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Morelli sonreía de nuevo.

– Esto podría ser el principio de una nueva carrera. Si resulta que tienes éxito podrías ascender y dedicarte a atrapar violadores de tumbas.

– Muy gracioso. Sal de mi coche.

– Creí que éramos socios.

¿Estaba de broma? Di marcha atrás, me dirigí hacia la oficina, aparqué y bajé del jeep. Morelli iba pisándome los talones.

Me detuve y me volví. Le puse una mano en el pecho para mantenerlo a distancia.

– Alto ahí. Éste no es un proyecto colectivo.

– Podría ayudarte. Con mi presencia tus preguntas resultarían más creíbles y tendrías más autoridad.

– ¿Y por qué motivo harías algo así?

– Porque soy un chico bueno.

Sentí que mis dedos se aferraban a su camisa y me esforcé por relajarme.

– No me convences.

– En el instituto, Kenny, Moogey y Spiro eran uña y carne. Moogey está muerto. Tengo la impresión de que Julia, la novia, no tiene nada que ver. Puede que Kenny haya pedido ayuda a Spiro.

– Y yo trabajo para Spiro y no estás muy seguro de que lo de los féretros sea cierto, ¿verdad?

– No sé qué pensar. ¿Tienes más información? ¿Dónde los compró? ¿Cómo eran?

– Son de madera. De un metro noventa, más o menos…

– Si hay algo que odio, es una cazadora de fugitivos que se pasa de lista.

Le enseñé la foto.

– Tienes razón -dijo-. Son de madera y miden más o menos un metro noventa.

– Y son feos.

– Vaya si lo son.

– Y muy sencillos -añadí.

– A la abuela Mazur no la meterían en uno de ésos, ni muerta -comentó Morelli.

– No todos son tan perspicaces como la abuela Mazur. Estoy segura de que Stiva tiene una amplia gama de ataúdes.

– Deberías dejarme interrogar al gerente. Hago esas cosas mejor que tú.

– ¡Ya basta! Métete en el coche.

Pese a nuestras discusiones, Morelli me caía relativamente bien. De hacer caso a mi sentido común, me alejaría de él, pero la sensatez nunca ha sido una de mis características. Me agradaba que se dedicara a fondo a su trabajo y que hubiese dejado atrás el salvajismo de su adolescencia. Había sido un chico duro, y ahora era un poli duro. Machista, pero eso no era del todo culpa suya. A fin de cuentas, era de Nueva Jersey y, para colmo, un Morelli, de modo que me parecía que lo llevaba razonablemente bien.

La oficina consistía en una pequeña estancia dividida por un mostrador. Detrás de éste se hallaba una mujer con una camiseta en la que figuraba el logotipo azul de R amp; J Storage. Debía de tener cincuenta años, su rostro era agradable, y parecía sentirse muy satisfecha de su cuerpo rechoncho. Me saludó con la cabeza, indiferente, y luego miró a Morelli, que no había hecho caso de mis órdenes y estaba detrás de mí.

Éste vestía téjanos desteñidos que se amoldaban sugestivamente a un impresionante paquete y al mejor trasero del estado. Lo único que ocultaba su cazadora de piel marrón era su pistola. La mujer del R amp; J tragó saliva y con esfuerzos evidentes, apartó la mirada de la entrepierna de Morelli.

Le dije que comprobaba el estado de unos artículos que un amigo tenía almacenados allí, y que me preocupaba la seguridad de las instalaciones.

– ¿Quién es ese amigo?

– Spiro Stiva.

– No se ofenda -dijo, reprimiendo una mueca-, pero tiene un depósito lleno de ataúdes. Dijo que estaban vacíos, pero a mí no me importa, porque de todos modos no me acercaría a más de diez metros de ese lugar. No creo que tenga que preocuparse por la seguridad. ¿A quién se le ocurriría robar un ataúd?

– ¿Cómo sabe que siguen allí?

– Los vi llegar. Tenía tantos que tuvo que traerlos en un camión con semirremolque y descargarlos con una carretilla elevadora.

– ¿Trabaja usted aquí a tiempo completo?

– Trabajo aquí todo el tiempo. Este negocio es de mi marido y mío. Yo soy Roberta, la R de R amp; J.

– ¿Han entrado otros camiones grandes en el último par de meses?

– Sí, unos cuantos, de esos que se alquilan. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?

Spiro me había hecho jurar que mantendría el secreto, pero no veía cómo conseguir la información que necesitaba sin mezclar a Roberta en la investigación. Además, sin duda tendría una llave maestra, y, con o sin ataúdes, lo más probable era que cuando nos fuésemos inspeccionase la nave de Spiro y descubriera que se encontraba vacía.

– Los ataúdes de Stiva no están. El depósito está vacío.

