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– Según Julia, Kenny tenía miedo porque alguien lo buscaba.

– ¿El padre de Leo?

– No estás tomándote esto en serio -se quejó Morelli.

– Me lo estoy tomando muy en serio. Ocurre, sencillamente, que no tengo muchas respuestas, y no veo que estés compartiendo tus pensamientos conmigo. Por ejemplo, ¿quién crees que anda buscando a Kenny?

– Cuando a Kenny y a Moogey los interrogaron acerca del tiroteo, ambos dijeron que fue por razones personales y se negaron a hablar de ello. Puede que estuvieran metidos en un negocio sucio.

– ¿Y qué?

– Y nada más. Eso creo.

Lo miré fijamente por un instante, tratando de decidir si me ocultaba algo. Era probable, pero no había manera de saberlo con certeza.

– De acuerdo. -Suspiré-. Tengo una lista de amigos de Kenny. Voy a investigarlos. -¿Dónde has conseguido esa lista?

– Información privilegiada.

– Allanaste su apartamento y robaste su libreta negra -dijo Morelli, con expresión de sentirse ofendido.

– No la robé. La copié.

– No quiero saberlo. -Echó un vistazo a mi bolso-. No llevas un arma oculta, ¿verdad?

– ¿Quién, yo?

– Mierda. Tengo que estar loco para trabajar contigo.

– ¡Fue idea tuya!

– ¿Quieres que te ayude con la lista?

– No -respondí. Habría sido como regalar un billete de lotería a un vecino y que ganara el gordo.

Morelli se detuvo detrás de mi jeep.

– Tengo que decirte algo antes de que te vayas.

– ¿Sí?

– Odio esos zapatos que llevas.

– ¿Algo más?

– Siento lo de tu llanta anoche.

Seguro que lo sentía.

A las cinco de la tarde tenía frío y estaba empapada, pero había terminado con la lista. Había combinado llamadas telefónicas con interrogatorios personales, y había sacado muy poco en claro. La mayoría era gente del barrio y conocía a Kenny de toda la vida. Nadie reconoció haber tenido contacto con él después de su detención, y yo no tenía por qué creer que mentían. Nadie sabía que Kenny y Moogey estuviesen metidos en negocios o tuvieran problemas personales. Varias personas hablaron del carácter inestable de Kenny y de su mentalidad oportunista. Eran comentarios interesantes, pero demasiado generales para que fuesen de utilidad. En algunas conversaciones hubo largas pausas que hicieron que me sintiese incómoda y me preguntase qué me ocultaban.

Como último esfuerzo del día había decidido registrar de nuevo el apartamento de Kenny. Dos días antes el encargado, creyendo sin duda que yo era una especie de representante de la ley, me había dejado entrar. Cogí subrepticiamente unas llaves de recambio mientras admiraba la cocina, y ahora podía entrar a hurtadillas cuando me apeteciera. No era demasiado legal, pero si me pillaban sólo supondría una pequeña molestia.

Kenny vivía cerca de la carretera 1 en un gran edificio de apartamentos llamado El Robledal. Como allí no se veía ningún roble, supuse que los habían talado para levantar el bloque de tres pisos que anunciaban como viviendas de lujo al alcance de todos.

Aparqué en un espacio libre y entrecerré los ojos para ver la entrada iluminada a través de la oscuridad y la lluvia. Esperé un momento, mientras una pareja bajaba de un salto de su coche y entraba corriendo en el edificio. Saqué del bolso de cuero negro las llaves de Kenny y mi pulverizador de gas nervioso y los metí en el bolsillo de mi chaqueta, y con la capucha de ésta me tapé el cabello húmedo. Bajé del jeep y sentí que el frío se filtraba a través de mis téjanos mojados. ¡Menudo veranillo de San Martín!

Crucé el vestíbulo con la cabeza gacha y todavía tapada con la capucha. Tuve suerte: el ascensor estaba vacío. Subí al segundo piso y recorrí apresuradamente el pasillo hasta el número 302. Agucé el oído. Nada. Llamé a la puerta. Volví a llamar. Nada. Metí la llave en la cerradura y, tratando de dominar los nervios, entré rápidamente y encendí las luces de inmediato. El apartamento parecía vacío. Eché un vistazo a todas la habitaciones y decidí que Kenny no había estado allí desde mi última visita. Comprobé su contestador. No había mensajes.

