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Catalina rió entre dientes.

– ¿No era el chico más guapo que has visto jamás?

– Prácticamente eres una mujer casada.

– ¡Sí! -la risa de la joven desapareció-. Y cuando tienen lugar todas estas maravillosas cosas navideñas, Sebastián quiere que vea una gran obra de teatro. ¿Por qué no una comedia o una pantomima? No, tiene que ser algo serio como Julio César.

Sería imposible transmitir la carga de desprecio y disgusto que puso en las dos últimas palabras. Maggie suspiró con simpatía.

Después de estallar, Catalina ahogó sus penas con unas pastas de crema bañadas en chocolate.

– Y siempre está Isabel -continuó-, que no para de espiarme.

– Eso no es justo -protestó Maggie-. Es amable y te tiene mucho cariño.

– Y yo a ella, pero también me alegro de que esta noche pudiéramos salir solas. Sus intenciones son buenas, pero es la pariente pobre de Sebastián, y se cree Dios. Siempre está diciendo: «La mujer de Sebastián no haría esto; la mujer de Sebastián siempre haría aquello». Un día le contestaré: «Entonces que lo haga la mujer de Sebastián, pero yo voy a hacer otra cosa».

– Bien. Dile a él que cancelas la boda.

– ¡Ojalá me atreviera! Oh, Maggie, me gustaría ser como tú. Tú tuviste el coraje de seguir tu corazón y casarte con el hombre al que amabas.

– Olvida eso -se apresuró a decir Maggie. La curiosidad de Catalina acerca de su matrimonio la ponía tensa y nerviosa-. Aún tenemos tiempo para ver un espectáculo -cambió de tema.

– Oh, sí, tenemos que ir a alguna parte, o nos habremos arreglado para nada -convino Catalina con pasión.

Aprovechaba cualquier excusa para ponerse su ropa más bonita, de modo que incluso para una salida con su acompañante iba de punta en blanco. El vestido largo hasta los tobillos, de un azul pavo real, se veía glorioso con su tez. Los diamantes, quizá, eran demasiado para una joven, pero sabía que estaba hermosa y era feliz.

Maggie habría preferido vestirse con más contención, pero a Catalina eso le parecía un horror. Había insistido en que fueran de compras y, con ojo infalible, había guiado a Maggie hasta un vestido de cóctel de seda negra que se ceñía a sus curvas femeninas.

– Tiene un escote un poco bajo -había dicho con cierto titubeo.

– ¿Y qué? Tu pecho es magnífico; deberías exhibirlo -había aseverado Catalina.

Hasta Maggie podía ver que el vestido había sido hecho para ella, lo que la impulsó a comprarlo, complementándolo con un chal negro también de seda con el que podía cubrirse los hombros. En ese momento llevaba el chal, y aun así deseaba que el vestido fuera un poco más discreto.

– ¿Qué elegimos? -preguntó en ese momento.

– ¿En tu casa o en la mía? -aportó Catalina en el acto-. He querido verla desde que leí que era muy grosera y explícita.

– El tipo de espectáculo que la mujer de don Sebastián no debería ver -bromeó Maggie.

– No, es verdad -coincidió Catalina con alegría-. Así que vayamos de inmediato.

Isabel giró su cuerpo pesado en la cama, tratando de no hacer caso al insistente dolor en el costado. Se preguntó cuándo regresarían Maggie y Catalina, pero un vistazo al reloj le indicó que se habían marchado hacía apenas una hora.

Un ruido súbito hizo que se pusiera rígida. Procedía del otro lado de la puerta del dormitorio, donde la lujosa suite tenía el amplio salón que compartía con Catalina. Alguien había entrado con sigilo.

Hizo acopio de valor y se levantó de la cama, buscó el bolso, introdujo un cenicero pesado en él y avanzó de puntillas hasta la puerta. Entonces, con un movimiento brusco, la abrió y lanzó el bolso contra el intruso.

Al siguiente instante su brazo quedó inmovilizado por una mano férrea y se encontró con la asombrada cara de Sebastián de Santiago.

– ¡Santa madre de Dios! -gimió-. ¿Qué he hecho?

