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– Yo tampoco. Sólo hace una semana que me ofrecieron este reportaje. Me pareció fabuloso y Doug y su novia accedieron a cuidar de los niños.

– ¿Ambos?

Paul se sorprendió.

– ¿Cuánto hace que te dedicas a los puentes aéreos?

En el campamento todos comentaban que Paul y sus amigos llevaban a cabo un trabajo extraordinario. El magnate era el coodinador, el piloto jefe y el que asumía la mayor parte de los gastos.

– Desde marzo – repuso con modestia -. Regresé al velero pero enseguida supe que no podía pasar así el resto de mi vida.

– ¿Dónde lo has dejado?

– En Cap d'Antibes. Si realmente consigo poner en marcha los puentes aéreos y otro piloto se encarga de hacer los trayectos, el verano que viene regresaré al velero. Si no lo consigo me quedaré aquí. – La vida en África era muy dura, y la labor de Paul resultaba encomiable -. Te prometo que haré lo que pueda para mantenerme alejado de ti. Esta semana llevaremos a cabo un par de transportes. No puedo hacer nada más. Aquí me necesitan… tanto como a ti.

La atención de la prensa internacional era imprescindible para la supervivencia del proyecto y para recaudar fondos. Ambos eran muy importantes y no podían marcharse.

– Todo se resolverá – aseguró ella. Debían encontrar la manera de que funcionara. Lo miró apenada. Durante seis meses Paul le había alimentado todas las expectativas del mundo y luego se las había arrebatado. Ahora debía crearlas por sí misma -. Tal vez te parezca una locura (hasta cierto punto lo es), pero quizá podríamos ser amigos. – Sabía que Paul no lo deseaba, ya que lo había dejado muy claro -. Así empezó todo. Supongo que así tendría que terminar. Probablemente por eso nos hemos encontrado, como si un poder superior hubiera decidido ponerme frente a frente para enmendar los errores.

– No tienes nada que enmendar – precisó él con ecuanimidad -. Nunca me has hecho nada malo.

– Pero te asusté. Es suficiente. Intenté seducirte para que hicieras algo que no querías.

Sabían que no era cierto. Paul le había dicho que la amaba, había abierto la puerta invitándola a pasar. Pero al cabo de pocos días la echó, cerró de un portazo y la abandonó.

– Tú no me asustaste, fui yo el que se asustó. También fui el que te hizo daño. Espero que no lo olvides. Si alguien debe sentirse culpable soy yo.

Sus palabras eran incuestionables, pero a India le parecía más sencillo olvidarlo. En Ruanda no había espacio para lo que todavía sentía por él ni para pensar en el sufrimiento que le había causado.

– Mucho antes de regresar me dijiste que no querías ser la luz al final del túnel. Y no lo eres. Me lo advertiste muy claramente.

India recordó esas palabras pronunciadas mientras ella estaba en una gélida cabina y que le habían parecido más frías que el aire que la rodeaba. Lo único que la confundió fue que en marzo Paul cambiase de idea. Pero el viraje sólo duró unos días. Aquel fugaz instante fue una aberración, un ueño frustrado, una etapa que no volvería a repetirse. Sabía que ahora debía descubrir por sí misma sus expectativas. Y Paul tenía que hacer lo propio. Ya no podía ofrecérselas ella, él no las quería. Solo le interesaban los recuerdos de Serena, su dependencia del pasado y los fantasmas que lo rodeaban. Ya no necesitaba a India.

– Tenemos que olvidar lo ocurrido – dijo ella -. Este encuentro es como una prueba y debemos hacer frente al desafío. Sonrió con tristeza, se incorporó y le acarició la mano. Paul volvió a ser presa de la confusión, aunque captó la sensatez de la propuesta -. ¿Podemos ser amigos? – preguntó ella.

– No sé si podré – reconoció Paul, ya que incluso le costaba estar cerca de India.

– No hay otra solución, al menos durante tres semanas.