Antes de abandonar el apartamento, apliqué el oído a la puerta. Silencio. Apagué las luces, respiré hondo y salí. Resoplé, aliviada de haber terminado y de que nadie me hubiese visto.

Al llegar al vestíbulo me dirigí directamente hacia los buzones y examiné el de Kenny. Estaba repleto de correo; quizá me ayudase a encontrar a Kenny. Por desgracia, fisgar en el correo ajeno es un delito federal, y ya no digamos robarlo. Estaría mal, pensé. El correo es sagrado. Sí, pero, un momento, ¡tenía una llave! ¿Acaso no me daba eso derecho? Apreté la nariz contra la apertura y miré dentro. La factura de la compañía telefónica. No podía resistir la tentación. Demencia pasajera. Sí, señor, decidí que era presa de un ataque de demencia pasajera.

Tomé aire, metí la llave en la diminuta cerradura, abrí el buzón, cogí el correo y lo guardé en mi bolso negro. Cerré la pequeña puerta y me marché. Estaba sudando, quería llegar a mi coche antes de recuperar la cordura.

2

Me senté al volante, aterida, cerré las portezuelas con seguro y miré furtivamente alrededor por si alguien me había visto cometer un delito federal. Apretaba el bolso contra el pecho y unos puntitos negros bailaban delante de mis ojos. De acuerdo, no era la más fría de las cazadoras de recompensas, pero tampoco la peor.

Metí la llave en el encendido, arranqué el motor y salí del aparcamiento. Puse en el radiocasete una cinta de Aerosmith y subí el volumen al llegar a la carretera 1. Estaba oscuro, llovía y la visibilidad era mala, pero me encontraba en Nueva Jersey y los de aquí no reducimos la velocidad por nada. Frente a mí se encendieron las luces de frenado de otros coches, pisé el freno y el jeep se detuvo coleando. El semáforo se puso en verde y todos arrancamos pisando el acelerador a fondo. Crucé dos carriles para dirigirme hacia la salida y llegué antes que un Beemer, cuyo conductor hizo sonar el claxon y me miró con furia.

Respondí con un gesto burlón e hice un comentario acerca de su madre. Nacer en Trenton supone cierta responsabilidad en esas circunstancias.

El tráfico avanzó a paso de tortuga por las calles de la ciudad y sentí alivio al cruzar por fin las vías del tren y percibir que el barrio se aproximaba y me absorbía. Llegué a la calle Hamilton y un devastador sentimiento de culpabilidad cayó sobre mí.

Cuando aparqué junto al bordillo, mi madre se hallaba observándome a través de la puerta mosquitera.

– Llegas tarde.

– ¡Dos minutos!

– He oído sirenas. No te habrá retrasado un accidente, ¿verdad?

– No, no me ha retrasado ningún accidente. He estado trabajando.

– Deberías conseguirte un trabajo de verdad. Algo fijo con horario normal. Tu prima Marjorie ha conseguido un buen puesto de secretaria en J amp; J. Me han dicho que gana mucho dinero.

La abuela Mazur estaba en el vestíbulo. Vivía con mis padres, ahora que el abuelo Mazur engullía en el más allá su acostumbrado desayuno de dos huevos y un cuarto kilo de beicon.

– Más vale que nos pongamos a cenar, si queremos ir al velatorio -dijo-. Sabes que me gusta llegar temprano, para conseguir un buen asiento. Y hoy irán los Caballeros de Colón, ya sabes, esa organización de beneficencia. Habrá una multitud. -Se alisó el vestido-. ¿Qué te parece este vestido? ¿Crees que es demasiado vistoso?

La abuela Mazur tenía setenta y dos años pero sólo aparentaba noventa. La quería mucho, pero en ropa interior parecía una gallina flaca. El vestido, entallado en la cintura, era de un rojo chillón con deslumbrantes botones dorados. -Es perfecto -contesté. Sobre todo para asistir a un velatorio, pensé. Mi madre llevó un cuenco de puré de patatas a la mesa.

– Ven a comer -me ordenó-, antes de que esto se enfríe.

– Bueno, ¿y qué has hecho hoy? -preguntó la abuela Mazur-. ¿Has tenido que pegarle una paliza a alguien?