– Has estado a punto de arrancarme la cabeza -comentó con ironía él, metiendo la mano en el bolso para sacar el cenicero.

– Perdóname. Pensé que era un ladrón.

La expresión habitual de severidad y arrogancia en la cara de Sebastián se suavizó.

– Soy yo quien debería disculparse por entrar sin avisar -corrigió con cortesía-. Tendría que haber llamado, pero al saber que era la noche de Julio César, di por sentado que la suite estaría vacía y convencí a Recepción para que me diera una llave -la observó preocupado-. ¿Te encuentras indispuesta?

– Un poco. No es nada, pero preferí no salir, y sabía que podía confiar a Catalina a la señora Cortez.

– Ah, sí, la mencionaste en tus cartas. Una mujer inglesa respetable, profesora de idiomas.

– Y viuda de un español -manifestó Isabel con presteza-. Una persona muy culta y fiable, con un aspecto maduro y los mayores principios -por temor a que se cuestionara sus deberes de acompañante, continuó alabando las virtudes de Maggie hasta que Santiago la interrumpió con gentileza.

– No deseo mantenerte levantada. Solo dime cómo puedo encontrarlas.

Isabel sacó la entrada del bolso.

– Estarán sentadas aquí.

La guió con amabilidad hasta la puerta de su dormitorio, le deseó un descanso reparador y se marchó. Quince minutos más tarde llegó al teatro, justo en el primer descanso de la obra. En vez de perder el tiempo buscando entre la multitud, se dirigió al asiento numerado de su entrada y esperó que Catalina y su acompañante se reunieran con él.

¿En tu casa o en la mía? solo resultó levemente atrevida, pero para una joven de un entorno protegido, pareció deliciosamente osada. Al terminar, se dirigieron a un restaurante próximo, mientras Catalina recordaba feliz algunas melodías y bromas del espectáculo.

– Sebastián se enfadaría si supiera dónde he estado esta noche -comentó contenta mientras esperaban la cena.

– No imagino por qué aceptaste casarte con él si tanto te desagrada.

– Tenía dieciséis años. ¿Qué sabía? Maggie, cuando estudias en un internado de monjas, donde te dicen «No hagas esto; no hagas aquello», aceptarías cualquier cosa para salir. Y de pronto aparece ese viejo… de acuerdo, de acuerdo, de mediana edad, amigo de tu padre y que también es un primo lejano, cuarto o quinto, no recuerdo. Pero Sebastián es el cabeza de familia, de modo que al morir tu padre ese hombre se convierte en tu tutor y te dice que ha decidido que serías una esposa apropiada.

– ¿Él lo decidió?

– Es un hombre firme. Es su manera de ser.

– ¿Y qué hay de lo que tú quieres?

– Dice que soy demasiado joven para saberlo.

– ¡Dame paciencia! -exclamó Maggie, apelando al cielo.

– De cualquier modo, respondes que sí, porque si no sales de ese internado te va a dar un ataque de locura -explicó, añadiendo con un suspiro-, pero descubres que él es mucho peor que las monjas. Una chica debería de ir a su boda con alegría, llena de adoración por su… ¿Cómo puedo adorar a Sebastián?

– Como no lo conozco, no sé si es adorable o no -respondió.

– No lo es -aseveró Catalina-. Es un grande de España, un aristócrata. Es orgulloso, intenso, arrogante, autoritario. Lo exige todo y no perdona nada. Cree que lo único que importa es el honor, el suyo y el de su familia. Es impresionante. Pero, ¿adorable? ¡No!

– Bueno, la adoración está bien para el día de la boda -observó Maggie-. Sin embargo, un matrimonio ha de cimentarse en la realidad -llenó sus copas con el vino blanco suave que había pedido.

– ¿En qué piensas? -preguntó Catalina, mirándola con curiosidad.

– Yo… en nada. ¿Por qué?

– De pronto tu cara ha adoptado una expresión extraña, como si pudieras ver algo muy lejano que no está al alcance de nadie más. ¡Oh, no! -compungida, se llevó la mano a la boca-. Te he hecho recordar a tu propio marido, y eso te entristece porque falleció. Perdóname.