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– ¿Qué ha ocurrido? -le pregunté-. Creí que Kenny te visitaría esta noche.

– Yo también. Pero rara vez hace lo que dice que va a hacer.

– ¿Te ha telefoneado?

– Nada. Ni una llamada. Probablemente esté con Denise Barkolowski. ¿Por qué no lo averiguas por ti misma?

Ranger se mantuvo serio, pero yo sabía que reprimía una sonrisa.

– Me largo -dijo-. No me gusta mezclarme en estas desavenencias familiares.

– ¿Qué le ha pasado a tu cabello? -me preguntó Morelli.

– Está debajo de la gorra.

– Muy sexy.

Para él todo era sexy.

– Es tarde -declaró Julia-. Mañana he de ir a trabajar.

Consulté la hora. Eran las diez y media.

– Me avisarás si sabes algo de Kenny, ¿verdad?

– Sí, claro.

Morelli me siguió. Nos dirigimos hacia su furgoneta y por unos instantes la contemplamos en silencio, sumido cada uno en sus propios pensamientos. Su último coche había sido un jeep Cherokee. Había volado por los aires a causa de una bomba. Por suerte para él, Morelli no estaba dentro en ese momento.

– ¿Qué haces aquí? -pregunté.

– Lo mismo que tú. Busco a Kenny.

– No sabía que estuvieses en el negocio de las fianzas.

– La madre de Mancuso era una Morelli, y la familia me ha pedido que lo busque y hable con él antes de que se meta en más problemas.

– ¡Dios! ¿Estás diciéndome que eres pariente de Kenny Mancuso?

– Estoy emparentado con todo el mundo.

– Conmigo no.

– ¿Tienes alguna pista, aparte de Julia?

– Nada de importancia.

Tras reflexionar por unos segundos, dijo:

– Podríamos trabajar juntos en esto.

Enarqué una ceja. La última vez que había trabajado con Morelli había recibido un disparo en el culo.

– ¿Qué aportarías a la causa?

– La familia.

Tal vez Kenny fuese lo bastante estúpido como para buscar la ayuda de su familia.

– ¿Cómo sé que no me traicionarás? -pregunté, pues tenía la costumbre de hacerlo.

Su rostro, anguloso, era de esos que empiezan siendo guapo y adquieren carácter con los años. Una diminuta cicatriz le partía la ceja derecha, testimonio mudo de una existencia vivida con imprudencia. Contaba treinta y dos años, dos más que yo. Era soltero. Y buen poli. El jurado aún no había emitido juicio en cuanto a su calidad humana.

– Supongo que tendrás que confiar en mí.

Sonrió maliciosamente y se meció sobre los talones.

– Fantástico.

Abrió la puerta de la Toyota y nos invadió el aroma a coche nuevo. Se sentó al volante y encendió el motor.

– No creo que Kenny se presente tan tarde.

– Probablemente no. Julia vive con su madre, que es enfermera y trabaja en el turno de noche en el hospital Saint Francis. Llegará a casa en media hora y no me imagino a Kenny entrando tan campante estando la madre en casa.

Morelli asintió con la cabeza y se marchó. Cuando las luces traseras de la furgoneta desaparecieron en la distancia me dirigí hacia la esquina de la manzana donde había aparcado mi jeep Wrangler. Se lo compré a Skoogie Krienski, que lo había usado para entregar pizzas de la pizzería de Pino. Cuando el coche se calentaba, olía a pan caliente y salsa de tomate. Era un modelo Sahara, color beige de camuflaje. Muy útil en caso de que me diera por unirme a un convoy militar.

Probablemente Morelli tuviese razón y era demasiado tarde para que se presentara Kenny, pero pensé que no perdería nada quedándome un rato más, por si acaso. Subí la capota a fin de no ser tan visible y me dispuse a esperar. No era tan buena posición como detrás de los arbustos de hortensias, pero igualmente me servía. Si Kenny aparecía, llamaría a Ranger por mi teléfono móvil. No tenía intención de capturar sin ayuda a un tipo acusado de malherir a alguien.

Al cabo de diez minutos un pequeño turismo de tres puertas pasó por delante de la casa de los Cenetta. Me deslicé hacia abajo en el asiento y el coche siguió de largo. Unos minutos más tarde, regresó. Se detuvo frente a la casita rústica. El conductor tocó el claxon. Julia Cenetta salió corriendo y subió al asiento del copiloto.

Cuando se hallaban a media manzana de distancia, encendí el motor, pero antes de encender los faros aguardé a que doblaran. Nos encontrábamos en el límite del barrio, en una zona residencial de casas unifamiliares. No había tráfico, por lo que sería fácil para ellos observar si alguien los seguía, de modo que me mantuve a buena distancia. El turismo dobló en Hamilton y se dirigió hacia el este. Lo seguí, ahora más cerca, ya que estábamos en una calle más transitada. Me mantuve a esa distancia hasta que el coche se detuvo en un rincón oscuro del aparcamiento de un centro comercial.

A esa hora de la noche el aparcamiento sé hallaba vacío y no era lugar para que se detuviera en él una entrometida cazadora de fugitivos. Apagué las luces y aparqué silenciosamente en el extremo opuesto. Cogí unos prismáticos del asiento trasero y con ellos vigilé el coche.

De pronto, di un respingo, pues alguien llamó a mi portezuela.

Era Joe Morelli, encantado de haberme pillado por sorpresa y haberme dado un susto.

– Necesitas unos prismáticos de visión nocturna -comentó con tono afable-. No se puede ver nada a esta distancia en la oscuridad.

– No tengo unos prismáticos de visión nocturna y, por cierto, ¿qué haces aquí?

– Te he seguido. Supuse que esperarías un poco más por si Kenny llegaba. No eres muy buena en esto de hacer cumplir la ley, pero eres afortunada, y cuando te dan un caso te comportas como un perro hambriento al que le arrojan un hueso.

No me pareció una comparación halagadora, pero era certera.

– ¿Te entiendes bien con Kenny?

Morelli se encogió de hombros.

– No lo conozco muy bien.

– De modo que no querrías acercarte y saludarlos.

– Si no se tratase de Kenny, me disgustaría arruinarle la noche a Julia.

Miramos el vehículo, y aun cuando no teníamos prismáticos de visión nocturna nos dimos cuenta de que se balanceaba. Unos gruñidos y jadeos rítmicos atravesaron el aparcamiento vacío.

– ¡Diablos! -exclamó Morelli-. Si no aligeran un poco van a estropear los amortiguadores del coche.

El vehículo dejó de balancearse, el motor y los faros se encendieron.

– Vaya, no duró mucho – comenté.

Morelli rodeó mi vehículo y se sentó en el asiento del copiloto.

– Debieron de empezar en el camino. Espera a que llegue a la calle antes de encender las luces.

– Es una idea estupenda, pero no veo nada sin ellas.

– Estás en un aparcamiento, no creo que haya nada que obstruya el camino.

Puse en marcha el coche y avancé a paso de tortuga.

– Lo vas a perder. Acelera -dijo Morelli.

Aceleré a treinta kilómetros con los ojos entrecerrados para orientarme en la oscuridad.

Morelli dejó escapar un suspiro y pisé el acelerador a fondo.

De pronto se oyó un chirrido y perdí el control del Wrangler. Pisé el freno con fuerza, el coche se deslizó hacia la izquierda y se detuvo en un ángulo de treinta grados.

Morelli salió para investigar.

– Estás atascada en la acera. Da marcha atrás.

Me aparté lentamente de la acera, pero el vehículo seguía tirando hacia la izquierda. Morelli volvió a investigar, mientras yo farfullaba, maldecía y me reprochaba el haber hecho caso a aquel lunático.

– Qué pena. -Morelli se inclinó sobre la ventanilla abierta-. Al golpear contra el bordillo se ha doblado la llanta. ¿Tienes quien te lo arregle?

– Lo hiciste adrede. No querías que atrapara a tu asqueroso primo.

– Oye, cariño, no me eches la culpa sólo porque te equivocaste y te metiste donde no debías.

– Eres basura, Morelli. Basura.

– Más te vale ser buena conmigo -dijo con una sonrisa maliciosa-. Podría multarte por conducción temeraria.

Saqué el teléfono de mi bolso, furiosa, y llamé al taller de Al. Al y Ranger eran buenos amigos. De día, Al administraba un negocio perfectamente legal. Pero por las noches estaba segura de que se dedicaba a desguazar coches robados. No me importaba. Lo único que quería era que me arreglara la llanta.