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Una hora después estaba nuevamente en camino. De nada servía tratar de seguir la pista de Kenny Mancuso. Debía de haberse marchado hacía tiempo. Me detuve en un pequeño supermercado que permanecía abierto toda la noche, compré medio litro de helado de café, de ese que obstruye las arterias, y me dirigí hacia mi casa.

Vivo en un edificio de apartamentos de tres pisos, a unos tres kilómetros de la casa de mis padres. La puerta de entrada da a una transitada calle llena de pequeños negocios; atrás, se extiende un ordenado barrio de casitas unifamiliares.

Mi apartamento se encuentra en la parte trasera, en el primer piso, y da al aparcamiento. Consta de un dormitorio, un baño, una pequeña cocina y una sala-comedor. Mi cuarto de baño parece salido de la serie de televisión La familia Partridge y, como mi situación financiera deja mucho que desear, el mobiliario puede describirse como ecléctico, término que usaría un esnob para decir que nada hace juego con nada.

La señora Bestler, que vive en el segundo piso, se hallaba en mi pasillo cuando salí del ascensor. La señora Bestler contaba ochenta y tres años y no dormía bien de noche, por lo que caminaba por los corredores.

– Hola, señora Bestler. ¿Cómo le va?

– No sirve de nada quejarse. Parece que has estado trabajando esta noche. ¿Has pillado algún criminal?

– No. Esta noche, no.

– Qué pena.

– Siempre queda mañana.

Abrí la puerta de mi apartamento y entré.

Rex, mi hámster, corría frenéticamente en su rueda. Lo saludé con un golpecito en la jaula y él se detuvo por un instante, movió el bigote, y una expresión de alerta apareció en sus grandes y brillantes ojos negros.

– Hola, Rex.

Rex no dijo nada. No sólo es pequeño, sino también silencioso.

Dejé caer mi bolso sobre la encimera de la cocina y saqué una cuchara del cajón de los cubiertos. Abrí una caja de helado y mientras comía escuché los mensajes en mi contestador automático.

Todos eran de mi madre. Al día siguiente prepararía pollo asado y yo tenía que ir a cenar a su casa. No debía retrasarme, porque el cuñado de Betty Szajack había muerto y la abuela Mazur quería llegar al velatorio a las siete.

La abuela Mazur lee las necrológicas como si fuesen la sección de ocio del periódico. Otros barrios cuentan con clubes y fraternidades, en el que viven mis padres hay funerarias. Si la gente dejara de morir, la vida social del barrio se detendría por completo.

Acabé el helado y metí la cuchara en el lavaplatos. Le di a Rex un poco de alimento para hámster y un grano de uva, y me fui a dormir.

Al despertar, la lluvia tamborileaba sobre la ventana de mi dormitorio y la anticuada escalera de incendios de hierro forjado que hace las veces de balcón. Por la noche, cuando estoy cómodamente acostada, el sonido de la lluvia me encanta. Por la mañana ocurre todo lo contrario.

Tenía que acosar a Julia Cenetta un poco más. Y debía investigar el coche que la había recogido la noche anterior. El teléfono sonó y cogí automáticamente el teléfono móvil sobre la mesita de noche, pensando que era muy temprano para recibir una llamada. Según el reloj digital eran las siete y cuarto.

Era Eddie Gazzara, mi amigo el poli.

– Buenos días. Es hora de ir a trabajar.

– ¿Se trata de una llamada de cortesía?

Gazzara y yo crecimos juntos, y ahora está casado con mi prima Shirley.

– Es una llamada informativa, y no fui yo quien la hizo. ¿Todavía estás buscando a Kenny Mancuso?

– Sí.

– El encargado de la gasolinera al que disparó en la rodilla murió esta mañana.

– ¿Qué pasó? -pregunté, irguiéndome en la cama.

– Otro disparo. Me lo contó Schmidty, que estaba de guardia cuando se recibió la llamada. Un cliente encontró al encargado, Moogey Bues, en la oficina de la gasolinera con un gran agujero en la cabeza.