– ¡Eso es imposible! Nadie puede largarse así como así con un montón de ataúdes. Son muchos los que caben en esa nave, ¡y la llenaron por completo! Aquí entran y salen camiones todo el tiempo, pero si alguien cargara ataúdes, me habría dado cuenta.

– La nave dieciséis está atrás -dije-. Desde aquí no se ve. Y tal vez no se los hayan llevado todos al mismo tiempo.

– ¿Cómo habrían hecho para entrar? -preguntó Robería-. ¿Estaba forzada la cerradura?

No sabía cómo habían entrado. La cerradura no estaba forzada y Spiro insistió en que la llave siempre había estado en su poder. Por supuesto, podía haberme mentido.

– Quisiera ver una lista de las otras personas que han alquilado naves -dije-. También me ayudaría que pensara en todos los camiones que vio cerca del depósito donde estaban los ataúdes de Spiro. Camiones lo bastante grandes como para contenerlos.

– Está asegurado. Nuestra regla estricta exige que todos tengan un seguro.

– No puede cobrar el seguro sin informar a la policía y, por el momento, el señor Stiva prefiere que no se hable de esto.

– La verdad es que a mí tampoco me gustaría que se supiera. No conviene que la gente crea que nuestra empresa no es segura. -Pulsó unas teclas del ordenador e imprimió una lista-. Éstos son los que han alquilado naves recientemente. Los que las desocupan permanecen tres meses en el archivo y luego el ordenador los borra automáticamente.

Morelli y yo hojeamos la lista, pero no reconocimos ningún nombre.

– ¿Exigen identificación? -preguntó Morelli.

– Él carnet de conducir. La aseguradora nos exige una identificación con fotografía.

Doblé el listado, lo metí en el bolso.y entregué a Roberta una tarjeta pidiéndole que me llamara si ocurría algo. Antes de irme, le pedí también que abriese todas las naves con su llave maestra, por si acaso los féretros estaban en alguna de ellas, aunque lo consideraba improbable.

Al volver al jeep, Morelli y yo repasamos nuevamente la lista, pero no sacamos nada en claro.

Roberta salió apresurada de la oficina con las llaves en la mano y el teléfono móvil en el bolsillo.

– La gran búsqueda de los ataúdes -se burló Morelli al verla doblar la esquina de la primera fila de naves. Se repantigó en el asiento-. No tiene sentido. ¿Por qué iba alguien a robar ataúdes? Son grandes y pesados, y resulta difícil, si no imposible, revenderlos. La gente ha de tener cosas almacenadas aquí que son más fáciles de colocar en el mercado negro. ¿Por qué robar féretros?

– Puede que los necesitaran. Puede que los robase el dueño de una funeraria que estuviese pasando por una mala racha. Desde que Stiva abrió su nueva sección, a Mosel le ha ido mal. Tal vez Mosel supiera que Spiro había escondido unos ataúdes aquí y entró a hurtadillas una noche y los mangó.

Morelli me miró como si fuese una marciana.

– Oye, es posible. Cosas más extrañas han ocurrido. Creo que deberíamos ir a un montón de velatorios para ver si alguien está metido en uno de los ataúdes de Spiro.

– ¡Vaya plan! -Me acomodé el bolso en el hombro, y añadí-: En el velatorio de anoche había un tío llamado Sandeman. ¿Lo conoces?

– Hace dos años lo detuve por posesión de drogas. Lo pillamos en una redada.

– Según Ranger, Sandeman trabajaba con Moogey en la gasolinera. Dice que estaba allí el día en que Moogey recibió el disparo en la rodilla. Me preguntaba si ya habías hablado con él.

– No, todavía no. Ese día le tocó a Scully investigar. Sandeman hizo una declaración, pero no era gran cosa. El tiroteo tuvo lugar en la oficina y Sandeman se hallaba en el taller, reparando un coche. Estaba usando una llave hidráulica y no oyó el disparo.

– Se me ocurre que podría averiguar si sabe algo acerca de Kenny.

– No te acerques demasiado a él. Es un cabrón de primera. Además, tiene muy mal genio. -Morelli sacó unas llaves de coche de su bolsillo-. Pero eso sí, es un mecánico fantástico.

– Me andaré con cuidado.

Morelli me miró y por su expresión advertí que no confiaba nada en mí.

– ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? Soy muy bueno torciendo pulgares.

– La verdad es que eso de torcer pulgares no es lo mío, pero gracias de todos modos.

Su Fairlane se hallaba aparcado al lado de mi jeep.

– Me gusta la hawaiana de la ventanilla trasera -le dije-. Todo un detalle.

– Fue idea de Costanza. Tapa una antena.

Miré por encima de la cabeza de la muñeca y, efectivamente, sobresalía la punta de una antena. Entrecerré los ojos, y pregunté a Morelli: