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La abuela Mazur se había formado de los agentes de recuperación una imagen de película de vaqueros, e imaginaba que entrábamos en las casas disparando contra todo lo que se movía. La realidad era que yo pasaba casi todo el día obligando a unos pobres tontos a subir a mi coche y conduciéndolos a la comisaría de policía, donde, tras fijar una nueva fecha para el juicio, los dejaban otra vez en libertad. Entregaba a muchos conductores en estado de ebriedad y alteradores del orden público y, ocasionalmente, un ratero o un ladrón de coches. Vinnie me había encargado el caso de Kenny Mancuso porque al principio parecía muy sencillo. Era su primer delito y pertenecía a una familia respetable del barrio. Además, Vinnie sabía que Ranger me echaría una mano.

Aparqué delante de la tienda de ultramarinos de Fiorello. Pedí a éste que me preparara un bocadillo de atún y me dirigí hacia la oficina de Vinnie, que estaba al lado.

Connie alzó la mirada de un escritorio que parecía puesto adrede para obstaculizar la entrada al despacho de Vinnie. Se había hecho la permanente y una especie de nido de ratas le enmarcaba el rostro. Era un par de años mayor que yo y unos diez centímetros más baja, pesaba catorce kilos más y, como yo, tras un divorcio desalentador usaba su apellido de soltera. El suyo era Rosolli, apellido que la gente del barrio evitaba desde que su tío Jimmy se echó un polvo. Jimmy ya tenía noventa y dos años y no podría encontrarse la polla ni aunque brillara en la oscuridad, y, sin embargo, se echó un polvo.

– Hola. ¿Qué tal te va? -me preguntó.

– Es una pregunta difícil de contestar. ¿Tienes el expediente de la vagabunda?

Connie me entregó varios formularios grapados.

– Eula Rothridge. La encontrarás en la estación de ferrocarril.

Hojeé el expediente.

– ¿No hay foto?

– No la necesitas. Estará sentada en el banco más cercano al aparcamiento, tomando el sol.

– ¿Alguna sugerencia?

– Trata de no deprimirte.

Hice una mueca y me marché.

Trenton era un lugar ideal para la industria y el comercio por estar situado a orillas del río Delaware. Con los años, el Delaware fue perdiendo importancia como vía fluvial, y eso supuso la decadencia de Trenton, que quedó perdido en medio de un nudo de autopistas estatales. Sin embargo, recientemente se había instalado en él un club de béisbol de segunda división, de modo que todos confiábamos en obtener pronto fama y fortuna.

El gueto se había apoderado lentamente de los alrededores de la estación, así es que resultaba casi imposible llegar sin pasar por calles flanqueadas de deprimentes casitas adosadas habitadas por personas crónicamente deprimidas. En verano, los barrios se impregnaban de sudor y descarada agresividad. Cuando la temperatura descendía, el carácter de la gente se tornaba sombrío y la animosidad se ocultaba detrás de las paredes.

Conduje por esas calles con las portezuelas y las ventanillas bien cerradas. Lo hacía más por costumbre que por un deseo consciente de protegerme, puesto que cualquiera que tuviese a mano un mondador de patatas podía rajar la capota de lona.

La estación de ferrocarril de Trenton es pequeña y no especialmente memorable. Al frente hay una entrada para coches, donde la gente se baja de los taxis, éstas esperan y un poli monta guardia. Varios bancos la bordean.

Eula se hallaba sentada en el banco más alejado. Vestía varios abrigos de invierno, un gorro de lana morado y zapatillas de deporte. Su rostro estaba surcado de arrugas; del gorro salían algunos mechones desiguales de cabello gris. Sus piernas parecían salchichas de tan hinchadas, y las tenía cómodamente abiertas, dejando a la vista cosas que más valía no ver.

Detuve el jeep delante de ella, en una zona donde estaba prohibido aparcar, y el poli me dirigió una mirada de advertencia.

Agité los formularios de la fianza.

– Tardaré sólo un minuto -dije-. He venido a llevar a Eula al juzgado.

Por la expresión de su rostro supuse que me deseaba buena suerte, y volvió a sumirse en sus pensamientos.

Eula se aclaró la garganta.

– No pienso ir a ningún juzgado.

– ¿Por qué?

– Hay sol. Necesito mi vitamina D.

– Le compraré un litro de leche. La leche tiene mucha vitamina D.