– ¡Dios!

– Me ha parecido que podía interesarte. Quizá haya alguna relación y quizá no. Puede que Mancuso decidiera que no bastaba con disparar a su amigo en la rodilla y regresase para saltarle la tapa de los sesos.

– Te debo ésta.

– Nos vendría bien que hicieses de canguro el viernes próximo.

– No te debo tanto.

Eddie gruñó y colgó el auricular.

Me duché rápidamente, me sequé el cabello con el secador y me lo remetí bajo una gorra de los Rangers de Nueva York, con la visera hacia atrás. Llevaba téjanos Levis, de esos que tienen botones en lugar de cremallera, una camisa de franela roja sobre una camiseta negra y zapatos Doctor Martens en homenaje a la lluvia.

Tras una dura noche corriendo en su rueda, Rex dormía en su comedero, de modo que pasé frente a él de puntillas. Activé el contestador, cogí mi bolso y mi cazadora negra de cuero y cerré con llave al salir.

La gasolinera se encontraba en la calle Hamilton, no muy lejos de mi apartamento. De camino me detuve en un supermercado y compré un vaso grande de café y una caja de donuts cubiertos de chocolate. En mi opinión, si no tienes más remedio que respirar el aire de Nueva Jersey no tiene sentido ingerir siempre comida sana.

Había muchos polis y coches patrulla en la gasolinera; en el patio trasero, cerca de la puerta de la oficina, había una ambulancia. La lluvia había menguado hasta convertirse en llovizna. Aparqué a media manzana y me abrí paso entre los mirones, con mi café y mis donuts, buscando un rostro familiar.

La única cara conocida era la de Joe Morelli.

Me acerqué a él y le ofrecí un donut. Cogió uno y le dio un bocado de inmediato.

– ¿No has desayunado? -le pregunté.

– Me sacaron de la cama por esto.

– Creí que trabajabas con la brigada antivicio.

– Sí. Walt Becker está encargado de esto. Sabía que buscaba a Kenny y pensó que querría participar.

Ambos dimos cuenta de nuestro donut.

– Bien, ¿y qué pasó? -inquirí.

Un fotógrafo de la policía hacía su tarea en la oficina de la gasolinera. Dos enfermeros aguardaban para meter el cuerpo en una bolsa e irse.

Morelli observó todo aquello a través de la ventana.

– El médico forense calcula que la muerte ocurrió hacia las seis y media. Eso debe de ser cuando la víctima estaba abriendo. Al parecer alguien entró, tan campante, y le disparó. Tres tiros en la cara, de cerca. No hay indicios de robo. El cajón del dinero está intacto. Todavía no hay testigos.

– ¿Una ejecución?

– Eso parece.

– ¿Se hacían apuestas ilegales en esta gasolinera? ¿Tráfico de drogas?

– No que yo sepa.

– Tal vez fue algo personal. Tal vez estuviera tirándose a la esposa de alguien. Tal vez debiese dinero.

– Tal vez.

– Puede que Kenny volviera para silenciarlo.

– Puede -dijo Morelli sin mover un músculo.

– ¿Crees que Kenny haría algo así?

Se encogió de hombros.

– Es difícil saber qué sería capaz de hacer Kenny.

– ¿Has investigado el número de la matrícula del coche de anoche?

– Sí. Pertenece a mi primo Leo.

Enarqué una ceja.

– Es una familia larga -dijo-. Ya no me llevo bien con ellos.

– ¿Vas a hablar con Leo?

– En cuanto salga de aquí.

Tomé un sorbo del humeante café y observé que Morelli miraba fijamente la taza.

– Apuesto a que te gustaría un poco de café caliente.

– Mataría por ello.

– Te daré un poco si me dejas acompañarte cuando hables con Leo.

– Hecho.

Tomé un último sorbo y le entregué la taza.

– ¿Has ido a ver a Julia? -pregunté.

– Pasé por delante de su casa. Las luces estaban apagadas. No vi el coche. Podemos hablar con ella después de hablar con Leo.