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– Somos amigos.

Ambos eran conscientes de la falsedad de esa afirmación.

– No es cierto, no somos amigos. Cada uno da vueltas alrededor del otro como si fuera un animal herido. No es la actitud que adoptan los amigos – reconoció él.

Se apoyó en el poste que sustentaba la tienda y la miró con expresión atormentada.

– A veces no queda otra salida. A veces los amigos ponen al otro en peligro o lo enfurecen.

– India, lamento el daño que te he hecho declaró desesperado mientras la fotógrafa intentaba apartarlo de su corazón como habría espantado a un animal que se acercase a su tienda. Le resultó igualmente imposible -. No era mi intención… no quería… no pude evitarlo. Creo que estaba poseído.

– Lo sé y lo comprendo – dijo ella y cerró el libro. Se sentó en el catre -. No te preocupes.

Lo miró con pesar. Tuvo la sensación de que eran capaces de hacerse daño hasta lo indecible.

– Claro que me preocupo. Parecemos muertos. Mejor dicho, yo lo estoy. Nada me ha servido. Lo he intentado todo, salvo recurrir a un exorcista y a un practicante de vudú. Sigo siendo propiedad de Serena y siempre le perteneceré.

– Paul, ella nunca fue de tu propiedad y no te lo habría permitido. Tú tampoco le perteneces. Concédete un poco de tiempo y te recuperarás.

– Vamos a la fiesta. Si te apetece, ven como amiga. Me encantaría hablar contigo, echo de menos nuestras charlas – dijo con lágrimas en los ojos.

Invitarla a la fiesta era la mejor ofrenda de paz que se le ocurría.

– Yo también las añoro. – Durante seis meses se habían dado tanto que les costaba aceptar que ya no lo tenían ni volverían a tenerlo. India lo había asumido y no estaba dispuesta a retroceder -. Será mejor que no insistamos.

– ¿A qué te refieres? – Sonrió pesaroso -. Hace tiempo destrocé lo que teníamos. Podríamos dedicarnos a llorar sobre los restos. – Paul no dejaba de contemplarla y tuvo que obligarse a no pensar en lo que sentía cuando la besaba. En ese momento lo habría dado todo con tal de abrazarla, pero él no tenía nada que ofrecerle -. Venga, arréglate. Sólo tenemos tres semanas y estamos perdidos en medio de la selva. ¿Por qué te quedas en la tienda y lees a la luz de una linterna?

– Porque refuerza el carácter.

Sonrió y procuró no pensar en que Paul seguía tan apuesto como siempre. Estaba irresistible incluso a la luz de la linterna.

– Acabarás con glaucoma. Vámonos.

India tuvo la sensación de que Paul no se marcharía a menos que lo acompañara.

– No quiero – se obstinó.

– Me da igual. – Si se lo proponía, Paul podía ser muy testarudo. Parecían estar jugando una partida de pimpón -. Venga, mueve el trasero o tendré que llevarte a hombros.

India rió y supo que siempre lo amaría. Después ya lo olvidaría, pero lo que pasase en esas tres semanas le daba igual. Ya lo había perdido. ¿Por qué no disfrutar de su compañía? Durante dos meses había llorado su ausencia. No se trataba de un indulto, sino de una visita al pasado y a lo que podría haber sido.

Salió lentamente del saco de dormir. Paul vio que aún llevaba la camiseta y el tejano. India comprobó que en sus botas no había insectos ni serpientes, se las puso y lo miró a los ojos.

– De acuerdo. Durante tres semanas seremos colegas, pero después desaparecerás definitivamente de mi vida.

– Imaginaba que ya había desaparecido – repuso Paul, y se encaminaron hacia el hospital de campaña donde las enfermeras organizaban la fiesta.

– Tu numerito fue muy convincente – dijo India, y se cuidó de no rozarlo -. Para mí la escena de despedida en el Carlyle fue muy real.

– Para mí también.

El magnate la cogió de la mano para superar una roca. La noche era hermosa y estaban rodeados por los sonidos africanos típicos. Ruanda tiene vistas y olores específicos. Por todas partes había capullos en flor e India pensó que siempre recordaría su intensa fragancia, así como el olor a fuego y comida del campamento.

