dibujo del pato Daffy y eché un vistazo al contenido del sobre que me había dado Spiro. El guardamuebles se encontraba cerca de la carretera 1, en un pequeño polígono industrial. La foto del ataúd perdido era un recorte de una especie de folleto en el que figuraba un féretro que debía de ser de los más baratos que ofrecían las funerarias. Consistía en poco más que una sencilla caja de pino, sin las tallas y los bordes biselados característicos de los ataúdes que se estilan en el barrio. Me resultaba incomprensible que Spiro adquiriera veinticuatro cajas de ésas. En el barrio la gente gastaba mucho dinero en los funerales y en las bodas. Que te enterraran en uno de esos féretros sería peor que tener el cuello de la camisa sucio. Hasta mi vecina, la señora Ciak, que vivía de su pensión y apagaba las luces a las nueve de la noche para ahorrar electricidad, había ahorrado miles de dólares para su entierro.

Acabé mi cereal, lavé el cuenco y la cuchara, me serví otra taza de café y llené el comedero de Rex. Excitado, Rex salió de la lata de sopa y donde dormía agitó la nariz. Se abalanzó sobre el alimento, vibrando de dicha. Eso es lo bueno de los hámsters. Basta muy poca cosa para hacerlos felices.

Cogí mi cazadora y el gran bolso de cuero negro en el que guardaba los chismes que necesitaba para cazar fugitivos y me dirigí hacia la escalera. A través de la puerta del apartamento del señor Wolesky me llegaba el sonido de la tele, y el olor a beicon frito emanaba del apartamento de la señora Karwatt, en el otro extremo del pasillo. Salí del edificio y me detuve por un instante para disfrutar del fresco aire matinal. Unas pocas hojas se aferraban, tenaces, a los árboles, pero la mayor parte de las ramas estaban desnudas y, recortadas contra el cielo brillante, parecían telas de araña. Un perro ladró en algún lugar detrás de mi edificio y la puerta de un coche se cerró de golpe. El señor suburbano iba a trabajar. Y Stephanie Plum, extraordinaria cazadora de fugitivos, se disponía a buscar veinticuatro féretros.

El tráfico de Trenton parecía insignificante comparado con el que los viernes por la tarde salía de la ciudad por el túnel Holland. Pero aun así era una lata. Decidí conservar la poca cordura que tenía esa mañana, y renuncié a los atascos de Hamilton. Doblé en Linnert y, tras dos manzanas de frenar y arrancar una y otra vez, me interné en los deteriorados barrios que rodean el centro. Rodeé la estación del ferrocarril, crucé la ciudad y recorrí medio kilómetro de la carretera 1 antes de salir a la avenida Oatland.

El guardamuebles R amp; J Storage, ocupaba la cuarta parte de una hectárea en esta avenida. Diez años atrás aquella zona era una especie de vertedero, un terreno abandonado cubierto de maleza, botellas rotas, colillas, condones y basura en general. El sector industrial acababa de descubrir Oatland y ahora ese terreno albergaba una imprenta, una empresa de artículos de fontanería y el guardamuebles. La hierba erizada había sido sustituida por aparcamientos asfaltados, pero los vidrios rotos, las colillas y los diversos desechos urbanos habían aguantado el embate y se amontonaban junto a los bordillos y en rincones descuidados.

Una valla de alambre rodeaba el guardamuebles, y dos senderos, el de entrada y el de salida, conducían a una serie de depósitos del tamaño de un garaje. Según anunciaba un pequeño cartel, el horario de trabajo era de las siete de la mañana a las diez de la noche, los siete días de la semana. Las verjas de entrada y salida se encontraban abiertas, y un pequeño cartel que rezaba abierto colgaba de la puerta de cristal del despacho. Los edificios estaban pintados de blanco con bordes de un azul brillante. Transmitían una impresión de energía y eficacia. Era el lugar idóneo para ocultar féretros destinados al mercado negro.

Entré en el sendero y conduje a paso de tortuga, mirando los números, hasta llegar a la nave 16. Aparqué delante de ésta, me apeé, metí la llave en la cerradura y pulsé el botón que activaba la puerta hidráulica. Ésta se abrió y, ¡sorpresa, sorpresa!, el depósito estaba vacío. Ni ataúdes ni pistas.

Permanecí allí por un instante, imaginando los ataúdes de pino amontonados. Me volví, dispuesta a marcharme, y a punto estuve de chocar con Morelli.

– ¡Dios! -exclamé, llevándome una mano al pecho, sorprendida-. Odio que te acerques sigilosamente por detrás. ¿Se puede saber qué haces aquí?

– Estoy siguiéndote.

– No quiero que me sigas. ¿Estás seguro de que no violas mis derechos, de que no me sometes a acoso policial?

– A la mayoría de las mujeres les gustaría que las siguiera.

– No soy la mayoría de las mujeres.

– Dímelo a mí. -Señaló la nave vacía-. ¿De qué se trata?

– De todos modos, tarde o temprano te enterarás… Busco unos féretros.

Esbozó una sonrisa de incredulidad.

– ¡En serio! -exclamé-. Spiro tenía veinticuatro ataúdes almacenados aquí y han desaparecido.

– ¿Que han desaparecido? ¿Quieres decir que los han robado? ¿Ha informado a la policía del robo?

Negué con la cabeza.

– No quería mezclar a la policía en esto -dije-. No quería que se supiera que había comprado un montón de ataúdes y que luego los perdió.

– Lamento aguarte la fiesta, pero esto me da mala espina. La gente que pierde algo que vale mucho informa a la policía para cobrar el seguro.

Cerré la puerta y dejé caer la llave en mi bolso.

– Si encuentro los ataúdes perdidos me pagará mil dólares. De modo que no tengo la menor intención de creer que se trata de algo dudoso.

– ¿Qué hay de Kenny? Creí que estabas buscándolo.

– Por el momento no consigo avanzar con lo de Kenny.

– ¿Te has rendido?

– Digamos que estoy tomando distancias.

Abrí la puerta del jeep, me senté al volante y metí la llave en el encendido. Para cuando el motor arrancó, Morelli se había ubicado a mi lado.

– ¿Adonde vamos?

– Yo voy a la oficina para hablar con el gerente, no sé tú.