Guardamos silencio camino de mi apartamento. Conocía esas calles como la palma de mi mano. A menudo las recorría sin pensar y de repente me daba cuenta de que me encontraba en mi aparcamiento, preguntándome cómo demonios había llegado. Esa noche presté más atención. Si Kenny se hallaba ahí fuera, no quería dejar de verlo. Según Spiro, Kenny era como el humo, vivía en las sombras. Me dije que se trataba de una versión romántica. Kenny no era sino una especie corriente de psicópata que andaba por ahí, a hurtadillas, y se creía primo segundo de Dios.
El viento arreció y empujó las nubes, que ocultaban por momentos la luna plateada. Morelli se detuvo al lado del Buick y apagó el motor. Tendió un brazo y jugueteó con el cuello de mi rebeca.
– ¿Tienes planes para esta noche?
Le hablé del trato que había hecho con Spiro para hacer las veces de guardaespaldas.
Morelli se limitó a mirarme.
– ¿Cómo te las arreglas? ¿Cómo consigues meterte en estas situaciones? Si supieras lo que haces, serías una verdadera amenaza.
– Supongo que soy afortunada, sencillamente. -Miré mi reloj. Eran las siete y media y Morelli seguía de servicio-. Trabajas mucho. Creía que los polis tenían turnos de ocho horas.
– La brigada contra el vicio es flexible. Trabajo cuando tengo que hacerlo.
– No tienes vida privada.
Se encogió de hombros.
– Me gusta mi trabajo. Cuando necesito descansar me largo un fin de semana a la costa o una semana a las islas.
¡Qué interesante! Nunca se me ocurrió que Morelli fuese de esas personas que iban a «las islas».
– ¿Qué haces cuando vas a las islas? ¿Qué te atrae?
– Me gusta el submarinismo.
– ¿Y en la costa? ¿Qué haces en la costa de Nueva Jersey?
Morelli sonrió maliciosamente.
– Me escondo debajo del paseo entablado y abuso sexualmente de mí mismo. Cuesta perder las viejas costumbres.
A mí me costaba imaginar a Morelli haciendo submarinismo en Martinica, pero la imagen de Morelli abusando sexualmente de sí mismo debajo del paseo entablado me resultaba clara como el cristal. Lo veía como un calenturiento chiquillo de once años, a las puertas de los bares de la playa, escuchando las bandas, admirando a las mujeres con sus tops y sus diminutos shorts. Y más tarde, metiéndose debajo del paseo entablado con su primo Mooch, los dos haciéndose una paja antes de reunirse con el tío Manny y la tía Florence para regresar en coche al bungalow de la urbanización Seaside Heights. Dos años más tarde, habría sustituido a su primo Mooch por su prima Sue Ann Beale, pero la rutina sería la misma.
Empujé la puerta de la furgoneta y bajé. El viento silbaba alrededor de las antenas de Morelli y me azotó la falda. El cabello, enmarañado, me cubrió el rostro.
En el ascensor, intenté recogérmelo en una coleta con una goma que encontré en el bolsillo de la rebeca. Morelli me observaba con curiosidad. Cuando se abrieron las puertas salió al pasillo. Esperó un rato mientras yo buscaba mis llaves.
– ¿Spiro tiene miedo? -preguntó.
– Lo bastante como para contratarme para protegerlo.
– Puede que sea un truco para meterte en su apartamento.
Entré en el vestíbulo de mi casa, encendí la luz y me quité la rebeca.
– Pues le sale caro el truco.
Morelli se dirigió directamente hacia la tele y puso el canal deportivo. Las camisetas azules de los Rangers aparecieron en la pantalla. Los Caps jugaban como locales, con camiseta blanca. Miré cómo la cámara se apartaba de una cara y fui a la cocina a ver si tenía mensajes en el contestador.
Había dos. El primero era de mi madre; llamaba para decirme que se había enterado de que en el First National Bank había puestos de cajera y que me lavara las manos si tocaba al señor Loosey. El otro era de Connie. Vinnie había vuelto de Carolina del Norte y quería que fuera al despacho al día siguiente. Que ni lo sueñe, pensé. Vinnie estaba preocupado por el dinero de la fianza de Mancuso. Si iba a verlo, me quitaría el caso de Mancuso y se lo daría a alguien con mayor experiencia.
Apagué el contestador, cogí una bolsa de patatas fritas de la alacena y un par de cervezas de la nevera. Me repantigué al lado de Morelli en el sofá y puse la bolsa de patatas entre los dos. Mamá y papá un sábado por la noche.
El teléfono sonó a mitad de la primera parte.
– ¿Qué tal? -preguntó la persona que llamaba-. ¿Lo estáis haciendo al estilo de los perros, tú y Joe? Me han dicho que eso le gusta. Eres increíble. Te tiras tanto a Spiro como a Joe.
– ¿Mancuso?