Se sumaron a la fiesta y Paul se acercó para hablar con unos amigos y dos pilotos. Se alegraba de haberla convencido de que saliera, pero no quería agobiarla. Se sentía en deuda con ella y, aunque compensarla era imposible, al menos podía mostrarse amistoso.

India habló largo rato con las enfermeras, recabó más información para el reportaje y fue una de las últimas personas en retirarse. Paul la vio alejarse y no intentó seguirla. Al parecer se había divertido. Aunque había bebido, Paul mantenía la compostura cuando regresó a la tienda que compartía con los demás pilotos. No disponían de ningún lujo. En Ruanda sólo contaban con lo básico, incluso menos que India cuando había estado en Costa Rica con el Cuerpo de Paz. De todos modos, le resultó reconfortante, aleccionador para el espíritu y muy conocido.

Al día siguiente India fotografió a los húerfanos que acababan de llegar. Intentó comunicarse con ellos con las cuatro palabras dialectales que había aprendido y los críos rieron. Se unió a sus carcajadas y poco a poco recuperó el sentido del humor. Pasó la semana muy ocupada. El domingo asistió a los oficios religiosos en la iglesia construida por los misioneros belgas. Por la tarde Ian la invitó a dar una vuelta en jeep por los alrededores para que tomase más fotos. No había visto a Paul en todo el día y el neozelandés le contó que había ido al mercado de Cyangugu. Por fin tenían un mínimo de espacio personal, lo que en el campamento era casi imposible. Durante la última semana se habían encontrado a cada momento en todas partes.

Por la mañana India se estaba vistiendo cuando oyó un curioso golpe en el poste de la tienda. Se asomó al tiempo que se subía la cremallera del tejano. Estaba descalza, que era lo que le habían aconsejado que no hiciera, y el pelo le enmarcaba el rostro como si fuera seda dorada. Se encontró cara a cara con Paul.

– Ponte los zapatos o acabarás con una picadura.

– Gracias por el consejo.

Era temprano e India no estaba de humor para hablar con nadie. Paul lo percibió en su expresión.

– ¿Quieres venir un par de horas a Bujumbura? Vamos a recoger provisiones. Si me acompañas podrás hacer unas fotos fantásticas.

Ella titubeó y lo miró. Paul tenía razón, sería positivo para su artículo. Claro que también significaba pasar mucho tiempo con él. No sabía qué prefería, tomar las fotos o librarse de su presencia. Al final eligió lo primero.

– Iré. ¿Cuándo salimos?

– Dentro de diez minutos.

Paul sonrió de oreja a oreja. Le gustaba el carácter de India incluso cuando era brusca, pues le recordaba a Serena. Su difunta esposa se enojaba por todo y habitualmente India no se comportaba así.

A India le afectaba estar tan próxima a él porque todavía le resultaba doloroso.

– Enseguida estoy lista. ¿Tengo tiempo de tomar un café?

– Esperaremos un par de minutos. Al fin y al cabo no se trata de un vuelo regular.

– Gracias. Nos veremos en el jeep.

– Nos veremos en el jeep – repitió Paul y se alejó cabizbajo.

India no consiguió imaginar en qué pensaba Paul. Probablemente en las provisiones que tenían que recoger. Guardó el equipo fotográfico en la bolsa que había pertenecido a su padre y se dirigió corriendo a la cocina. La comida era siempre igual; en este viaje no engordaría. Paul tampoco había ganado peso. Estaban más delgados, pero por motivos que nada tenían que ver con la alimentación.

India se sirvió una taza de café y la bebió deprisa; cogió un puñado de galletas y corrió al encuentro de Paul, que estaba en compañía de Randy, el piloto estadounidense negro. Era de Los Ángeles y a India le caía bien.

Diez años antes Randy había pertenecido a la fuerza aérea; luego estudió en la academia de artes cinematográficas de la UCLA y llegó a trabajar como director de cine. Llevaba tanto tiempo en paro que decidió invertir sus ahorros en viajar a África y hacer algo por la humanidad. Como tantos voluntarios, llevaba dos años en Ruanda. India sabía que salía con una de las enfermeras. En el campamento no había secretos y en muchos aspectos se parecía al Cuerpo de Paz; aunque aquí la gente era más responsable.