– ¿Qué más vas a comprarme? ¿Un bocadillo?

Saqué de mi bolso el bocadillo de atún.

– Iba a comérmelo, pero se lo regalo.

– ¿De qué es?

– De atún. Lo compré en la tienda de Fiorello.

– Fiorello prepara buenos bocadillos. ¿Has comprado pepinillos también?

– Sí, he comprado pepinillos.

– No sé… ¿Qué será de mis cosas?

Detrás de ella había un carrito de supermercado. En él había metido dos bolsas de basura negras, llenas de quién sabe qué.

– Las guardaremos en la consigna de la estación.

– ¿Quién va a pagar? Tengo ingresos fijos, ¿sabes?

– Yo pagaré.

– Tendrás que cargar con mis cosas. Soy coja.

Miré al poli, que sacudía la cabeza y sonreía.

– ¿Quiere algo de esas bolsas antes de que las guarde? -pregunté a la anciana.

– No. Tengo todo lo que necesito.

– Y cuando guarde todas sus posesiones, le compre la leche y le dé el bocadillo, vendrá conmigo, ¿verdad?

– Verdad.

Arrastré las bolsas escaleras arriba y pasillo abajo, y le di una propina a un mozo de cuerda para que me ayudase a meter los malditos trastos en las taquillas. Una bolsa por taquilla. Metí un puñado de monedas de veinticinco centavos en éstas, cogí las llaves y me apoyé contra la pared para recuperar el aliento. Me dije que debería encontrar tiempo para ejercitar los músculos de mis brazos en el gimnasio. Salí de la estación, entré en el McDonald's y compré un litro de leche desnatada. Regresé a la entrada de la estación y busqué a Eula. Se había ido. El poli también. Y en el parabrisas de mi jeep había una multa.

Me dirigí hacia el primer taxi de la fila y pregunté al conductor:

– ¿Adonde ha ido Eula?

– No lo sé. Cogió un taxi.

– ¿Tenía dinero para un taxi?

– Claro. Le va bastante bien aquí.

– ¿Sabe dónde vive?

– Vive en ese banco. El último a la derecha.

Fantástico. Me metí en mi coche y di una vuelta en U para entrar en el pequeño solar con parquímetros. Esperé a que alguien dejase un espacio libre, estacioné, comí mi bocadillo, bebí la leche y aguardé con los brazos cruzados.

Dos horas más tarde, un taxi se detuvo y Eula bajó de él. Se encaminó andando hacia su banco y se sentó; por su actitud era obvio que lo consideraba de su propiedad. Salí del aparcamiento y me detuve junto al bordillo, frente a ella. Sonreí.

Ella sonrió.

Me apeé y me acerqué a ella.

– ¿Se acuerda de mí?

– Sí. Te largaste con mis cosas.

– Las metí en la consigna.

– Has tardado mucho.

Fui un bebé prematuro, nací un mes antes de que me tocara hacerlo y nunca he aprendido el valor de la paciencia.

– ¿Ve estas dos llaves? Sus cosas están en las taquillas y sólo pueden abrirse con estas -llaves. O viene conmigo o arrojaré las llaves en un retrete.

– Eso sería hacerle una maldad a una pobre vieja.

Me contuve para no gruñir.

– De acuerdo. -Se levantó con dificultad-. Supongo que más vale que te acompañe. De todos modos, ya no hay tanto sol.

La comisaría de Trenton es un edificio cuadrado de tres plantas. Un bloque hermano, contiguo a éste, alberga los juzgados y las oficinas relacionadas con éstos. A los lados de aquel complejo se extiende el gueto. Muy conveniente, pues así los policías no tienen que ir muy lejos en busca de delincuentes y criminales.

Aparqué en el solar que había al lado de la comisaría, crucé el vestíbulo y le entregué a Eula al poli de la recepción. Si hubiese sido después de las horas normales de trabajo, o en lugar de una anciana vagabunda se hubiera tratado de un fugitivo incordiante, habría aparcado delante de la entrada trasera y se lo habría entregado al oficial de guardia. Pero con Eula nada de eso era necesario, así que la ayudé a sentarse mientras intentaba averiguar si el juez que le había fijado la fianza se encontraba a esas horas allí. No estaba, y no me quedó más remedio que conducirla hasta donde se encontraba el teniente del registro para que la detuviera.