India había elegido el camino más difícil. Paul había preferido cerrarle la puerta en las narices, dejar de llamarla y pedirle que no telefonease. India no tenía intención de volver a llamarlo pero, costara lo que costase, durante tres semanas sería su amiga. Le tendió la mano para que la estrechase, pero Paul permaneció con las suyas en los bolsillos.

– Veré qué puedo hacer – dijo; se levantó y se alejó.

No estaba enfadado con India, pero se sentía fatal y al verla su malestar se había agudizado. Muy a su pesar tuvo que reconocer que la añoraba desesperadamente. Al encontrarla se habían reabierto las viejas heridas. Él aún pertenecía a Serena, pero admitió que la propuesta de India desprendía una gran dosis de sabiduría y generosidad. Tenía que asimilar la idea y aceptarla o rechazarla. India sabía qué sentía por él y, puesto que ya no podían ser amantes, de momento estaba dispuesta a ser su amiga.

Cuando regresaban a las tiendas Ian le preguntó:

– ¿Sois enemigos jurados?

– Más o menos – respondió India. Esa explicación resultaba más convincente que reconocer que durante unos días habían sido amantes -. Lo superaremos. Este sitio es ideal para poner el pasado en perspectiva.

Solo volvió a pensar en Paul cuando se metió en el saco de dormir y se tumbó en el estrecho catre que amenazaba con desplomarse cada vez que se movía. Durante la jornada había tomado muchas fotos y hecho acopio de un gran caudal de información, pero ahora sólo era capaz de pensar en que Paul ni siquiera la quería como amiga. No estaba dispuesto a regalarle esas migajas. Tenía que sumar este golpe a los demás. India sintió que había cumplido con lo que le correspondía pese al precio que le costaba. Las ganas de llorar la asaltaban cada vez que lo miraba o le dirigía la palabra. Al final se quebró en llanto doloroso.

Por la mañana Paul se desplazó a Kinshasa, donde permaneció dos días. India estuvo más tranquila sin él en el campamento y se concentró en su trabajo. Visitó a los niños enfermos, los fotografió y habló con los húerfanos. Vio que los médicos trataban a los leprosos con los medicamentos que Paul había pagado y transportado en avión. Su actitud serena y tranquila pareció influir en la gente del campamento. Y ella consiguió captar hasta lo más profundo de sus almas a través del objetivo. Cuando Paul regresó, India se había hecho amiga de muchas personas y parecía encontrarse mejor.

El viernes por la noche las enfermeras organizaron una fiesta. Invitaron a todos los del campamento pero la fotógrafa optó por no asistir porque tenía la certeza de que Paul acudiría. Ella le había ofrecido su amistad y él la había rechazado. No tenía ganas de verlo y, puesto que de momento el campamento era su hogar, lo único que le faltaba era acudir a una fiesta en la que él también estaría. Al fin y al cabo, sólo pasaría tres semanas en Ruanda y le pareció más sensato quedarse en la tienda.

Leía tranquilamente a la luz de la linterna, con un codo apoyado en el catre y el pelo recogido por el calor, cuando oyó un ligero aleteo y un sonido súbito en el exterior de la tienda. Se asustó. Estaba segura de que era un animal, quizá una serpiente. Apuntó hacia fuera con la linterna, dispuesta a gritar si se trataba de un animal peligroso, pero solo vio el rostro de Paul.

– ¡Uf! – exclamó -. Menudo susto.

Él bizqueó; el haz de luz lo había cegado.

– ¿Te he asustado?

Paul se protegió los ojos con el brazo e India bajó la linterna.

– Sí, te confundí con una serpiente.

– Es lo que soy. ¿Por qué no has venido a la fiesta?

– Porque estoy cansada.

– No es cierto. Tú nunca te cansas.

Paul la conocía demasiado bien e India temió que descubriese lo que había en el fondo de su corazón. Durante mucho tiempo le había confiado sus intimidades: sabía qué sentía, qué opinaba y cómo funcionaba.

– Estoy cansada y tengo que terminar de leer varios informes.

– Dijiste que podíamos ser amigos. – Paul parecía desolado -. Me gustaría intentarlo.