– Me pareció buena idea llamar para preguntarte si te gustó mi paquete sorpresa.
– Fue fantástico. ¿Por qué lo has hecho?
– Por diversión, eso es todo. Estaba mirándote cuando lo abriste en el vestíbulo. Qué detalle el tuyo, dejar que participe la vieja. Me gustan las viejas. Podría decirse que son mi especialidad. Pregúntale a Joe lo que les hago. No, espera, ¿quieres que te lo enseñe personalmente?
– Estás enfermo, Mancuso. Necesitas ayuda.
– Es tu abuelita la que va a necesitar ayuda. Y puede que tú también. No quisiera que te sintieras excluida. Al principio estaba cabreado. No dejabas de meter las narices en mis asuntos. Pero ahora lo veo desde otro punto de vista, ahora creo que podría divertirme contigo y tu decrépita abuelita. Es mucho mejor cuando alguien observa y espera su turno. Hasta podría lograr que me hablaras de Spiro y cómo roba a sus amigos.
– ¿Cómo sabes que no fue Moogey el que robaba a sus amigos?
– Moogey no.sabía cómo hacerlo -dijo, y colgó el auricular.
Morelli se encontraba a mi lado en la cocina; sostenía con gesto indolente el botellín de cerveza en una mano, pero la expresión de sus ojos era calmada y dura.
– Era tu primo. Llamó para ver si disfruté de su paquete sorpresa y sugirió que podría divertirse conmigo y con la abuela Mazur.
Tenía la impresión de estar haciendo una buena imitación de una durísima cazadora furtiva, pero la verdad es que en el fondo temblaba. No pensaba pedirle a Morelli que me explicara qué les hacia Kenny Mancuso a las ancianas. No quería saberlo. Y, fuera lo que fuese, no quería que se lo hiciera a la abuela Mazur.
Telefoneé a mis padres para comprobar que la abuela se hallaba en casa, sana y salva. Sí, estaba mirando la tele, me dijo mi madre. Le aseguré que me había lavado las manos y pedí que me excusara, pero no podía volver por el postre.
Me cambié el vestido por unos téjanos, zapatillas de deporte y una camisa de franela. Saqué mi 38 del tarro de galletas, me aseguré de que estuviese cargado y lo metí en el bolso.
Cuando regresé a la sala, Morelli le daba una patata frita a Rex.
– O mucho me equivoco o estás vestida para entrar en acción. Te oí levantar la tapa del tarro de galletas.
– Mancuso amenazó con hacerle daño a mi abuela.
Morelli bajó el volumen del televisor.
– Está impacientándose y se comporta como un estúpido. Fue una estupidez por su parte seguirte en el centro comercial. Fue una estupidez entrar en la funeraria de Stiva. Y fue una estupidez llamarte. Cada vez que hace algo así se arriesga a que lo descubran. Kenny puede ser astuto cuando está tranquilo. Cuando pierde los papeles es todo ego e impulsos. Está cada vez más desesperado porque su negocio con las armas se jodio. Busca un chivo expiatorio, alguien a quien castigar. O bien ya tenía comprador que le dio un anticipo, o bien vendió un lote antes de que le robaran el resto. Yo apostaría por lo del comprador. Creo que está preocupado porque no puede cumplir con lo pactado y se ha gastado el anticipo.
– Cree que Spiro tiene las armas.
– Los dos se comerían las entrañas a la menor oportunidad.
Tenía la cazadora en una mano cuando volvió a sonar el teléfono.
Era Louie Moon.
– Estuvo aquí. Kenny Mancuso. Regresó y apuñaló a Spiro.
– ¿Dónde está Spiro?
– En el hospital Saint Francis. Lo llevé allí y regresé para encargarme de las cosas. Ya sabes, cerrar y todo eso.
Quince minutos más tarde llegamos al Saint Francis. Dos polis, Vince Román y uno nuevo al que no conocía, se encontraban delante del mostrador de recepción de la sala de urgencias.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Morelli.
– Le he tomado declaración al chico de Stiva. Tu primo lo acuchilló. -Vince señaló con la cabeza hacia la puerta que había detrás de la recepción-. Están cosiéndolo.
– ¿Es grave?
– Podría haber sido peor. Creo que Kenny trató de cortarle la mano, pero la hoja chocó contra un enorme brazalete. Espera a verlo. Parece sacado de la colección de Liberace. -Vince y su compañero rieron.
– Supongo que nadie siguió a Kenny, ¿verdad?
– Kenny es como el viento.
Cuando encontramos a Spiro estaba sentado en una cama de la sala de urgencias. Había dos personas más, separadas de Spiro por una cortina parcialmente corrida. Tenía el brazo derecho vendado hasta el antebrazo. El cuello de la camisa blanca, salpicada de sangre, estaba abierto. En el suelo, al lado de la cama, había una corbata'y una toalla empapadas en sangre.